Un rostro redondo y afable que el sol tropical había
dejado más colorado que moreno; unos ojos grises redondos y más bien perplejos;
el pelo muy corto de un rubio pajizo; una boca grande y risueña; un bigotito
del mismo tono que el cabello; traje de dril y salacot de un blanco impecable:
el típico agente comercial inglés haciendo escala entre dos barcos en una
agobiante pequeña ciudad portuaria a orillas del mar Rojo. Éramos los únicos
europeos que se hospedaban en el hotel. El barco que ambos estábamos esperando
llevaba dos días de retraso. Pasamos todo el tiempo juntos. Fuimos varias veces
al bazar y jugamos interminables partidas de póquer, a los dados, en una u otra
cafetería. Los encuentros fortuitos, en circunstancias como estas, adquieren
pronto un tono confidencial. Al principio, como es lógico, hablamos de temas
generales: el estado de las cosas en la región, los problemas raciales.
—No entiendo a qué viene tanto revuelo. Son unos
tipos estupendos cuando los conoces un poco.
Oficiales británicos, comerciantes, árabes, nativos,
colonos indios: para mi nuevo amigo todos eran unos tipos estupendos. Era muy
raro que no pudieran llevarse bien entre ellos. Sí, por supuesto, cada raza
tenía sus peculiaridades: unos no se lavaban, otros tenían extrañas ideas sobre
la honestidad, y otros, en fin, se descontrolaban un poco cuando bebían más de
la cuenta.
—Pero bueno —dijo—, al fin y al cabo es asunto de
ellos y de nadie más. Si cada cual dejara al otro en paz y no se metiera con lo
que hace, no habría ningún problema. Y en cuanto a las religiones, todas ellas
tienen su parte buena: hindú, mahometana, pagana. Oh, y los misioneros hicieron
un buen trabajo, desde luego: wesleyanos, católicos, anglicanos, todos unos tipos
estupendos.
La gente que vive en las zonas remotas del globo
terráqueo suele tener opiniones inamovibles sobre casi todo. Después de meses
viviendo entre ellos, era un alivio toparse con alguien de mentalidad tan
tolerante.
La primera noche, cuando me despedí de mi nuevo
compañero, lo hice con un sentimiento de afectuoso respeto. Por fin, en un
continente poblado casi exclusivamente por fanáticos de todo tipo, creía haber
encontrado a una persona agradable. Al día siguiente entramos en materia más
personal y pude enterarme de algunos pormenores de su vida. Mi amigo estaba ya
más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, pese a que yo le habría puesto
menos años. Era hijo único y se había criado en una ciudad inglesa de
provincias, en una familia donde imperaban los rígidos principios victorianos
del decoro. Había nacido de padres ya mayores, y todos sus recuerdos eran
posteriores al momento en que su padre dejó un puesto oficial de
responsabilidad en la India.
Era poco propio de él admitir que existieran
discrepancias o malestar, pero, a juzgar por todos sus comentarios al respecto,
el ambiente en su casa no había sido muy placentero. Reglas estrictas en cuanto
a la moral y la etiqueta, la implacable censura de los vecinos, una
infranqueable barrera de clase frente a todos aquellos considerados socialmente
inferiores, la hostil desaprobación de los superiores... Ese era sin duda el
código de los padres de mi amigo, que había llegado a la edad adulta con la
clara determinación de vivir conforme a los principios opuestos.
La noche de nuestro primer encuentro me sorprendió
conocer la naturaleza de su trabajo. Vendía máquinas de coser a comisión a
comerciantes indios a todo lo largo de la costa oriental africana. No era, sin
duda, el tipo de trabajo adecuado para su edad y su educación. La explicación
la supe más adelante. Al término de sus estudios en un colegio privado, se
había metido en negocios, le había ido bien y, finalmente, poco antes de la
guerra, había decidido establecerse por su cuenta con el capital heredado a la
muerte de su padre.
—Fue cosa de la mala suerte —me dijo—. No creo que
tuviera la culpa de lo que sucedió. Verá, yo tenía un socio, habíamos trabajado
en la misma oficina y siempre me había caído bien, pese a que él no se llevaba
demasiado bien con los otros. Lo despidieron más o menos por la época en que yo
empecé a ganar un poco de dinero. Nunca llegué a enterarme bien de cuál había
sido el problema; además, no era asunto mío. Al principio pareció que la suerte
nos acompañaba, pues mi nuevo socio no era apto para el servicio militar y pudo
ocuparse del negocio durante el tiempo que yo estuve en el ejército. Todo iba
sobre ruedas, o eso parecía. Nos trasladamos a unas oficinas nuevas,
contratamos a más personal, y obtuvimos respetables dividendos a lo largo de
toda la guerra. Pero, por lo visto, era solo un período de vacas gordas. Supongo
que cuando regresé a casa después del armisticio, no presté demasiada atención
al negocio. Estaba contento de haber vuelto y quería aprovechar al máximo la
paz. Dejé que mi socio se ocupara de todo, y digamos que me desentendí del
negocio durante un par de años. En fin, no me enteré de lo mal que estaban las
cosas hasta que un buen día él me dijo que tendríamos que entrar en
liquidación. Y desde entonces he tenido suerte de ir encontrando empleos, pero
no es lo mismo que ser tu propio jefe.
Desvió la mirada hacia el muelle mientras,
distraídamente, hacía girar el vaso en su mano. Luego, en el último momento,
añadió algo que aportó nueva luz a la historia.
—Si de una cosa me alegro —dijo— es de que mi socio
no siguiera mi camino. Casi inmediatamente después de que clausuráramos el
negocio, abrió uno por su cuenta en la misma línea y a gran escala. Ahora es
rico.
Aquel mismo día, horas más tarde, me sorprendió al
mencionar casualmente a su hijo.
—¿Su hijo?
—Sí. Tiene veintisiete años y vive en Inglaterra. Un chico estupendo. Ya me gustaría poder verlo más a menudo. Qué se le va a hacer, él tiene sus amigos y me atrevería a decir que es feliz estando solo. Le interesa mucho el teatro. Es un mundo que desconozco. Todos sus amigos son teatreros, ¿sabe usted?, gente muy interesante. Estoy contento de que el chico se haya espabilado solo. Siempre procuré no forzarlo a meterse en nada que no le llamara la atención. La pena es que en esta ocupación hay muy poco dinero. Él siempre confía en conseguir un trabajo, sea en el teatro o en el cine, pero dice que es muy difícil si no conoces a la gente adecuada, y eso sale caro. Le envío todo el dinero que puedo, pero el chico necesita vestir bien, salir a menudo, recibir, y todo eso significa mucho gasto. Pero, bueno, espero que al final servirá para algo. Mi hijo es un chico estupendo.
Pero hasta unos días después, a bordo, cuando
estábamos ya atracados en el puerto donde él debía desembarcar al día
siguiente, no mencionó a su esposa. Habíamos bebido mucho con la excusa de
desearnos mutuamente la mejor suerte del mundo en nuestros respectivos viajes.
La inminente separación facilitó el camino para las confidencias, cosa que
hubiera sido más difícil entre dos compañeros habituales.
—Mi mujer me dejó —dijo de sopetón—. Me llevé una
gran sorpresa; todavía hoy no sé la razón. Siempre la he animado a hacer lo que
ella quería. Verá usted, yo había visto muy de cerca la idea victoriana del
matrimonio, donde la esposa no podía tener otros intereses que el cuidado del
hogar y el padre de familia cenaba siempre en casa. A mí eso no me parece bien.
Siempre me gustó que mi mujer tuviera sus propias amistades, que las invitara a
casa y que saliera por ahí cuando quisiera, y yo hacía otro tanto. Pensaba que
vivíamos un ideal de felicidad. A ella le gustaba bailar y a mí no, y, cuando
apareció un tipo con quien por lo visto a ella le gustaba salir, me alegré
mucho. Le había visto un par de veces y decían de él que andaba detrás de las
mujeres, pero eso no era asunto mío. Mi padre siempre estableció una estricta
línea divisoria entre los amigos que veía en casa y los que veía en el club.
Jamás traía a casa a nadie cuya conducta moral no fuera completamente de su
agrado. Yo creo que eso son chismes. Bueno, para abreviar, después de un tiempo
saliendo con ese individuo, de repente mi mujer se enamoró de él y se largó. A
mí él siempre me había caído bien. Un tipo más o menos estupendo. Supongo que
ella tenía perfecto derecho a hacer lo que más le gustara. No por ello la
sorpresa fue menor. Y desde entonces estoy solo.
En ese momento pasaron por nuestro lado dos
pasajeros a los que yo había estado evitando concienzudamente durante el
trayecto. Mi compañero los llamó para que se acercaran, así que me levanté y le
di las buenas noches.
No tuve ocasión de hablar con él al día siguiente,
pero alcancé a verlo brevemente en el muelle, mientras supervisaba a los
estibadores que estaban cargando sus máquinas de coser de muestra. Cuando
terminaron, lo vi alejarse a grandes zancadas hacia la ciudad: garboso y
trágico personaje, estafado por su propio socio, dejándose sacar los caudales
por el inútil de su hijo, abandonado por su mujer; un indomable y perplejo
personaje que ahora partía de nuevo, tocado por su salacot, en su alegre
periplo por un continente lleno de avariciosas y despiadadas personas
estupendas.
—Sí. Tiene veintisiete años y vive en Inglaterra. Un chico estupendo. Ya me gustaría poder verlo más a menudo. Qué se le va a hacer, él tiene sus amigos y me atrevería a decir que es feliz estando solo. Le interesa mucho el teatro. Es un mundo que desconozco. Todos sus amigos son teatreros, ¿sabe usted?, gente muy interesante. Estoy contento de que el chico se haya espabilado solo. Siempre procuré no forzarlo a meterse en nada que no le llamara la atención. La pena es que en esta ocupación hay muy poco dinero. Él siempre confía en conseguir un trabajo, sea en el teatro o en el cine, pero dice que es muy difícil si no conoces a la gente adecuada, y eso sale caro. Le envío todo el dinero que puedo, pero el chico necesita vestir bien, salir a menudo, recibir, y todo eso significa mucho gasto. Pero, bueno, espero que al final servirá para algo. Mi hijo es un chico estupendo.
en Cuentos completos, 2011
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