miércoles, marzo 17, 2021

«Se oculta un secreto, siempre en el secreto...», de Carlos Almonte





Sobre Incorruptos (Montacerdos, 2016), de Carolina Melys

Seres incorruptos, irrompibles en su esencia de crisol, una fragilidad mayor significaría, acaso, la desaparición. Seres que no se desvían del camino principal, del trazado único. El padre, la hija, la niña, la madre, la abuela, la nieta, las amigas, la niña nueva, la madre, el hombre, el niño insoportable, la mujer joven, el sepulturero, los restos de un hombre supuestamente santo, incorrupto. El paisaje es de ciudad, de pueblo, de instantánea, de una sucesión de imágenes; como fragmentos de sentido que, al unirse, cobra un sentido mayor, no total. Qué es lo total, después de todo. Incorruptos toma el camino opuesto, implicado, inferido, inquietante.

Las historias que nos contamos equivale(n) a una despedida, a un gesto de memoria, un gasto emocional unívoco. Varios son los rasgos que responden a este género: la historia conjunta de los últimos días que pasamos con el padre. Un relato que semeja una carta (de despedida); aunque aun más íntima. Una carta que purga en los sentidos, emociones y recuerdos.

Como breves instantes de desarme total, Fragmentos de una higiene doméstica, una televisión, una visita, información que se escucha desde el pasillo, desde la pieza contigua, una reconstrucción, un rompecabezas al que le faltan, ex profeso, varias piezas. Un ejercicio que enhebra el hilo y la imagen final nos permite, a su vez, recrear una versión propia de reestructuración.

Habremos ido hacia el pasado conocido. Habremos imaginado/intuido alguna parte de la historia que, por respeto hacia la narración, dejaremos en aquel baúl semicerrado que representa la estructura del relato; baúl desde el que asoma la punta de Uniformes, brazos, piernas, despertares, acercamientos, amistades, lejanías. Adolescencia en plenitud, cartas de amor, de declararse amor, de creer amor, de estancarse amor, de no ser/no saber amor. Varias amigas. Una amiga nueva. Es distinta. Es igual. Es distinta nuevamente. El retrato exacto de una etapa. Vemos a la protagonista, como en los demás relatos, recluirse, dar un paso atrás para otorgar protagonismo a la figura visitante, ajena o propia, por un brevísimo momento.

Un instante que queda incólume, colgado, al suceder el próximo relato: Como un rey. Un texto brutal, agresivo, invisiblemente violento. Hay quizás, en el ánimo de entablar la relación de tiempos, también una cierta agresividad velada. Finalmente, la narración se fragmenta, se transforma en pedazos tan pequeños y “rápidamente” breves, que se hace imposible continuar. Es una oportunidad inmejorable: la presencia de un niño de condición distinta, un padre con un historial de muerte y tortura, la vecina que se hace cargo, seguramente por necesidad económica, o miedo, o por ambas razones. Y la pequeña niña que debe aceptar los insoportables juegos de un niño ídem; hasta que, por fin, logra la ansiada libertad de poder comer galletas al cruzar la calle. Un hecho tan abiertamente detestable, se enmarca acá dentro de una situación familiar patética. No se intenta una justificación, ni un ánimo de evidenciar algún tipo de empatía. Es, probablemente, un ánimo de completación. “A esta escena le falta un cuadro”, y Melys completa ese cuadro desde un ángulo imposible. Sin recurrir en ningún momento al argumento emocional, el relato nos involucra (desde afuera, siempre desde afuera) en la historia de aquel torturador que tiene que hacerse cargo de una situación insoportable. Como cada noche, la televisión muestra escenas sordas, mientras él toma un whisky tibio, solo uno, el niño ya está dormido y él se dedica a no pensar en nada. No hay culpa. No hay remordimiento. No hay emociones. Solo hay mecanicidad, repetición, frialdad y sumisión.

Hasta que, finalmente, aparece (o desaparece aun más) un pueblo perdido, perdidísimo. Un camino endiablado entre montaña y acantilado. Dos iglesias en la misma plaza. Un santo. Una procesión. Un cementerio... Un viaje de despedida, e incorruptos, un padre y su hija, al comienzo; una mujer joven y un sepulturero, al final. El ciclo se completa: en la despedida inicial, en la incertidumbre final. La sequedad del pueblo redunda en cada palabra lenta, escasa, forzada. En la imagen del hombre ya maduro picando un viejo mausoleo. En la imagen de una mujer joven. En la aparición de restos humanos que no representan más sorpresa que la comprobación de que los ciclos tienen, efectivamente, un final. ¿El padre? El padre reaparece para desaparecer, como el pueblo, como el relato.

Se podría decir que el compromiso narrativo –personal- con que se abre el libro, lo cierra. En los peldaños dos, tres y cuatro, se describe, desde lo epocal, la transición vital, como país (tiempos en que los militares poblaban la pantalla), como sociedad. Una narradora que se enfrenta al final de un ciclo, a la nostalgia, a la tristeza, a una despedida. La niñez, la carga política, la intuición de que algo pasa, pero no se sabe qué con exactitud; una realidad paralela, soterrada. El despertar adolescente, los galanteos infantiles, las fiestas, los bailes lentos, los comentarios infinitos durante clases, los papelitos para comunicarse, dando cuenta, a su vez, de que este puente se cruza, naturalmente, de manera silenciosa. El papel que va de mano en mano, la televisión desde la otra pieza, las noticias que se escuchan al cerrar una puerta de salida, un diálogo que es más bien monólogo... Y para culminar, en el peldaño cinco, una narración marcada por la curiosidad, la investigación, el ánimo de saber, de enterarse al fin.

Sabemos que este viaje emocional que bien podría haber transcurrido desde y hacia cualquier parte, es acá, hay militares, hay sombras que se escurren en la noche, hay tortura, aniquilación, imposición, y, finalmente, de esto no se habla. Son momentos de destello contenido, de miradas a través de espejos, de silencios e inferencias. Nada se habla directamente. Ni a través de la narración. Ni a través de los diálogos. Ni siquiera a través de las noticias de la televisión, que muestran soldados, gente uniformada. Se oculta un secreto, siempre en el secreto...

Hay un ánimo crucial, de unir memoria, de unir la historia. Para esto se recurre al montaje, al collage de imágenes, recuerdos, confesiones secas a la par de un whisky tibio. Y como es presumible, este collage tiene intención de bordes gruesos, de espacios triangulares, bifocales o deformes, en los que cada quien completará su historia personal. Es, en este sentido, un vaso comunicante de dos direcciones, de ida y venida, de entrada y salida, de inicio y fin, como una palabra en quechua, como una carta que jamás se abrió, como un viaje que comienza y finaliza en Andacollo.



Santiago, marzo 2018











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