Había una vez dos amigos que conocieron a un tercero. Como no existía nadie en el mundo por quien sintieran más afecto, se prometieron a vivir en un palacio, navegar en un barco y librar un combate en igualdad de condiciones. Tres meses después decidieron partir en busca de algo.
—¿Qué
buscaremos? —se preguntaron.
—Esposas
—dijo el segundo.
—Lo que no se puede encontrar —respondió el tercero.
Los tres acordaron que esta última era la mejor alternativa y partieron con buena disposición.
Pasado un tiempo, llegaron a una casa que celebraba los techos y negaba los suelos. En cuanto entraron por la puerta principal, tuvieron el tiempo justo para ponerse a salvo y evitar caer en un profundo pozo. Mientras se agarraban aterrorizados al rodapié, levantaron la mirada y vieron unos candelabros que, relucientes como espadas, colgaban y resplandecían, iluminando la enorme estancia por la que los invitados iban y venían a su antojo. La sala estaba dispuesta para la cena y sillas y mesas pendían de grandes cadenas. Había un arsenal de cuchillos y tenedores a disposición de los comensales por si alguno se les caía al abismo.
Con el sonido de una trompeta, los invitados empezaron a entrar en la sala por una trampilla abierta en el techo. Algunos llegaban suspendidos de cables, otros caminaban sobre cuerdas cimbreantes, como jóvenes. De este modo podían ocupar cada uno su lugar. Cuando estuvieron todos reunidos, la trompeta volvió a sonar y la comensal que ocupaba la cabecera de la mesa miró abajo y dijo a los tres amigos:
—¿Qué
buscan?
—Buscamos
lo que no puede encontrarse.
—No está aquí —les respondió—, pero tomen un poco de oro. —Y cada uno de los comensales arrojó al vacío un plato de oro macizo, un poco al estilo del dux de Venecia, que solía arrojar sus vajillas al canal para demostrar lo mucho que despreciaba los objetos terrenales.
Nuestros tres amigos no menospreciaban los objetos terrenales y cogieron tantos platos como pudieron. Cargados de tesoros, prosiguieron su camino, aunque ahora más despacio.
Por fin llegaron a Turquía, al harén de Mustafá CIXX, el Bendito. Y bendito era, en efecto, pues estaba tan rodeado de damas que solo se le veía el dedo índice. Lo dobló para indicar a los amigos que se adelantaran y preguntó con voz apagada:
—¿Qué
buscan?
—Lo que no
se puede encontrar.
—No está aquí —dijo con un espectral jadeo—, pero lleven algunas esposas.
Los amigos estaban encantados, aunque en vista del destino de Mustafá, no se llevaron demasiadas. Cada uno tomó seis y las obligaron a cargar con los platos de oro.
Sin una meta precisa en el curso de los años, los amigos continuaron su viaje, atravesaron continentes de historia y geografía, y acumularon sin proponérselo la suma del mundo, de modo que no les faltó nada de lo que se pudiera tener.
Por fin llegaron a una torre que se alzaba en medio del mar. Un hombre con el rostro de siglos y la voz del viento abrió un ventanuco y les gritó:
—¿Qué
buscan?
—Buscamos
lo que no se puede encontrar… encontrar… encontrar… —El viento dispersaba sus voces en el aire.
—Los ha encontrado —dijo el hombre.
Oyeron entonces a sus espaldas un ruido como el de una guadaña al cortar el agua, y al volverse vieron acercarse a ellos un barco fino como una cuchilla. La figura que remaba iba de pie, con un remo que no era tal. Vieron a continuación el destello de la curva del metal, primero un lado, después el otro. Vieron cómo el remero se quitaba la capucha. Vieron que los llamaba por señas y el mundo se inclinó. El mar se derramó sobre el vacío.
¿Quiénes
son esos, con peces y estrellas de mar en el cabello?
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