Este texto nace de un bloqueo. Un bloqueo provocado
por la necesidad de encontrar el rigor en el análisis, de formular argumentos
sólidos, de ofrecer respuestas. Buscando la objetividad pretendía escribir
desde un lugar distanciado sin darme cuenta de que, tratándose de Lynch, la
pretensión, además de imposible es innecesaria.
Con David Lynch ocurre algo que puede ser muy
desestabilizador para cualquiera que intente realizar un trabajo crítico sobre
su obra: reconoce las emociones que le provoca, valora el gesto único del autor
que las produce, comprende el estado de ánimo en el que se le sitúa, pero se
siente incapaz de expresarlo en palabras, de traducirlo. ¿Cómo trasladar a
palabras la música de un piano, por ejemplo? Puedes intentar describir cómo el
sonido profundo de las cuerdas golpeadas por la madera vibra en la base del
estómago, pero es difícil argumentar la razón por la que esa vibración te lleva
a un estado de ánimo determinado. Por qué una pieza de Bach, por ejemplo, te
empuja a querer huir de tu desolación, por qué revela tu tristeza o tu
angustia, por qué te enfrenta a tu yo más íntimo. ¿De dónde procede ese poder
catártico que tanto apreciamos? Es complicado encontrar una respuesta. Y, en
realidad, todos sabemos que no la hay. El arte no se explica, se siente.
De ahí mi bloqueo. Intentar ofrecer argumentaciones
objetivas sobre la obra de David Lynch, y en especial sobre Twin Peaks, es como pretender explicar
la atmósfera opresiva de Shame o la
seducción de la violencia en El silencio
de los inocentes con una descripción minuciosa de la partitura de las Variaciones Goldberg. Así que el bloqueo
se deshizo cuando comprendí que hiciera lo que hiciera la tarea era
inalcanzable y abandoné el temor a parecer poco rigurosa. Terminó cuando hice
lo único que podía hacer: apartar el teclado del computador y empezar a
escribir sobre el papel. Lo hice apoyando el bolígrafo sobre el callo del dedo
corazón. Se trataba de compartir los hallazgos desde la subjetividad más
radical. Y para escribir sobre Twin Peaks
solo podía hacerlo desde la piel. Tenía que escuchar al leño y seguir el método
de Cooper, tomarme un café negro como una noche sin luna y abandonarme a la
música que había escuchado hacía ya más de un cuarto de siglo.
De esa primera emisión del jueves de noviembre de
1990 recuerdo sobre todo el efecto que causó en casa, que varió de la sorpresa
inicial pasando por la extrañeza, la inquietud, la burla o el desprecio,
dependiendo de quien la estuviera viendo, hasta el deslumbramiento final en el
que toda la familia nos pusimos de acuerdo. La conmoción fue unánime.
La célebre frase de «¿Quién mató a Laura Palmer?»
nos había creado una expectación inusual. Los que entonces éramos jóvenes nos
sentamos frente a la tele esperando una serie de calidad que aligerara el
encuentro familiar de la cena y, si acaso, nos ofreciera una excusa para cruzar
alguna palabra con nuestros padres de un tema ajeno a nosotros. Para los que no
habíamos nacido rodeados de intelectuales, el nombre de David Lynch nos decía
más bien poco. Alguno, curioso a pesar del patrimonio cultural heredado,
habíamos visto parte de su filmografía aunque pocos podían alardear de conocer Eraserhead. Alguno tenía un compañero de
facultad que recomendaba como un loco la malograda Dune y alguno supo de la existencia de Blue Velvet porque justo al lado de su casa había un local oscuro y
con fama de snob con ese nombre. Lo
cierto es que la mayoría del público joven que esa noche eligió sintonizar Tele 5 era el mismo que había llenado
las salas para ver Pretty Woman, el
mismo que había llorado con Ghost, el
mismo que tarareaba en un inglés improvisado las canciones de Roxette o que
parodiaba a Ruiz Mateos disfrazado de Superman. Era el público que asistió a la
final de baloncesto en la que Yugoslavia venció a la Unión Soviética. Éramos
los jóvenes que aun habiendo presenciado pocos meses antes la caída del Muro de
Berlín o la entrega del Nobel de la Paz a Gorbachov o incluso haber visto la
Tierra a una distancia de seis mil millones de kilómetros y descubrirnos, como
entonces nos dijo Carl Sagan, como un diminuto punto azul pálido en la
inmensidad del Cosmos, aún nos entreteníamos con una televisión privada recién
estrenada cuyo principal objetivo era ganar audiencia a base de ofrecer evasión
de trazo grueso.
Así que la noche en que se estrenó Twin Peaks ninguno de nosotros estábamos
preparados para lo que íbamos a ver. Ahora, con la perspectiva que ofrece el
tiempo, creo además que ninguno fue consciente de lo que vimos entonces. Aunque
claro, teníamos veinte años y tampoco lo sabíamos.[1]
De mirar la tele como quien mira el fuego me
encontré de pronto asomada a una ventana. La televisión, el medio de
comunicación más significativo de la cultura de masas, se transformó aquella
noche y gracias a la magia de David Lynch en puro arte. Treinta años antes
Richard Hamilton había definido la cultura popular como «efímera, con soluciones
a corto plazo; prescindible, fácilmente olvidable: de bajo costo; producida en
masa; joven, dirigida a la juventud; un gran negocio». La descripción se
ajustaba bien a los productos televisivos que luchaban por alcanzar grandes
índices de audiencia. Twin Peaks no
era una excepción para la cadena ABC. La excepción era su director. La
formación de David Lynch era la del artista plástico. Había crecido con el pop art. Sabía que su cometido era
borrar la línea divisoria entre alta cultura y cultura de masas. Conocía cómo
Anthony Caro con Early One Morning
había dado un paso radical en escultura al situar su obra directamente en el
suelo suprimiendo la peana habitual que distanciaba la pieza de sus
espectadores. Del mismo modo, Lynch le quitó la peana al cine de autor y lo
situó a la altura de nuestro sofá. De ahí la conmoción.
No estábamos viendo una serie. Estábamos
contemplando un cuadro expresionista abstracto tan hipnótico y poderoso como un
óleo de Pollock o De Kooning. Fue este último el que dijo que «la carne es la
razón por la que se inventó la pintura al óleo». La misma razón por la que
Lynch utilizó en Twin Peaks la
iluminación aterciopelada de los rojos, ocres y dorados. La influencia de los
expresionistas en la estética visual de Twin
Peaks es, a veces, deslumbrante. Recuerdo ahora a Bobby Briggs tras las
rejas de la prisión, gritando como un animal, enseñando los dientes,
desafiante, y me resulta imposible no acordarme de la Mujer Caníbal de De Kooning. Todo desmesura, valentía y agresividad
en el gesto del autor. Lynch no se esconde, al contrario, se expone formalmente
en cada secuencia, no entiende de pudor o inhibiciones. Su vitalidad y su
pasión es la misma que caracterizó a los Action
painters. Coincide además con ellos en su devoción por la naturaleza, la
mitología y el primitivismo, así como la inclusión del azar en el proceso
creativo.
Si al expresionismo abstracto le añadimos la
oscuridad de Francis Bacon y la simbología de El Bosco el resultado visual es
impactante. Tanto, que llega a resultar casi invasivo. Quizá por eso la
violencia en Lynch es brutal, dolorosa, porque golpea el iris. Y quizá por eso
la tarta de cerezas me parecía tan apetecible o la música de Badalamenti me
calaba dentro como la niebla que anegaba el pueblo en los días grises. La
atmósfera de Twin Peaks fue la que
nos enganchó a todos. No fue la curiosidad morbosa por averiguar los estragos
de la muerte tras el plástico que envolvía a Laura Palmer, fue la sorpresa por
descubrir la belleza de un rostro sin vida, sin futuro, sin tiempo, esculpida a
golpe de luz. Fue encontrar el placer de mirar cómo nos mirábamos. Lo que
parecía que iba a ser una serie clásica al estilo de Peyton Place fue una obra de arte en la que la reflexión venía de
la mano de la emoción.
Del mismo aparato desde el que se habían emitido
series en las que magnates del petróleo o propietarios de viñedos californianos
se traicionaban unos a otros por dinero, sexo o poder, aparecía de pronto una
historia en la que no importaba quién era el villano o quién el héroe sino la naturaleza
misma del mal y del bien. Y para descubrirlo teníamos que mirar con atención. Twin Peaks no era una serie, era un
espejo. Lynch utilizó el concepto de simetría especular para reforzar la idea
central de que «el mal es el bien pervertido», que diría Paracelso. No es
casual el título de la serie. Se introduce el concepto de los gemelos, del
doble y el reflejo desde los títulos de crédito. El Doppelgänger o el gemelo malvado al que alude el Hombre del Otro
Lugar en la Habitación Roja no era un personaje habitual en las series de
televisión. Sí en literatura y, por supuesto, en cine. Es difícil olvidar el
tratamiento del doble que hace Hitchcock en Vértigo
y del que Lynch bebe de forma directa en Twin
Peaks. La introducción del personaje de Maddy utilizando el mismo recurso
del maestro, esto es, cambiándole el color del cabello a Laura es un homenaje
tan obvio como tierno. De Vértigo
también tomó la estructura narrativa en espiral. Es curioso cómo la historia
comenzaba con la imagen de Josie Packard mirándose al espejo y terminaba con la
de Cooper mirándose en otro. Del reflejo inicial en el que solo se percibe la
belleza de un rostro sobre un fondo negro al reflejo final donde se abre una
dimensión infinita sobre la identidad existe un gesto narrativo geométrico no
lineal que nunca antes se había utilizado en televisión.
La planificación formal era lo revolucionario en Twin Peaks. Lo novedoso era tomar el
desvío de la linealidad hacia una “carretera perdida”. Se ha señalado que
tratar temas tabú, como el incesto o las drogas, supuso un hito en la historia
de la televisión pero esto, en mi opinión, era el cristal que sostenía al
espejo. La esencia de la serie, el azogue, fue la manera en que nos mostraron
esos temas.
Lynch y Frost crearon un mundo que en apariencia
resultaba idílico. Muchos, como el agente especial Dale Cooper, nos enamoramos
de los abetos Douglas, de los donuts, de la ingenuidad y la bondad de los
habitantes de Twin Peaks, de su cortesía y su amabilidad, de su honradez, de su
respeto por la comunidad y sus normas, de esos semáforos ámbar frente a los que
se aminoraba la velocidad, de ese tiempo lento en el que la actualidad estaba
fuera de lugar porque solo traía sobresaltos. Un lugar sereno, equilibrado,
apacible. De existir el dios geómetra del que hablaba Platón, Twin Peaks sería su manifestación más
lograda. Y así lo diseña Lynch: un lugar tan armonioso, tan simétrico como el
reflejo de una imagen sobre el agua. Perfecta hasta que deslizamos los dedos
por la superficie. Un pequeño gesto y la imagen se desvanece. El lugar idílico
en el que era tan bello vivir como en la película de Capra se distorsiona y
muestra una apariencia distinta, una en la que morir puede resultar un alivio.
No deja de ser un lugar perfecto para el dios
geómetra porque no deja de ser simétrico, aunque simétrico por oposición. Es el
otro lado del espejo: el lado oscuro de Laura, de Leland, de Cooper… Es Bob.
Pero el otro lado del espejo sigue siendo el mismo espejo. El espejo que
aterraba a Borges, ese «donde acaba y empieza, inhabitable, un infinito espacio
de reflejos» es el símbolo desde el que Lynch nos mostró su visión del mundo.
La muerte de Laura fue la excusa para hablarnos sobre el bien y el mal, la
filosofía y la mística, el misterio y los enigmas, el ser y la identidad, la
sabiduría y la bondad, lo salvaje y lo irracional, el mito y el logos, el
cuerpo y la idea, el hombre y el animal, el instinto y la razón. Y sobre la
belleza.
Y todo mientras cenábamos en casa. Las señales, las
pistas, parecían trazar un diagrama diabólico. Muchos de nosotros tuvimos que
esperar años para desvelar el enigma. Mientras veía la serie me enfrentaba al
inquietante ulular de la lechuza intuyendo la malicia del círculo perfecto en
sus ojos amarillos. Más tarde asocié la figura del círculo, la más perfecta
para la secta de los pitagóricos, con la de la imagen grabada del ojo de Laura
en la que se reflejaba la moto de James Hurley o el anillo que perdía Cooper o
la ruleta del casino que giraba sin cesar o la luna llena o los círculos que rodean
las cifras del petroglifo. El círculo, la manifestación más lograda de la
lógica matemática aparecía de manera obsesiva. Como en Kubrick, la geometría es
al espacio lo que la música al tiempo. Lo compartimenta, lo ordena, lo limita...
Pero Lynch utilizaba todos los triángulos, las rectas y las coordenadas como
pistas falsas. Y cuando creíamos que estábamos en lo cierto siguiéndolas, que
caminábamos seguros tras la resolución del enigma nos dábamos cuenta de que
solo habían servido para distraernos. La dama del leño lo dice mejor en una de
las ya célebres presentaciones de Twin
Peaks: «Hay pistas por todas partes. A nuestro alrededor. Pero el creador
del puzle es listo. Las pistas, aunque nos rodean, están confundidas por otra
cosa. Y la otra cosa, la interpretación incorrecta de las pistas es lo que
llamamos mundo. Nuestro mundo es una pantalla de humo mágico. ¿Cómo debemos
interpretar el feliz canto de un pájaro o el fuerte sabor de una fresa
salvaje?». Y es que hay cosas que son imposibles de representar a través de la
lógica. Las sensaciones, las emociones, el cuerpo y la intuición, lo mágico y
lo primitivo, lo irracional, son inmensurables e imponderables, son
inabarcables, infinitas.
El suelo del Double «R» es de baldosas blancas y
negras, a cuadros, como el mantel sobre el que se sienta Nadine para
suicidarse, como un tablero de ajedrez, como ese sobre el que Windom Earle
planeará su venganza. Geometría bergmaniana
de la muerte. Perfección terrible e inmutable la de la divinidad. Pero de
pronto, la música suena en la cafetería y Audrey comienza a bailar. Cierra los
ojos, se abandona al ritmo que marca su cuerpo, se olvida de sí misma y de las
normas que determinan el comportamiento lógico. Traza curvas sobre el damero
que hay bajo sus pies. Desbarata el plan, improvisa. «No se puede dejar que la
mente y los pies divaguen al mismo tiempo», le dirá Windom Earle hacia el final
de la serie. ¿Cómo debemos interpretar el placer de trascender el propio
cuerpo? Porque eso es lo que hace Audrey, como en una danza ritual primitiva,
vence los límites de la razón y se sitúa en un espacio nuevo e ilimitado en el
que alcanza algo muy parecido al éxtasis místico. Estas escenas que parecen
sacadas de contexto, abstractas, sin un antes ni un después son las que
hicieron de Twin Peaks una serie de
culto. Son las que aquel jueves de 1990 nos dejaron con la boca abierta en
casa, las que hacían reír a mi padre o decir a mi madre: «ya está la loca esta
bailando».
Pero ahí estaba la clave. De hecho, Tommy Hawk Hill,
el ayudante nativo-americano del sheriff
Truman le dice a Cooper algo significativo al respecto: «No sé adónde conduce
esto. Pero el único con las coordenadas para este destino es usted. Efectúe la
búsqueda que haga falta. Póngase en el borde del volcán, solo, y ejecute su
danza. Pero halle a esa bestia antes de que dé otro mordisco». Y es que la
lógica, el método, la ciencia, la geometría y las matemáticas no nos van a
ayudar a acabar con nuestros monstruos. A través de la danza el chamán entra en
trance y se comunica con los dioses. El método de Cooper será similar: «Como
agente del FBI he dedicado casi todo mi tiempo a encontrar respuestas fáciles a
preguntas difíciles. Durante la investigación de la muerte de Laura he seguido
las directrices del FBI, técnicas deductivas, métodos tibetanos, instinto y
suerte. Pero ahora creo necesitar un nuevo elemento. Algo que a falta de otra
definición voy a llamar magia».
En realidad Cooper se abandona a la intuición, a las
visiones y los sueños, a la magia del baile y la improvisación, a la
fragmentación y la dispersión de la razón.
La predisposición de Cooper provocó la aparición de
La Habitación Roja. Y a partir de ese instante todo cambió. Para mí ya nada
tenía sentido en Twin Peaks y todo,
de pronto, encajaba. Los gigantes y los enanos, los mancos y los camellos, los
prostíbulos en los que se recitaba a Shakespeare y se colgaban cuadros de
Tiziano, las reinas del baile que jalaban cocaína o el pez en la cafetera de
Pete Martell. En la Habitación Roja todo cobraba sentido, todo era una
revelación.
Me llamó la atención el suelo. De nuevo la
geometría. Pero esta vez había algo distinto. El suelo en zigzag mostraba el
equilibrio matemático distorsionado. Las baldosas blancas y negras sobre las
que había bailado Audrey no se parecían a las que ahora pisaba El Hombre del
Otro Lugar. Tenía que tener un valor simbólico. Mucho tiempo después encontré
mi solución particular al enigma. Como en un sueño no cabe la lógica pero debía
aparecer su manifestación, David Lynch eligió la representación geométrica más
subversiva dentro de las matemáticas: la diagonal. No era la primera vez que lo
hacía. Ya utilizó ese mismo suelo en zigzag en el vestíbulo de la casa de Henry
en Eraserhead. El suelo era la
antesala del ascensor que llevaba al protagonista a su infierno particular. No
podía ser casual que David Lynch eligiera el mismo suelo de su primera película
para la Habitación Roja. ¿Qué tenían en común los infiernos de Henry y Cooper?
¿Por qué utilizar el mismo recurso? La Habitación Roja era el No Lugar, sin
tiempo ni espacio, formalmente incluso, ya que era una escena sin contexto; era
el futuro-pasado, era lo irracional. Y nada más irracional en geometría que la
diagonal de un zigzag.
Para los pitagóricos el número era el ente perfecto,
el que regía todo el universo. Una de las manifestaciones de la divinidad era
el cuadrado, como lo era también el triángulo rectángulo sobre el que se
sustentaba el famoso Teorema de Pitágoras. Ahora bien, al aplicar su doctrina
sobre el rectángulo se encontraron con una rareza que hacía peligrar todas sus
teorías: Si se traza un cuadrado cuyo lado mida la unidad, es decir 1, y se
intenta calcular lo que mide la diagonal utilizando el Teorema de Pitágoras,
podemos dividir el cuadrado en dos triángulos rectángulos cuya hipotenusa es la
diagonal d del cuadrado. En resumen tenemos dos triángulos rectángulos iguales
con catetos que miden 1. Pero si aplicamos el Teorema de Pitágoras para
averiguar el valor de esa diagonal el resultado es la raíz cuadrada de 2 cuya
solución, como todos sabemos, no es un número natural redondo, como hubieran
deseado los pitagóricos, sino infinitas cifras decimales no periódicas.
Hablando claro: un número irracional. Los pitagóricos lo llamaron inconmensurable.
Pero David Lynch va aún más allá. No se limita a
utilizar diagonales en el suelo del sueño de Cooper. Utiliza la figura
geométrica del zigzag conocida como «reflexión por deslizamiento», muy habitual
en los suelos de La Alhambra, por ejemplo, y que fue definida por el matemático
John Conway con el poético término de «milagro». «Para él, esta extraña
simetría produce una imagen especular del motivo sin la presencia de un espejo.
El término milagro se refiere tanto a la ausencia de espejos como a la
expresión del sentimiento de maravilla que se experimenta al descubrir tan
extraña simetría».[2]
La Habitación Roja es en sí misma un milagro. Un
milagro especular en el que el lenguaje también es un reflejo. No es más que la
reproducción invertida de las palabras emitidas al revés. Escuchamos el
interior de una cinta de Moebius. El anverso y el reverso del mensaje. Un
imposible a través del cual Cooper dará con el asesino de Laura Palmer.
Tras confesar Leland su crimen, el agente especial
Dale Cooper nos confirmó a todos lo que antes solo habíamos intuido a través de
las abstracciones visuales de Lynch: «Leland, ha llegado la hora de que busques
el camino. Tu alma te ha puesto frente a una luz muy clara y estás a punto de
experimentar su realidad: donde todas las cosas son como el vacío y el cielo
sin nubes y el intelecto inmaculado y desnudo es como un vacío transparente sin
circunferencia ni centro».
Después de ver la primera temporada de True Detective a muchos podría
parecerles que el discurso místico o filosófico de Lynch en Twin Peaks no es tan novedoso. Les puedo
asegurar que en 1990 fue casi extravagante. La televisión estaba para
entretener, para evadir, incluso para emocionar, pero ¿una serie que te hiciera
reflexionar sobre la trascendencia, la eternidad, la filosofía de la naturaleza
o sobre la identidad a través de un lenguaje simbólico? Era inimaginable. Pero
ahí estaba: en medio del salón.
Después llegaría la decadencia de la serie, la
promoción que todo lo pervierte, la portada de la Rolling Stone con las bellezas
de Twin Peaks, el merchandising y los posters. Twin Peaks era un fenómeno de masas que
acabó malograda por las guerras de audiencia y los intereses económicos de las
cadenas televisivas. Fueron pocos los espectadores, comparados con los que
asistieron al mítico piloto de la serie, que siguieron con interés la segunda
temporada. Aun así, el último capítulo dirigido por David Lynch batió records
de audiencia y nos hizo perdonar errores pasados.
La imagen del bueno de Cooper, del entrañable agente
especial del FBI perdiendo su compostura natural, su cortesía impecable frente
al espejo y transformándose en Bob, en la personificación histriónica y
desmesurada del mal fue un shock. No era el final que esperábamos ni era lo que
queríamos ver, pero de eso se trataba: de querer saber más.
Para muchos Twin
Peaks es una de los mejores productos de arte posmoderno del siglo XX. Las
referencias cinéfilas, las citas de poetas, las influencias pictóricas, las
lecturas infinitas; todo parece apoyar la etiqueta asignada. Para mí, además, Twin Peaks es la obra espiritual de un
poeta místico, a la altura de la odisea de Kubrick. En Twin Peaks David Lynch vuelca toda su filosofía vital y artística
basada en la convicción de que lo que observamos no es la naturaleza en sí,
sino la naturaleza expuesta a nuestro modo de inquirir. O como diría la dama
del leño: «¿Qué es un reflejo? ¿Una oportunidad de ver dos cosas? Cuando hay
oportunidades para ver reflejos siempre puede haber dos o más. Solo cuando
estemos en todas partes habrá solo uno». Y no nos engañemos, por muy posmoderno
que suene esto, la intención última de David Lynch es estar en todas partes y
en ninguna, es decir, formar parte de la unidad absoluta. De ahí la meditación
trascendental.
Pero esa noche de 1990 yo no sabía nada de esto. Me
limité a ver el piloto y a recibir las señales. Me reí con Lucy Moran y la
torpeza de su adorado Andy; me sorprendí con el pescado en la cafetera de Pete
Martell y se me hizo la boca agua con los donuts de la oficina del sheriff Truman; admiré la belleza de
Shelley y temí la violencia de Leo; bailé con los zapatos de Audrey; desprecié
la avaricia de Ben Horne y deseé los besos de Josie Packard; escuché cantar al
petirrojo y al viento deslizarse entre las copas de los abetos; presencié el
estruendo de la cascada precipitándose en el río helado; oí el canto nocturno
de la lechuza y me empapé de niebla y oscuridad; lloré con la madre de Laura y
enloquecí con Leland; dormí y soñé con Cooper. Miré más allá del miedo, al otro
lado del espejo y las diagonales me revelaron la fragilidad de todas las
certezas.
Por eso hoy escribo de puño y letra y sobre el
papel. Porque si algo aprendí aquella noche de 1990 es que el tacto siempre nos
salva de los espejos.
Notas
[1] Parafraseando un verso de la poeta Julia Uceda. «Tenía veinte años, pero no lo sabía».
[2] Marcus du Sautoy, Simetría, Acantilado, Barcelona 2008.
en
Twin
Peaks, 25 años después todavía se escucha música el aire (Antología), 2015
[1] Parafraseando un verso de la poeta Julia Uceda. «Tenía veinte años, pero no lo sabía».
[2] Marcus du Sautoy, Simetría, Acantilado, Barcelona 2008.
1 comentario:
Que maravilloso articulo que nos hace reflexionar sobre las series de hoy y la magia perdida.
Publicar un comentario