Los sucesos que se desencadenaron en Chile a partir del 18 de octubre de 2019, y que aún no concluyen, sin duda alguna serán objeto de estudio desde distintas disciplinas, a lo largo de los años venideros. He aquí uno de los primeros, desde el campo de la psiquiatría y concretamente desde el psicoanálisis. Ello es necesario y conveniente porque, acabe donde acabe este proceso emprendido por el pueblo de Chile, los elementos esenciales de este fenómeno social están sentados, y ya se está gestando su primer resultado concreto, como será una nueva Constitución. Y estoy convencido que no será su único fruto, porque el pacto social y la justicia con las víctimas de violaciones de derechos humanos, forman también parte inescindible de ese concepto de Dignidad por el cual se sigue luchando hasta que la misma se haga parte de nosotros mismos, como la base de todos los demás derechos.
Sin restarles mérito a otros movimientos, creo que lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en Chile es un proceso profundo y maduro, porque es un cuestionamiento directo al neoliberalismo y a la transición pactada entre los partidos políticos de entonces con el dictador, que no se contentó con gobernar, reprimir y enriquecerse a costa del pueblo de Chile, sino que pretendió amarrar los destinos del país al modelo neoliberal mediante una Constitución y un complejo entramado de leyes y normas que durante mucho tiempo fueron intocables, y que luego fueron amablemente «retocadas» sin alterar su esencia.
¿Qué ocurre cuando la perspectiva analítica que otorga la psiquiatría pone su mirada sobre un fenómeno social y político como este? El resultado es esta obra valiosa y poco común que Mario Uribe ha dedicado a los hechos del 18-O, conocidos como «el estallido social»» en Chile titulada Psicoanálisis de un Malestar: La Dignidad del Sujeto, que cuenta además con unas ilustraciones espléndidas. Lo que pretende el autor, según su propia declaración, es crear estrategias innovadoras, evadiéndose de la neutralidad, reinventando el psicoanálisis mediante la decisión «de poder ir más allá de la ortodoxia freudiana, es decir de poder pasarse del padre a condición de bien servirse de él». Aborda así el mencionado estallido social de octubre de 2019 decidido a «saber escuchar la palabra» que expresan, dice, los muros de las grandes ciudades de Chile y que compendian en el concepto de Cité, «la dimensión humana y política concernidas en esa noción antigua», pero, a la vez, tan olvidada por todas las formaciones políticas y, en general por todos, en los últimos tiempos.
Pero la obra va todavía más allá, pues además del marco conceptual declarado, acude con maestría a la filosofía, con referencias a Kant, Hegel o Spinoza, exprimiendo también las palabras hasta sacarles todo su significado para hacernos comprender aquello que tantas veces miramos sin ver, por estar inmersos en una realidad aplastante y efímera que nos transporta de un lado a otro como hojarasca inútil. Me refiero a expresiones como el «consumidor consumido» o «el usuario usado», y agregaría yo, usado y además «abusado», que recuerdan a otros pensadores contemporáneos como Byung-Chul Han y algunas de sus obras como La Sociedad del Cansancio o Psicopolítica: Neoliberalismo y nuevas técnicas del poder. Es decir, en esta obra se constata también la presencia de un análisis que, partiendo desde un ámbito conceptual predefinido, desemboca en otras perspectivas que la enriquecen y que la vuelven mucho más integral.
La atención a lo que se habla, la voluntad de atender a la expresión, de profundizar en ella, se contrapone para Uribe a la represión que busca el silencio o a la sordera oficial de los políticos, «cuya opción razonada ha sido la decisión de un acuerdo febril, ‘trasnochado’, por lograr gobernabilidad en el horizonte de escriturar una nueva Constitución, desoyendo de paso lo esencial de esa palabra ciudadana que clama por ser escuchada directamente». Y que exige como respuesta: «¡Asamblea Constituyente ahora!», en línea con lo que el sentir abrumadoramente mayoritario de la población chilena venía gritando y que la oficialidad política quería domesticar y someter, de nuevo, a unas estructuras caducas y poco fiables ante el pueblo malgobernado.
Esa metáfora de las paredes, que recogen las frustraciones y los sueños de los habitantes de la urbe, es tan real como las voces y la sólida presencia de tantos chilenos y chilenas en aquel otoño que cita Uribe y que, pocos meses después, tuve aún el privilegio de vivir en persona, en primera línea y con la Primera Línea, envuelto por la cálida humanidad de quienes reivindicaban el derecho a despertar de un mal sueño y recuperar la libertad tantas veces reclamada, presa de un pasado ominoso del que cuesta allí desprenderse.
Apenas producido el estallido social comencé a recibir cientos de mensajes, con fotografías, vídeos y textos de denuncias. Me parecía increíble lo que ocurría y me repetía: No de nuevo, no en Chile. Es por ello que a los pocos días me decidí a emplazar públicamente en una carta abierta al presidente Sebastián Piñera, que recibió el apoyo desde Chile –y también desde muchos otros países– y desde la propia comunidad chilena en España. En esa carta al presidente manifesté mi profundo dolor e indignación por lo que estaba sucediendo.
«Señor Presidente –escribí– tal parece que chilenas y chilenos han dicho basta. Y lo están diciendo fuerte y claro. Se trata de un estallido social espontáneo que no está dirigido por partido político alguno. Una simple protesta estudiantil por el alza en el billete de metro, severamente reprimida por la policía, Carabineros de Chile, fue la mecha que encendió la rabia y la ira acumulada durante casi treinta años». Le recordaba también que la Constitución vigente había sido establecida por la dictadura de Pinochet y que pese a las diversas reformas para adaptarla a las circunstancias en Chile no hay un Estado «social» y democrático de Derecho, sino un Estado «liberal» o «neoliberal» o «subsidiario» de Derecho.
Seguí atento a los acontecimientos y participé en dos eventos organizados por la comunidad chilena residente en Madrid, hasta que en enero de 2020 tuve la posibilidad de viajar a Santiago de Chile para participar en el Foro Latinoamericano de Derechos Humanos, celebrado entre los días 23 y 25. Me reuní con asociaciones de víctimas y organismos de derechos humanos de la sociedad civil para conocer de primera mano sus impresiones de lo que estaba aconteciendo. Confieso que fue una jornada muy dura en lo personal y lo que conocí aumentó mi rabia a un nivel de estupor ante tanta crueldad, desidia e incompetencia de las autoridades chilenas.
Saliéndome de todo protocolo, decidí acudir personalmente a la Plaza de la Dignidad (ex Plaza Italia), donde fui testigo de cómo la fuerza pública no trabajaba para controlar el orden público y garantizar el derecho de manifestación, sino para dañar, herir y lesionar a quienes ejercían su derecho a la libertad de expresión, privándoles de la vista o de su integridad física y de la libertad, con la colaboración de un poder judicial que, salvo excepciones, sólo ha contribuido a enardecer más los ánimos de la sociedad constreñida por la acción represiva de los uniformados. Los componentes de Primera Línea, con los que tuve ocasión de hablar en el edificio histórico del Senado me habían expuesto su desesperación y miedo a la represión desplegada y sostenida por el Estado. Me prestaron un casco, me rodearon y me protegieron para que yo mismo no resultara lesionado, durante el tiempo en el que me empeñé en comprobar la realidad de lo que me habían denunciado.
He relatado y lo dejo escrito de nuevo aquí, por la impresión que me produjo, que no sabía lo que era el guanaco aplicado a una protesta hasta que vi volar por los aires a un chico con su bicicleta por el impacto del agua a presión; ni pensé que la carcasa del tubo de gases lacrimógenos produjera un impacto tal sobre el rostro hasta que lo comprobé en una de las jóvenes que me acompañaba; o que la grasa y el ácido de su composición, irritara tanto hasta cegarme; ni que los balines que vacían ojos inocentes eran mostrados como trofeos siniestros para no olvidar el dolor… Frente a ello, escudos de madera o plástico, la rabia contenida de la impotencia y la certeza de que había que estar allí, entre mujeres y hombres de todas las edades que mostraban su determinación de afrontar los riesgos contra su seguridad, con una fortaleza ejemplar. Evoqué allí en La Alameda a Pablo Milanés señalando los crímenes de la dictadura en su canción, «Yo pisaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentado…».
Sentí furia, sentí temor y, sobre todo, me emocioné pensando que a pesar de este alto precio, cientos y miles de personas salían a exigir garantías de un futuro mejor. El pueblo chileno es un ejemplo de coraje y dignidad para el mundo entero que despierta mi respeto y mi admiración. Tuve ocasión de hacer públicos los apuntes que reseño en estas líneas en Página 12, en otra carta abierta, esta vez dirigida al pueblo de Chile.
Pienso ahora en que así se escriben esas palabras que guardan tapias y vallas reales e imaginarias de la metrópoli. Mario Uribe, desde su perspectiva, señala con acierto que la lectura de esos muros abunda en significantes y fórmulas «que apuntan a acentuar la vertiente esperanzadora del movimiento en curso». Contrasta la esperanza «en conexión con la pulsión de vida, no con la pulsión de muerte que asimila la contestación con el crimen, como parece ser una constante en el discurso oficial que criminaliza la protesta social». Añade algo que me resulta entrañable y es la conexión de estos jóvenes que se han cansado de una situación que les niega el futuro, con el pasado que una vez superó la dictadura y lo centra «en el resurgimiento de los antiguos cánticos e íconos de la Unidad Popular, que vuelven a cobrar fuerza en una nueva generación de ciudadanos que solo los conoció por lecturas o relatos de sus padres o abuelos».
Para el autor, se trata de ese límite extremo de la tolerancia subjetiva «donde se juega la singularidad de cada sujeto que ha sido transgredido por la gula inexcusable de los mercaderes del templo, los cuales intentan hoy desesperadamente restituir el silencio de un pueblo que se demoró, pero despertó». Me gusta el ejemplo con que adorna esta afirmación, la inscripción sobre la base de la estatua del general Baquedano considerado un héroe nacional. «No era paz, era silencio», aseguraba la pintada, que las cuadrillas sanitarias, con la excusa de la pandemia, al día siguiente limpiaron; los grafitis y la pintura roja derramada sobre el afamado héroe nacional.
Otro objeto de análisis que me parece necesario relevante es la decisión del Gobierno de Piñera de eliminar la historia como disciplina obligatoria en los programas de la educación nacional. Dice Uribe: «comprendemos lo aberrante y estéril que significa esa tentativa de cortar la relación del sujeto con el pasado, para que no haya deuda ni residuos pendientes, pues el 'oasis' representa, por definición, el reino de la plusvalía. Su trámite se inscribe en la continuidad lógica del borrón y cuenta nueva que inspiró al régimen represivo de Pinochet». (…) «¿Cómo se puede construir una convivencia sana y pacífica sin la necesaria elaboración del duelo que merece la historia? La mejor manera de que la historia no sea nunca pasado es confinándola a la represión inconsciente. He ahí el gran error de la dictadura (de todas las dictaduras) de sus defensores y seguidores. Es que pretender la domesticación del inconsciente por bando militar –o por decreto de Estado– es una misión imposible. Porque la represión no funciona en la subjetividad bajo la forma del borrón y cuenta nueva. Nuestra psiquis no es un computador susceptible de ser formateado. La represión no logrará nunca ahogar el deseo…».
Es verdad, la memoria es recurrente y, mientras no se sane, siempre vuelve revestida con el brillo de lo prohibido, de lo censurado por más que se pretenda ahogarla. Los dictadores y sus émulos no comprenden que la memoria es esencialmente futuro, porque de ella depende la forma que se dé a este. Un pueblo al que se borra su memoria o al que se pretende prohibir su estudio es un pueblo debilitado y proclive a los abusos. El pueblo chileno, por el contrario, ha demostrado que no quiere perder su memoria y no lo consentirá por mucho que se empeñen ciertos gobernantes.
Diré que este libro que avanza siempre por la senda especializada de la psiquiatría ha conseguido que me detenga en diferentes capítulos que, desde mi formación de jurista, me llevan a interpretaciones insospechadas y enlaces con la realidad y el conocimiento del ser humano que me fascinan. Como esta propuesta: «Los manifestantes rechazan un modelo de sociedad heredado de la dictadura, cuya materialización concreta es una pseudodemocracia articulada en torno a la Constitución de Pinochet y la tutela de un régimen que se emparenta cada vez más –considerando el reciente reforzamiento de leyes represivas bajo el Estado de Excepción– a una dictadura neoliberal».
Me identifico singularmente con este párrafo: «en el debate que se agita hoy, el intelectual debe saber resistir y mantener la independencia de su libertad, su espíritu crítico, su conexión con la sociedad contra la tentación del aislamiento, en fin, su compromiso con la subjetividad de su época y con la creación». Una frase que es válida no solo para el pensador o para el artista, porque va más allá en su concepción siendo válida para cada oficio, para cada profesión. Creo que la capacidad de mantener el espíritu crítico y, en el caso de un juez, de ajustarse a lo que marca el Derecho, pero, a la vez, de «contaminarse» o mejor dicho «impregnarse» con lo que la sociedad siente: es la fórmula, el medio para no convertirse en un mero transcriptor de las leyes. No hay que tener miedo a sumergirse en la realidad y a que la realidad nos forje el conocimiento y moldee nuestras ideas. Sin temer al compromiso, como bien señala Uribe en este libro imprescindible.
Del mismo modo que coincido en su comentario en relación con la asistencia ciudadana al plebiscito constitucional finalmente aprobado con holgadísima mayoría, lo que reproduce el éxito de ese deseo colectivo. «Esta convicción y el rechazo masivo de estos ciudadanos a esas viejas prácticas políticas, que ya no los representan, deben servirnos de brújula para pensar en nuevas formas de relacionarnos con la política. Esto, en el bien entendido de que no es la política la que ha muerto, sino solo la vieja política. La política hoy está más viva que nunca…». Más aún: «… la participación ciudadana en el plebiscito del 25 de octubre, a pesar del desencantamiento democrático formateado por los años de capitalismo individualista y por los riesgos asociados a la pandemia del Coronavirus, es una muestra que ratifica esta afirmación, así como el hecho de que la participación directa de los ciudadanos es una modalidad a la cual suscribe la gran mayoría de ellos. Bien lo sabía la democracia griega de Pericles. La soberanía ha regresado de su exilio al lugar natural de donde nunca debió emigrar: es el retorno de lo reprimido».
Demos pues la bienvenida a este paciente y complejo regreso de la conciencia de Chile y una cálida y acogedora enhorabuena a la obra de Mario Uribe que arroja luz sobre los más íntimos ideales que alientan las personas y que nutren una conciencia común. Una conciencia capaz de levantarse con el argumento aparentemente cotidiano del incremento en la tarifa de un billete de metro, para dar rienda suelta a las inspiraciones, a las necesidades y a los sueños. Y a reconocer la dignidad del sujeto, que puede cambiar la historia cuando se rebela y sabe llenar de palabras las paredes de las calles.
Enero 2021
El libro está a la venta en «las mejores librerías del país»
o escribiendo a descontextoeditores@gmail.com
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