Y sobre todo mirar con inocencia.
Como si no pasara nada, lo cual es cierto.
Alejandra Pizarnik
Se sabía desnudo hasta la última hebra de paja, casi se diría
en los huesos, más aún, sin esqueleto, prácticamente invisible. ¿Cómo había
llegado a esa certeza? La noche le otorgaba esa lucidez dolorosa, lacerante, de
despojado; la noche lo transformaba en isla, le quitaba su orgullo diurno, lo
reducía a ser una sombra más en el contexto universal de sombras, contexto
cósmico en el que el silencio ocupaba todo el espacio disponible, mientras que,
a la luz del sol, el silencio apenas si se encerraba en su cuerpo, y no
humillaba. Ya desde el amanecer, aun antes de que de la tierra se levantara el
vaho azuloso y el rocío viniera a abrevarla, como si también ella hubiese
corrido sin parar al abrigo nocturno y estuviese desfalleciente de sed, él
podía empezar a no pensar más, exhausto, a no tener que traducir a palabras su
miedo —“todo lo que sé se me escapa con la palabra imposible, como si el pensar
fuera, justamente, el no existir”—, pues la palabra era un grillete que le
impedía vivir abierto, construyendo con la pura mirada cada minuto que tenía
por delante. Creyó que la vida podría vivirse inventándola día con día,
inventándose un rostro diferente, una voz nueva, un atuendo, para ubicarse en
el mundo y ubicar en él su miedo, su temor a la soledad, porque él, en
realidad, no sabía estar solo, aunque su destino fuera la soledad y para ella
hubiese sido creado, ahí, en el medio del campo, entre los trigales, y entonces
él se ejercitaba poco a poco, a intervalos cada vez más largos y regulares,
pero también, cada vez con mayor sobresalto y dificultad, resquebrajándose por
dentro, como una vasija de barro y no un hato de heno, mientras al exterior
lucía tan altivo con su sombrero de teja y su negra redingote, asombrando a los
niños e intimidando a los cuervos, huyéndosele cada vez más la posibilidad de
una presencia, de un gesto que la atrajera, un gesto que, por detrás de su
hosco aspecto, fuese tibio y tierno, un tender los brazos, no así, en rígida
línea recta, sino en semicírculo, para que se supiese que estaba llamando, y no
espantando, ahuyentando, incluso a las espigas coronadas. Pero al principio,
cuando salió todo reluciente de manos del campesino, y fue puesto ahí con la
misión de guardar las futuras cosechas, él se había prometido no ser como esas
aves que invocan a la soledad, para desplegar las alas y remontarse libres, y,
luego, en pleno vuelo, desear con ardor una presencia —quién sabe si
aterrorizadas por el inmenso vacío, por la desértica nada solitaria, por la tan
gris lontananza—, y descender otra vez, súbitas, en busca de un nido. Ni
tampoco quería vivir como los hombres, quejándose de lo que no tuvieron,
desperdiciando lo que tienen, y dejando pasar de lado lo que podrían alcanzar.
No. Él tenía claro su camino y clara su opción por la fantasía y la aventura
imaginaria: conocía tantas y tantas historias que le venían desde tiempo
inmemorial a través de las vidas de sus antepasados, cuyo destino fuera también
neto y preciso, que no habría más que dejar subir esas voces hasta su memoria
y, en voz baja, conversar con la eternidad. La soledad, siéndole su esencia, le
sería un asilo en el tiempo. Él no sabía que se encontraba asido a lo informe,
que el espacio a su alrededor se dilataba en el infinito, y se acurrucaba en sí
mismo para escuchar el rumor de las cosas, la voz de su crecimiento, para
internarse en un bosque de figuras que terminaron por serle pura nostalgia, por
hacerle sentir, no que andaba en un camino firme, sino que había estado
atrapándolo por la cola a cada recodo. ¿Dónde estaba la equivocación? ¿Cómo
reconocer el momento justo sin que se presentara inesperado, imprevisto? La voz
de las historias fue callando poco a poco, y no sabría decir ni cómo ni cuándo,
si había sido durante aquellas lluvias particularmente copiosas en que tuvieron
que cambiarle la paja a medio podrir, o durante la sequía en que casi se abrasó
de desesperada resequedad, muñeco inútil entre el rastrojo y los trillos y
yugos abandonados, o si fue en la quemazón, aquella noche de San Juan, con
tanta hoguera y tanta algarabía y la chispa amenazando con dejarle sin una
brizna. Algo, fuere lo que fuere, lo empezó a distraer de su atenta escucha y
de su atento mirar, y entonces le asaltaron los pensamientos, en especial al
caer de las tardes, cuando ya la mirada no podía abarcar en la distancia el
ajetreo del pueblo, agudizándose la ceguera al apagarse la última luz en las
casas. Estaba, sí, el diálogo con las estrellas y la posibilidad de soñar, pero
el temor de ser solo la sombra de un sueño soñado por alguien, como un eco que
le golpeara desde muy lejos y desde muy atrás, lo mantenía siempre en vigilia,
al acecho de sus propias voces que, una noche de luna, se retiraron, y al
parecer definitivamente. Había creído que lo cotidiano sería su escudo contra
la soledad de la que, no obstante, estaba hecha su alma, o como se les llamara
a los manojos de estopa que rellenaban su cabeza. Una soledad a ratos
implacable, y tan omnipresente que ya ni siquiera el vaivén de los sembradores
la alejaba, ni las rondas de doncellas, ni los pájaros porque ellos eran sus
testigos, cruel compañía que dejaba flotando en la atmósfera su alegría de
vivir, su embriaguez del instante. Y los astros se encontraban demasiado
arriba, ocupados en girar, en centellear, fríos, incapaces de responder a su
llamado de auxilio. Él habría deseado un calor humano, una canción, una risa de
niño, pero que no lo involucraran, que no le hicieran participar a él como si
también fuese un hombre, pues él tenía su tarea específica, y ya era suficiente
esfuerzo el trabajo de estar disponible para cumplirla. Pensó que había
envejecido, y que tal vez por eso ahora le era tan difícil estar solo, sin
saber ya, para colmo, tejer más aventuras para cada día, para sobrellevar el
peso de cada noche. Hasta que llegaron los gitanos con sus carricoches y
panderos. Andrajosos y llenos de leyendas, bullangueros, echadores de buena
suerte, tahúres, expertos en aojar y decir mentiras. Él quedó fascinado por sus
costumbres, la belleza de sus bailes y el ímpetu melancólico de sus cantos, sus
hablares y el misterio de sus historias, que le parecieron mucho más hermosas y
antiguas de lo que él pudo imaginar nunca. Y quisieron llevárselo con ellos
como a otro vagabundo, incorporarlo a su cortejo de ensueños y augurios. Era
una forma de recuperar la pasión y lo abierto, sí, pero también era una forma
de perderse para siempre, desarraigado… Esa noche la ventisca arreció
inclemente. En el pueblo no quisieron recibirlos ni darles para comer ni
venderles carbón. Esa noche el espantapájaros hizo lo imposible por durar
ardiendo hasta el amanecer.
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