La tecnología como instrumento para mejorar el ser humano, no
solo física, sino emocional, mental y moralmente. Esta es la propuesta del
transhumanismo. Gracias a la ingeniería genética y al desarrollo de la
inteligencia artificial, los cambios que se avecinan son radicales. Pero,
¿podremos vivir para siempre? ¿Habrá ética en las máquinas que nos tutelen? ¿El
ser humano derivará en una nueva especie? ¿Podremos revertir, o al menos
detener, el proceso de degradación medioambiental del planeta? ¿La tecnología
avanzada acentuará la brecha entre ricos y pobres? Antonio Diéguez, catedrático
de Lógica y Filosofía de la Universidad de Málaga, y hasta hace poco presidente
de la Asociación Iberoamericana de la Filosofía de la Biología, acaba de
publicar Transhumanismo (Herder), un
análisis crítico de este movimiento que focaliza buena parte del debate
internacional.
¿Ya somos poshumanos, como
sostienen teóricos como Donna Haraway o Rosi Braidotti?
No somos poshumanos en ningún sentido realista que queramos
darle al término. No somos cíborgs asexuados que hayan asumido su
condición de tales ni hemos creado una nueva especie humana aislada
reproductivamente de la nuestra. En mi opinión, es muy improbable que existan
seres poshumanos en un futuro cercano y previsible. Pero si continuamos
destruyendo el planeta a este ritmo, ciertamente no los habrá nunca, porque no
dará tiempo a que puedan surgir. Solo en un sentido metafórico, y de
caracterización variable, algunos autores han defendido que la poshumanidad ya
está aquí, pero lo que querían subrayar con ello, como en el caso de Braidotti,
es que estamos ante un cambio de época en el que el humanismo moderno ha
entrado en crisis y está siendo sustituido por una nueva visión del ser humano
en la que este asume identidades múltiples y flexibles, y ya no es considerado
el centro del universo ni de la vida en la Tierra.
¿En qué momento un humano
se convierte en transhumano?
El transhumano es el ser humano mejorado física, cognitiva,
moral o emocionalmente por medio de la tecnología. En un sentido amplio, ya
tenemos a nuestro alrededor muchos seres transhumanos. Cualquier persona que
tome medicamentos que potencien su vigor físico o sexual, su capacidad de
atención o su memoria, o que tome antidepresivos, sería un ser humano
biomejorado, y en tal sentido, un transhumano. Pero esta forma de entender la
cuestión es excesivamente amplia y soslaya alguna de las cuestiones más
importantes suscitadas por el transhumanismo. Cuando los transhumanistas
piensan en un ser transhumano, lo que tienen en mente son personas dispuestas a
realizar transformaciones tecnológicas importantes en su cuerpo o en su cerebro
(cuando estas estén disponibles) que les acerquen a la condición final de
poshumano. Esto se producirá, según los transhumanistas, por dos vías
principales. Por un lado, el ser humano irá integrándose de forma más extensa y
profunda con la máquina, e incluso, como mantienen Raymond Kurzweil y otros
autores, podrá algún día volcar su mente en una computadora, y de este modo
evitará la muerte y potenciará su inteligencia en muchos órdenes de magnitud.
Por otro lado, la ingeniería genética, auxiliada por la biología sintética, irá
poniendo a nuestro alcance transformaciones sustanciales en nuestro genoma que,
una vez pasados ciertos límites, darán lugar, según nos anuncian, al poshumano,
un organismo descendiente de nuestra especie, pero con características
radicalmente nuevas, entre ellas un alargamiento indefinido de la vida que, a
efectos prácticos, podríamos considerar como lo más parecido a la inmortalidad.
Kurzweil propone la
integración con la máquina para sobrevivir; ¿devendrá así el ser humano en una
nueva especie?
Si la propuesta de Kurzweil fuera alguna vez realizable, cosa
que personalmente dudo mucho, la integración completa de nuestra mente en una
máquina haría improcedente la aplicación del concepto de especie biológica en
ese contexto, puesto que los seres humanos dejarían de ser organismos vivos
para convertirse en máquinas inteligentes. No sería, pues, una forma de
sobrevivir, sino de eludir la mortalidad dejando de pertenecer al tipo de seres
susceptibles de morir. En todo caso, podrían ser destruidos, pero no sería
apropiado entonces hablar de muerte, porque este es un término que se refiere
al cese de la vida, y allí ya no habría vida (a no ser que estemos dispuestos a
cambiar el significado de ese concepto). Pero, insisto, no apostaría mucho a
que algo así sea factible alguna vez.
De esta «inflación de
promesas» relativas a la biotecnología y el transhumanismo, ¿cómo saber cuáles
son una estafa y cuáles tienen visos de materializarse?
Es muy difícil saberlo, porque para hacer esa discriminación se
necesitan amplios conocimientos científicos y técnicos, y sobre todo, una
visión realista de las posibilidades actuales de la tecnología. Por eso, en mi
libro sobre el transhumanismo he intentado dar algunas pistas acerca de por
dónde es previsible que vayan las cosas en los próximos años, de modo que el
lector pueda forjar un juicio propio medianamente informado. Pero hay muchas
cuestiones que no he podido tratar por falta de espacio o de conocimientos, y
otras en las que quizás he podido emitir una opinión equivocada. Lo importante,
sin embargo, es saber que es necesario hacer un esfuerzo por separar el grano
de la paja, sobre todo por parte de las personas que, como los periodistas y
los divulgadores de la ciencia, tienen la posibilidad de influir en un público
amplio. Es imprescindible averiguar qué intereses económicos y profesionales
hay detrás de estas grandes promesas. No para descalificarlas eo ipso, sino para tener clara
consciencia de que deben ser contextualizadas, y algunas de ellas muy
posiblemente cuestionadas si se perciben debilidades en su base científica o se
detectan claros intereses privados en su promoción.
¿Por qué «el sujeto moderno
no es sostenible por más tiempo»?
Supongo que lo que algunas personas quieren decir con una frase
así es que los ideales filosóficos, sociales y políticos que han conformado lo
que los historiadores llaman ‘modernidad’ están ya caducos y han de ser
sustituidos por otros ideales, llamémosles ‘postmodernos’. En tal caso, yo me
siento mucho más cerca de Jürgen Habermas cuando afirma que la modernidad es un
proyecto aún no cumplido. No tenemos más que mirar a nuestro alrededor y
preguntarnos si los ideales de la Ilustración, los ideales de la democracia,
las libertades públicas, la igualdad, el uso desprejuiciado de la razón, etc.,
están tan extendidos por el mundo como para querer pasar página. Otra cosa es
que bajo la etiqueta de ‘ideales de la modernidad’ o de ‘sujeto moderno’ se
haya intentado a veces hacer pasar mercancías muy averiadas, como dicotomías o
jerarquías inaceptables de género, raciales o culturales. Esta mercancía
averiada debe ser retirada cuidadosamente, y en eso una parte del pensamiento
transhumanista está siendo de gran utilidad. Pero creo que hay que tener la
precaución de no tirar el bebé con el
agua del baño, como dicen los anglosajones. Por supuesto que lo que no
podrá sostenerse por mucho tiempo más es nuestro sistema actual de producción y
consumo. Una economía basada en un crecimiento constante y en un uso
despilfarrador de los recursos naturales no puede ser mantenida
indefinidamente, como dicta el mero sentido común. Pero no responsabilizaría al
«sujeto moderno» de este desaguisado. La modernidad tiene muchas caras que aún
no han sido exploradas.
Usted alude al ejemplo de
la ‘Posidonia oceánica’, que vive miles de años, pero ¿de veras es deseable
vivir para siempre?
Esa es una pregunta difícil de contestar. Hay una gran cantidad
de personas que buscan de algún modo la inmortalidad, aunque sea en ‘otra
vida’, y por eso muchas religiones ofrecen una ‘vida eterna’ en el más allá.
Otros, sin embargo, querrían solo vivir más en esta vida, pero no para siempre.
Este deseo me parece muy sensato. No me imagino cómo mi yo personal podría
mantenerse intacto durante miles de años, ni cómo podría darse sentido a una
vida de tal duración. Pero estoy casi seguro de que, por muchos días que viva,
no va a llegar el momento en que me diga a mí mismo: «Hoy sería un buen día
para morirme». Así que, si fuera posible retrasar alguna vez la muerte todo lo
que uno quisiera, manteniendo buena salud y un aspecto relativamente juvenil,
puede que nunca encontráramos el momento oportuno para morirnos, aun cuando
pensáramos que vivir para siempre es una pesadilla. La crítica más habitual a
esta pretensión de querer vivir de forma indefinida gracias a la tecnología es
que una vida así terminaría siendo tremendamente aburrida, porque al cabo de un
tiempo ya no habría auténticas novedades para nosotros que pudieran atraer
nuestro interés o que pudieran ilusionarnos. Pero como respondió un
transhumanista, más aburrida es la muerte.
Si en 2050 el hombre
consumirá los recursos de dos planetas como la Tierra, si ha esquilmado esta
casa, en el caso de vivir para siempre, terminaría arruinando ¿cuántos
planetas?
Si arruinamos este planeta no vamos a tener ninguna oportunidad
de arruinar otros. Para plantearse siquiera la posibilidad de viajar y
establecer colonias numerosas en otros planetas, tenemos que pensar en un
futuro muy, muy lejano, y para llegar a ese futuro el ser humano tendría que
haber conseguido de algún modo vivir en armonía con el planeta que nos ha visto
nacer y del que podemos decir que hay muchas probabilidades de que sea nuestra
verdadera casa para siempre. Ahora bien, si el ser humano consiguiera alguna
vez algo parecido a la inmortalidad, digamos una vida de varios centenares o
miles de años, y no conseguimos colonizar otros planetas, está muy claro que
debería quedar reducido casi a cero el número de nacimientos. Algo poco
gratificante. Se acabó desde luego la alegría de tener, cuidar y educar a un
hijo.
Algunos avances que
proporcionan una mayor comodidad de vida suponen una intromisión/invasión casi
absoluta en nuestra privacidad. Se sabrá cuánta agua consumimos al ducharnos,
qué canales de televisión miramos, cuánto tiempo, a qué hora llegamos a casa,
cuánto hablamos por teléfono y con quien, a qué temperatura tenemos nuestro
hogar... ¿Cómo se compaginarán los derechos con los avances tecnológicos?
De forma cada vez más complicada y problemática. Hoy mismo, con
el uso de internet y de las redes sociales, estamos poniendo en manos de
compañías privadas mucha información personal, y no tenemos ya ningún control
sobre ella. No sabemos qué están haciendo con nuestra información. Y estamos
solo en los comienzos. Imagine cuando cualquier paciente tenga realizado un
análisis de su genoma y esa información pueda llegar a las compañías de
seguros. La publicidad nos llega ya personalizada. Si buscamos en internet un
hotel para viajar a una ciudad determinada, luego entramos en Facebook y
recibimos allí publicidad de hoteles en dicha ciudad. Hay ‘robots aspiradoras’
que guardan en su memoria un plano de nuestra casa y pueden transmitirlo a la
compañía que los fabricó. La pérdida de buena parte de nuestra privacidad es ya
un hecho consumado. Pero parece que estamos dispuestos a pagarlo a cambio de
todo lo que nos ofrece internet. No es sorprendente que usar el buscador de Google
o mandar mensajes con Messenger o Whatsapp sea gratis. El negocio para estas
compañías está, en buena medida, en el uso de la información que les
proporcionamos usando gratis sus productos.
A este respecto, pensemos
en un futuro cada vez más tecnológico, transhumano. Alguien va en un auto con su
hijo de pocos meses. El auto conduce ‘solo’. De pronto, se cruza un lince en la
carretera, y el auto tendrá que decidir en cuestión de nanosegundos si trata de
esquivar el animal poniendo en riesgo nuestra vida o si decide atropellarlo.
Esta decisión, y otras del mismo cariz, supongo que estarán programadas para
ser tomadas en función de cuestiones económicas. ¿Qué papel cumplirá la ética
en el transhumanismo?
Ese ejemplo no pertenece al futuro, sino a nuestro presente. Es
un problema que se plantean seriamente los ingenieros que trabajan en
Inteligencia Artificial para programar vehículos autónomos. La cuestión tiene
mala solución porque nadie querrá comprar un vehículo que no salve su vida y la
de su familia a toda costa, aunque sea causando un accidente que acabe con la
vida de otras personas (no digamos ya de un animal, por muy en peligro de
extinción que esté). Pero si esto se convierte en la norma, tendríamos las
carreteras llenas de coches potencialmente asesinos con tal de salvar a sus
ocupantes. Si fuéramos capaces de introducir en las máquinas la capacidad de
reflexión ética, la decisión tomada por el auto estaría más abierta (y supongo
que los problemas entonces serían para su programador, al que los familiares de
las víctimas podrían pedírsele responsabilidades). Por el momento, nadie sabe
cómo podrían las máquinas internalizar nuestros valores morales y tomar
decisiones ajustadas a ellos en contextos muy diferentes y cambiantes. Hay
autores, como Nick Bostrom, que se muestran muy pesimistas al respecto y
piensan que las máquinas no desarrollarán jamás un comportamiento moral que encaje
con los valores humanos. Pero yendo a la parte final de su pregunta, si la
popularidad que está alcanzando el transhumanismo en los medios de comunicación
tiene algún efecto positivo, es precisamente el poner de relieve que los
rápidos avances en biotecnologías, robótica, Inteligencia Artificial,
neurociencias, tecnologías de la información, etc., nos van a situar en poco
tiempo –nos están situando ya– ante difíciles problemas éticos y sociales sobre
los que tendremos que pensar con detenimiento si queremos tener respuestas
mínimamente adecuadas.
En una sociedad altamente
tecnificada, donde apenas se necesiten trabajadores (todos los ensayos redundan
en esta idea), ¿qué se hará con el ‘excedente humano’, que será casi todo?
Según los más optimistas, las máquinas inteligentes, los
robots, harán el trabajo por nosotros y solo deberemos organizar la sociedad
para repartir equitativamente la riqueza. Todos viviríamos como potentados
ociosos. Según los más pesimistas, tendremos ejércitos de desempleados, mantenidos
por el Estado en condiciones de mera supervivencia, e incapaces de hacer nada
valioso con su vida, más allá de consumirla en una realidad virtual
proporcionada por las máquinas. Quizás lo más verosímil sea una situación
intermedia. Se perderán muchos puestos de trabajo con los nuevos avances
tecnológicos, y muchas personas quedarán sin empleo y no tendrán fácil reincorporación
en el mercado laboral, pero también se crearán nuevos empleos cualificados,
como ha sucedido en ocasiones anteriores, y se mantendrán –esta vez
revalorizados– empleos en los que las máquinas no ofrecen una buena sustitución
del ser humano, como muchos que se basan en un trato personalizado y empático.
Cuando las máquinas
alcancen tal grado de perfección, ¿nos necesitarán?
A no ser que seamos capaces de crear máquinas superinteligentes
y con voluntad autónoma, cosa que algunos especialistas ponen en duda que
podamos conseguir alguna vez, las máquinas seguirán dependiendo de nosotros,
aunque sea de una forma cada vez más indirecta y sofisticada. Los objetivos de
su funcionamiento seguirán siendo objetivos humanos. Por el contrario, si
pudiéramos en el futuro crear tales máquinas superinteligentes y autónomas,
capaces de marcarse fines a sí mismas y de obrar en consecuencia, no parece que
ello vaya a significar nada bueno para los seres humanos. Haríamos bien en
evitarlo, porque en tal caso, como señalaba hace años el ingeniero del MIT
Edward Fredkin, es muy posible que tuviéramos suerte si nos conservaran como
mascotas.
De nuevo Kurzweil habla de
que en 2045 todo quedará bajo el control de las máquinas superinteligentes,
incluyendo recursos materiales y energéticos. ¿En función de qué actuarán las
máquinas?
Se supone que, a partir de ese momento, que Kurzweil
llama ‘la singularidad’, las máquinas actuarían únicamente en
función de sus propios intereses. Pero, como ya sugerí antes, las ideas de
Kurzweil se basan en supuestos muy cuestionables desde un punto de vista
científico (y filosófico, todo sea dicho).
Ya hay lugares de Japón en
los que a los ancianos los atienden robots. ¿Es ese el futuro que queremos?
Mejor ese que el de la soledad y el abandono. Lo ideal es
envejecer acompañado de los seres queridos, pero no parece que nuestra sociedad
y nuestro sistema económico favorezcan esa posibilidad. Solo los ricos, con
casas grandes y recursos suficientes para pagar personal especializado, pueden
proporcionar esa vida a sus mayores (o los muy pobres, que sobreviven con sus
pensiones). Ya no se vive en grandes caseríos o cortijos en los que convivían
varias generaciones y los jóvenes cuidaban de los ancianos. Las alternativas
que les esperan ahora mismo a nuestros ancianos son la soledad, las residencias
o las comunidades de personas mayores al estilo de los países nórdicos. Esta
última alternativa parece la más deseable porque permite la compañía mutua,
facilita los cuidados médicos o asistenciales y otorga una gran libertad a los
comuneros. Pero si esa alternativa no está disponible cuando yo llegue a mi
vejez, preferiría tener un robot en casa que me cuidara a tener que internarme
en una residencia.
¿Por qué es deseable acabar
con la imperfección?
Esa es una pregunta muy interesante y decisiva a la hora de
formar un juicio sobre la deseabilidad de los fines del transhumanismo.
Parecería que las imperfecciones deben ser eliminadas por el mismo hecho de que
son imperfecciones y, por tanto, son causa de mal funcionamiento y de sufrimiento.
No querer acabar con las imperfecciones parece un oxímoron. Sin embargo, hay
quienes han subrayado que nuestra vulnerabilidad, nuestra dependencia de otros,
nuestras imperfecciones, en suma, son parte constitutiva de nuestra condición
humana y que, por tanto, querer acabar con ellas es tanto como buscar diluir
dicha condición para convertirnos en otra cosa que quizás, desde algún punto de
vista, pueda considerarse mejor, pero no está claro si ese punto de vista
debería ser el nuestro.
Si llega un momento en el
que todos seamos bondadosos, justos, ecuánimes (gracias a los avances
biotecnológicos), todos dejaremos de serlo.
Ese momento no va a llegar. No deberíamos preocuparnos por sus
efectos.
El azar, ¿siempre quedará
al margen de cualquier tecnología?
Es imposible el control completo. Heidegger se equivocaba
cuando consideraba que lo terrible de la tecnología era que todo funcionaba. No
todo funciona siempre ni como estaba previsto. En cualquier circunstancia hay
factores que no han podido ser tenidos en cuenta y que pueden provocar efectos
enormes, incluso catastróficos, sin que podamos hacer nada al respecto. La
tecnología no es ciertamente un sistema caótico, pero, como todo sistema
imbricado en la sociedad, está sujeto en muchas ocasiones a circunstancias
imprevistas y de efectos imposibles de medir con antelación, o siquiera de
prevenir de forma suficiente. Nadie pudo prever cuando se fabricaron los
primeros autos que iban a ser una pieza central en el cambio climático que
ahora comenzamos a padecer.
¿Causará más exclusión el
transhumanismo?
Obviamente. No todos podrán acceder, debido a sus costos, a
estas supuestas mejoras tecnológicas en igualdad de condiciones. Lo terrible es
que las personas excluidas quedarán entonces separadas de los privilegiados no
solo por sus condiciones económicas, sino por sus genes. Los ricos serán
genéticamente diferentes de los pobres. Las clases sociales se convertirán en
clases biológicas. No se me ocurre una distopía más ominosa.
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