Ayer fue condenado a cinco años de prisión Franz
Zagacki, obrero de diecinueve años. Mientras su madre pelaba patatas, el joven
trató de matarla, primero con un hacha, luego asfixiándola bajo las sábanas y
finalmente a cuchilladas. Después, creyéndola muerta, le robó dos mil
doscientos marcos que llevaba en una cartera oculta en las enaguas, y se fue a
un estanco, pagó sus deudas, compró cigarrillos, invitó a sus amigos y a su
amante, cómplice del asesinato, a una «agradable reunión» en la vivienda de la
supuesta difunta y salió a divertirse. Pero como la madre seguía con vida el
hijo fue detenido y llevado a prisión.
Ayer compareció la madre ante el juez y explicó que
había perdonado a su hijo. Apenas se curó de las heridas que le había causado,
se dirigió a la prisión para llevarle conservas y otras delicias que ya no
recordaba. E incluso durante su convalecencia en el hospital temblaba por la
salud de su hijo, y si su cuerpo hubiera tenido fuerzas y su instinto de conservación
no hubiera prevalecido cuando estaba a punto de morir, habría permanecido
inmóvil bajo las sábanas con las que trató de asfixiarla su hijo con tal de
salvarlo. En cierto momento le preguntaron qué opinaba del muchacho. Solo tenía
elogios. Él no era culpable, las malas compañías lo habían llevado por el mal
camino, las malas compañías tenían la culpa de todo. No sabía nada de la novia,
su hijo era influenciable, eso sí, pero de niño había sido muy bueno.
Ahora la madre podrá visitar con más frecuencia a su
hijo en la cárcel. Con dedos trémulos envasará las conservas de Navidad y las
demás fiestas, trabajará y ahorrará para su hijo, y su vieja alma llorará por
él y confiará en que vuelva pronto. Y será exactamente igual que si el chico no
estuviera en la cárcel, sino en la universidad, o en el extranjero o en algún
otro lugar del que no es fácil regresar por razones profesionales o de otro
tipo.
La jornada de esta madre consiste en deslomarse, a
veces haciendo trabajos sucios. Pero entre una cosa y otra, fregar suelos y
cortar madera, entrelazará los dedos furtivamente. Y siempre, cuando se siente
a pelar patatas como el día en que el hacha de su hijo la golpeó, llorará de
dolor, pero más fuerte que su pena será la esperanza, mayor su fe que el dolor,
y lentamente crecerá quizá, por amor a su hijo, como hierba nueva en suelo
fértil, un tímido orgullo, injustificado, sin saber por qué, que no se basará
en las cualidades de su hijo sino simplemente en su existencia.
Y cada vez que mire el hacha o se acuerde de ella,
emergerá del pasado aquel día terrible. Pero pese a todo el espanto, ese día
jamás tendrá la intensidad de otro, cada vez más próximo: el día en que su hijo
regrese a casa, con la cabeza bien alta, sanado y arrepentido.
¿Arrepentido? ¡Pero si no tiene nada de que
arrepentirse! ¡La culpa fue de otros! En cualquier momento se abrirá la puerta
y entrará. Y aunque hayan pasado cinco años, cinco veces trescientos sesenta y
cinco días, será como un día cualquiera.
Porque la madre no se atiene a los hechos, niega el
calendario y el año solar.
en Años de hotel, 2020
Originalmente
en Berliner Börsen-Courier, 25 de
abril de 1922
1 comentario:
Una genialidad tu texto
mil abrazos
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