Sobre Incorruptos
(Montacerdos, 2016), de Carolina Melys
Seres
incorruptos, irrompibles en su
esencia de crisol, una fragilidad mayor significaría, acaso, la desaparición.
Seres que no se desvían del camino principal, del trazado único. El padre, la
hija, la niña, la madre, la abuela, la nieta, las amigas, la niña nueva, la
madre, el hombre, el niño insoportable, la mujer joven, el sepulturero, los
restos de un hombre supuestamente santo, incorrupto.
El paisaje es de ciudad, de pueblo, de instantánea, de una sucesión de
imágenes; como fragmentos de sentido que, al unirse, cobra un sentido mayor, no
total. Qué es lo total, después de todo. Incorruptos
toma el camino opuesto, implicado, inferido, inquietante.
Las historias que nos contamos
equivale(n) a una despedida, a un gesto de
memoria, un gasto emocional unívoco. Varios son los rasgos que responden a este
género: la historia conjunta de los últimos días que pasamos con el padre. Un
relato que semeja una carta (de despedida); aunque aun más íntima. Una carta
que purga en los sentidos, emociones y recuerdos.
Como breves
instantes de desarme total, Fragmentos de
una higiene doméstica, una televisión, una visita, información que se
escucha desde el pasillo, desde la pieza contigua, una reconstrucción, un
rompecabezas al que le faltan, ex profeso,
varias piezas. Un ejercicio que enhebra el hilo y la imagen final nos permite,
a su vez, recrear una versión propia de reestructuración.
Habremos
ido hacia el pasado conocido. Habremos imaginado/intuido alguna parte de la
historia que, por respeto hacia la
narración, dejaremos en aquel baúl semicerrado que representa la estructura del
relato; baúl desde el que asoma la punta de Uniformes,
brazos, piernas, despertares, acercamientos, amistades, lejanías. Adolescencia
en plenitud, cartas de amor, de declararse amor, de creer amor, de estancarse
amor, de no ser/no saber amor. Varias amigas. Una amiga nueva. Es distinta. Es
igual. Es distinta nuevamente. El retrato exacto de una etapa. Vemos a la
protagonista, como en los demás relatos, recluirse, dar un paso atrás para
otorgar protagonismo a la figura visitante, ajena o propia, por un brevísimo
momento.
Un
instante que queda incólume, colgado, al suceder el próximo relato: Como un rey. Un texto brutal, agresivo,
invisiblemente violento. Hay quizás, en el ánimo de entablar la relación de
tiempos, también una cierta agresividad velada. Finalmente, la narración se fragmenta,
se transforma en pedazos tan pequeños y “rápidamente” breves, que se hace
imposible continuar. Es una oportunidad inmejorable: la presencia de un niño de
condición distinta, un padre con un historial de muerte y tortura, la vecina
que se hace cargo, seguramente por necesidad económica, o miedo, o por ambas
razones. Y la pequeña niña que debe aceptar los insoportables juegos de un niño
ídem; hasta que, por fin, logra la ansiada libertad de poder comer galletas al
cruzar la calle. Un hecho tan abiertamente detestable, se enmarca acá dentro de
una situación familiar patética. No se intenta una justificación, ni un ánimo
de evidenciar algún tipo de empatía. Es, probablemente, un ánimo de
completación. “A esta escena le falta un cuadro”, y Melys completa ese cuadro
desde un ángulo imposible. Sin recurrir en ningún momento al argumento
emocional, el relato nos involucra (desde afuera, siempre desde afuera) en la
historia de aquel torturador que tiene que hacerse cargo de una situación
insoportable. Como cada noche, la televisión muestra escenas sordas, mientras
él toma un whisky tibio, solo uno, el niño ya está dormido y él se dedica a no
pensar en nada. No hay culpa. No hay remordimiento. No hay emociones. Solo hay
mecanicidad, repetición, frialdad y sumisión.
Hasta
que, finalmente, aparece (o desaparece aun más) un pueblo perdido, perdidísimo.
Un camino endiablado entre montaña y acantilado. Dos iglesias en la misma
plaza. Un santo. Una procesión. Un cementerio... Un viaje de despedida, e incorruptos, un padre y su hija, al
comienzo; una mujer joven y un sepulturero, al final. El ciclo se completa: en
la despedida inicial, en la incertidumbre final. La sequedad del pueblo redunda
en cada palabra lenta, escasa, forzada. En la imagen del hombre ya maduro picando
un viejo mausoleo. En la imagen de una mujer joven. En la aparición de restos
humanos que no representan más sorpresa que la comprobación de que los ciclos
tienen, efectivamente, un final. ¿El padre? El padre reaparece para desaparecer,
como el pueblo, como el relato.
Se
podría decir que el compromiso narrativo –personal- con que se abre el libro,
lo cierra. En los peldaños dos, tres y cuatro, se describe, desde lo epocal, la
transición vital, como país (tiempos en que los militares poblaban la pantalla),
como sociedad. Una narradora que se enfrenta al final de un ciclo, a la
nostalgia, a la tristeza, a una despedida. La niñez, la carga política, la
intuición de que algo pasa, pero no se sabe qué con exactitud; una realidad
paralela, soterrada. El despertar adolescente, los galanteos infantiles, las
fiestas, los bailes lentos, los comentarios infinitos durante clases, los
papelitos para comunicarse, dando cuenta, a su vez, de que este puente se
cruza, naturalmente, de manera silenciosa. El papel que va de mano en mano, la
televisión desde la otra pieza, las noticias que se escuchan al cerrar una
puerta de salida, un diálogo que es más bien monólogo... Y para culminar, en el
peldaño cinco, una narración marcada por la curiosidad, la investigación, el ánimo
de saber, de enterarse al fin.
Sabemos
que este viaje emocional que bien podría haber transcurrido desde y hacia cualquier
parte, es acá, hay militares, hay sombras que se escurren en la noche, hay
tortura, aniquilación, imposición, y, finalmente, de esto no se habla. Son momentos
de destello contenido, de miradas a través de espejos, de silencios e
inferencias. Nada se habla directamente. Ni a través de la narración. Ni a
través de los diálogos. Ni siquiera a través de las noticias de la televisión, que
muestran soldados, gente uniformada. Se oculta un secreto, siempre en el
secreto...
Hay
un ánimo crucial, de unir memoria, de unir la historia. Para esto se recurre al
montaje, al collage de imágenes, recuerdos, confesiones secas a la par de un
whisky tibio. Y como es presumible, este collage tiene intención de bordes
gruesos, de espacios triangulares, bifocales o deformes, en los que cada quien
completará su historia personal. Es, en este sentido, un vaso comunicante de
dos direcciones, de ida y venida, de entrada y salida, de inicio y fin, como
una palabra en quechua, como una carta que jamás se abrió, como un viaje que
comienza y finaliza en Andacollo.
Santiago,
marzo 2018
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