Traducción de Cecilia Pavón
El
dolor te asusta. Las últimas dos noches, al acostarte, dolores “centelleantes”
bajaron por el lado derecho de tu cara, cerca de la nariz. Cada destello pasa rápido,
de forma que el dolor, eléctrico en su impresión, ya ha desaparecido cuando
empiezas a reaccionar a él. A veces dos centelleos vienen seguidos, pero hasta
ahora nunca tan seguidos que se vuelvan insoportables. Te asusta la posibilidad
de que se sucedan sin interrupción. ¿Cómo sería eso? Seguramente no como te lo
imaginas; pero probablemente te verías reducido a tratar de manejar el dolor lo
mejor que pudieras. No hace falta decir que el miedo arrastra visiones de una
eventualidad deprimente: la de volverte una víctima permanente de la neuralgia
facial (hablando de eso, ahora sabes por qué le decían “tic doulourex”: “twicht”
en inglés es sinónimo de centelleo), y tener que calmar ese ganglio facineroso
con inyecciones de alcohol o aplicaciones de láser, que te dejarán la mitad de
tu cara flácida para siempre. Tendrás una vida de recluso, sin salir nunca a la
calle (y cuando no te quede otra, saldrás camuflado con una bufanda, un
sombrero, anteojos), recibirás a tus amigos en penumbras... Te das cuenta de
que es difícil que eso pase, pero en la oscuridad, soportando los latigazos de
dolor, ese panorama se presenta como el único resultado posible. Todas las
demás realidades –pensamientos, ensoñaciones diurnas, incluso tus ensoñaciones
sexuales tan reconfortantes- han quedado fuera de tu alcance: acostado, solo te
preguntas si la próxima descarga te atravesará el ojo derecho. Si este problema
empeora, tal vez la mejor forma de responder sea salir de la cama, ir a tu
escritorio y escribir en este libro.
Lans, 5/5/84
en Veinte líneas por día, 1988
Mansalva, 2015
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