domingo, diciembre 27, 2020

«En un futuro, las clases sociales se convertirán en clases biológicas». Entrevista a Antonio Diéguez, de Esther Peñas





La tecnología como instrumento para mejorar el ser humano, no solo física, sino emocional, mental y moralmente. Esta es la propuesta del transhumanismo. Gracias a la ingeniería genética y al desarrollo de la inteligencia artificial, los cambios que se avecinan son radicales. Pero, ¿podremos vivir para siempre? ¿Habrá ética en las máquinas que nos tutelen? ¿El ser humano derivará en una nueva especie? ¿Podremos revertir, o al menos detener, el proceso de degradación medioambiental del planeta? ¿La tecnología avanzada acentuará la brecha entre ricos y pobres? Antonio Diéguez, catedrático de Lógica y Filosofía de la Universidad de Málaga, y hasta hace poco presidente de la Asociación Iberoamericana de la Filosofía de la Biología, acaba de publicar Transhumanismo (Herder), un análisis crítico de este movimiento que focaliza buena parte del debate internacional.

 

¿Ya somos poshumanos, como sostienen teóricos como Donna Haraway o Rosi Braidotti?

No somos poshumanos en ningún sentido realista que queramos darle al término. No somos cíborgs asexuados que hayan asumido su condición de tales ni hemos creado una nueva especie humana aislada reproductivamente de la nuestra. En mi opinión, es muy improbable que existan seres poshumanos en un futuro cercano y previsible. Pero si continuamos destruyendo el planeta a este ritmo, ciertamente no los habrá nunca, porque no dará tiempo a que puedan surgir. Solo en un sentido metafórico, y de caracterización variable, algunos autores han defendido que la poshumanidad ya está aquí, pero lo que querían subrayar con ello, como en el caso de Braidotti, es que estamos ante un cambio de época en el que el humanismo moderno ha entrado en crisis y está siendo sustituido por una nueva visión del ser humano en la que este asume identidades múltiples y flexibles, y ya no es considerado el centro del universo ni de la vida en la Tierra.

 

¿En qué momento un humano se convierte en transhumano?

El transhumano es el ser humano mejorado física, cognitiva, moral o emocionalmente por medio de la tecnología. En un sentido amplio, ya tenemos a nuestro alrededor muchos seres transhumanos. Cualquier persona que tome medicamentos que potencien su vigor físico o sexual, su capacidad de atención o su memoria, o que tome antidepresivos, sería un ser humano biomejorado, y en tal sentido, un transhumano. Pero esta forma de entender la cuestión es excesivamente amplia y soslaya alguna de las cuestiones más importantes suscitadas por el transhumanismo. Cuando los transhumanistas piensan en un ser transhumano, lo que tienen en mente son personas dispuestas a realizar transformaciones tecnológicas importantes en su cuerpo o en su cerebro (cuando estas estén disponibles) que les acerquen a la condición final de poshumano. Esto se producirá, según los transhumanistas, por dos vías principales. Por un lado, el ser humano irá integrándose de forma más extensa y profunda con la máquina, e incluso, como mantienen Raymond Kurzweil y otros autores, podrá algún día volcar su mente en una computadora, y de este modo evitará la muerte y potenciará su inteligencia en muchos órdenes de magnitud. Por otro lado, la ingeniería genética, auxiliada por la biología sintética, irá poniendo a nuestro alcance transformaciones sustanciales en nuestro genoma que, una vez pasados ciertos límites, darán lugar, según nos anuncian, al poshumano, un organismo descendiente de nuestra especie, pero con características radicalmente nuevas, entre ellas un alargamiento indefinido de la vida que, a efectos prácticos, podríamos considerar como lo más parecido a la inmortalidad.

 

Kurzweil propone la integración con la máquina para sobrevivir; ¿devendrá así el ser humano en una nueva especie?

Si la propuesta de Kurzweil fuera alguna vez realizable, cosa que personalmente dudo mucho, la integración completa de nuestra mente en una máquina haría improcedente la aplicación del concepto de especie biológica en ese contexto, puesto que los seres humanos dejarían de ser organismos vivos para convertirse en máquinas inteligentes. No sería, pues, una forma de sobrevivir, sino de eludir la mortalidad dejando de pertenecer al tipo de seres susceptibles de morir. En todo caso, podrían ser destruidos, pero no sería apropiado entonces hablar de muerte, porque este es un término que se refiere al cese de la vida, y allí ya no habría vida (a no ser que estemos dispuestos a cambiar el significado de ese concepto). Pero, insisto, no apostaría mucho a que algo así sea factible alguna vez.

 

De esta «inflación de promesas» relativas a la biotecnología y el transhumanismo, ¿cómo saber cuáles son una estafa y cuáles tienen visos de materializarse?

Es muy difícil saberlo, porque para hacer esa discriminación se necesitan amplios conocimientos científicos y técnicos, y sobre todo, una visión realista de las posibilidades actuales de la tecnología. Por eso, en mi libro sobre el transhumanismo he intentado dar algunas pistas acerca de por dónde es previsible que vayan las cosas en los próximos años, de modo que el lector pueda forjar un juicio propio medianamente informado. Pero hay muchas cuestiones que no he podido tratar por falta de espacio o de conocimientos, y otras en las que quizás he podido emitir una opinión equivocada. Lo importante, sin embargo, es saber que es necesario hacer un esfuerzo por separar el grano de la paja, sobre todo por parte de las personas que, como los periodistas y los divulgadores de la ciencia, tienen la posibilidad de influir en un público amplio. Es imprescindible averiguar qué intereses económicos y profesionales hay detrás de estas grandes promesas. No para descalificarlas eo ipso, sino para tener clara consciencia de que deben ser contextualizadas, y algunas de ellas muy posiblemente cuestionadas si se perciben debilidades en su base científica o se detectan claros intereses privados en su promoción.

 

¿Por qué «el sujeto moderno no es sostenible por más tiempo»?

Supongo que lo que algunas personas quieren decir con una frase así es que los ideales filosóficos, sociales y políticos que han conformado lo que los historiadores llaman ‘modernidad’ están ya caducos y han de ser sustituidos por otros ideales, llamémosles ‘postmodernos’. En tal caso, yo me siento mucho más cerca de Jürgen Habermas cuando afirma que la modernidad es un proyecto aún no cumplido. No tenemos más que mirar a nuestro alrededor y preguntarnos si los ideales de la Ilustración, los ideales de la democracia, las libertades públicas, la igualdad, el uso desprejuiciado de la razón, etc., están tan extendidos por el mundo como para querer pasar página. Otra cosa es que bajo la etiqueta de ‘ideales de la modernidad’ o de ‘sujeto moderno’ se haya intentado a veces hacer pasar mercancías muy averiadas, como dicotomías o jerarquías inaceptables de género, raciales o culturales. Esta mercancía averiada debe ser retirada cuidadosamente, y en eso una parte del pensamiento transhumanista está siendo de gran utilidad. Pero creo que hay que tener la precaución de no tirar el bebé con el agua del baño, como dicen los anglosajones. Por supuesto que lo que no podrá sostenerse por mucho tiempo más es nuestro sistema actual de producción y consumo. Una economía basada en un crecimiento constante y en un uso despilfarrador de los recursos naturales no puede ser mantenida indefinidamente, como dicta el mero sentido común. Pero no responsabilizaría al «sujeto moderno» de este desaguisado. La modernidad tiene muchas caras que aún no han sido exploradas.

 

Usted alude al ejemplo de la ‘Posidonia oceánica’, que vive miles de años, pero ¿de veras es deseable vivir para siempre?

Esa es una pregunta difícil de contestar. Hay una gran cantidad de personas que buscan de algún modo la inmortalidad, aunque sea en ‘otra vida’, y por eso muchas religiones ofrecen una ‘vida eterna’ en el más allá. Otros, sin embargo, querrían solo vivir más en esta vida, pero no para siempre. Este deseo me parece muy sensato. No me imagino cómo mi yo personal podría mantenerse intacto durante miles de años, ni cómo podría darse sentido a una vida de tal duración. Pero estoy casi seguro de que, por muchos días que viva, no va a llegar el momento en que me diga a mí mismo: «Hoy sería un buen día para morirme». Así que, si fuera posible retrasar alguna vez la muerte todo lo que uno quisiera, manteniendo buena salud y un aspecto relativamente juvenil, puede que nunca encontráramos el momento oportuno para morirnos, aun cuando pensáramos que vivir para siempre es una pesadilla. La crítica más habitual a esta pretensión de querer vivir de forma indefinida gracias a la tecnología es que una vida así terminaría siendo tremendamente aburrida, porque al cabo de un tiempo ya no habría auténticas novedades para nosotros que pudieran atraer nuestro interés o que pudieran ilusionarnos. Pero como respondió un transhumanista, más aburrida es la muerte.

 

Si en 2050 el hombre consumirá los recursos de dos planetas como la Tierra, si ha esquilmado esta casa, en el caso de vivir para siempre, terminaría arruinando ¿cuántos planetas?

Si arruinamos este planeta no vamos a tener ninguna oportunidad de arruinar otros. Para plantearse siquiera la posibilidad de viajar y establecer colonias numerosas en otros planetas, tenemos que pensar en un futuro muy, muy lejano, y para llegar a ese futuro el ser humano tendría que haber conseguido de algún modo vivir en armonía con el planeta que nos ha visto nacer y del que podemos decir que hay muchas probabilidades de que sea nuestra verdadera casa para siempre. Ahora bien, si el ser humano consiguiera alguna vez algo parecido a la inmortalidad, digamos una vida de varios centenares o miles de años, y no conseguimos colonizar otros planetas, está muy claro que debería quedar reducido casi a cero el número de nacimientos. Algo poco gratificante. Se acabó desde luego la alegría de tener, cuidar y educar a un hijo.

 

Algunos avances que proporcionan una mayor comodidad de vida suponen una intromisión/invasión casi absoluta en nuestra privacidad. Se sabrá cuánta agua consumimos al ducharnos, qué canales de televisión miramos, cuánto tiempo, a qué hora llegamos a casa, cuánto hablamos por teléfono y con quien, a qué temperatura tenemos nuestro hogar... ¿Cómo se compaginarán los derechos con los avances tecnológicos?

De forma cada vez más complicada y problemática. Hoy mismo, con el uso de internet y de las redes sociales, estamos poniendo en manos de compañías privadas mucha información personal, y no tenemos ya ningún control sobre ella. No sabemos qué están haciendo con nuestra información. Y estamos solo en los comienzos. Imagine cuando cualquier paciente tenga realizado un análisis de su genoma y esa información pueda llegar a las compañías de seguros. La publicidad nos llega ya personalizada. Si buscamos en internet un hotel para viajar a una ciudad determinada, luego entramos en Facebook y recibimos allí publicidad de hoteles en dicha ciudad. Hay ‘robots aspiradoras’ que guardan en su memoria un plano de nuestra casa y pueden transmitirlo a la compañía que los fabricó. La pérdida de buena parte de nuestra privacidad es ya un hecho consumado. Pero parece que estamos dispuestos a pagarlo a cambio de todo lo que nos ofrece internet. No es sorprendente que usar el buscador de Google o mandar mensajes con Messenger o Whatsapp sea gratis. El negocio para estas compañías está, en buena medida, en el uso de la información que les proporcionamos usando gratis sus productos.

 

A este respecto, pensemos en un futuro cada vez más tecnológico, transhumano. Alguien va en un auto con su hijo de pocos meses. El auto conduce ‘solo’. De pronto, se cruza un lince en la carretera, y el auto tendrá que decidir en cuestión de nanosegundos si trata de esquivar el animal poniendo en riesgo nuestra vida o si decide atropellarlo. Esta decisión, y otras del mismo cariz, supongo que estarán programadas para ser tomadas en función de cuestiones económicas. ¿Qué papel cumplirá la ética en el transhumanismo?

Ese ejemplo no pertenece al futuro, sino a nuestro presente. Es un problema que se plantean seriamente los ingenieros que trabajan en Inteligencia Artificial para programar vehículos autónomos. La cuestión tiene mala solución porque nadie querrá comprar un vehículo que no salve su vida y la de su familia a toda costa, aunque sea causando un accidente que acabe con la vida de otras personas (no digamos ya de un animal, por muy en peligro de extinción que esté). Pero si esto se convierte en la norma, tendríamos las carreteras llenas de coches potencialmente asesinos con tal de salvar a sus ocupantes. Si fuéramos capaces de introducir en las máquinas la capacidad de reflexión ética, la decisión tomada por el auto estaría más abierta (y supongo que los problemas entonces serían para su programador, al que los familiares de las víctimas podrían pedírsele responsabilidades). Por el momento, nadie sabe cómo podrían las máquinas internalizar nuestros valores morales y tomar decisiones ajustadas a ellos en contextos muy diferentes y cambiantes. Hay autores, como Nick Bostrom, que se muestran muy pesimistas al respecto y piensan que las máquinas no desarrollarán jamás un comportamiento moral que encaje con los valores humanos. Pero yendo a la parte final de su pregunta, si la popularidad que está alcanzando el transhumanismo en los medios de comunicación tiene algún efecto positivo, es precisamente el poner de relieve que los rápidos avances en biotecnologías, robótica, Inteligencia Artificial, neurociencias, tecnologías de la información, etc., nos van a situar en poco tiempo –nos están situando ya– ante difíciles problemas éticos y sociales sobre los que tendremos que pensar con detenimiento si queremos tener respuestas mínimamente adecuadas.

 

En una sociedad altamente tecnificada, donde apenas se necesiten trabajadores (todos los ensayos redundan en esta idea), ¿qué se hará con el ‘excedente humano’, que será casi todo?

Según los más optimistas, las máquinas inteligentes, los robots, harán el trabajo por nosotros y solo deberemos organizar la sociedad para repartir equitativamente la riqueza. Todos viviríamos como potentados ociosos. Según los más pesimistas, tendremos ejércitos de desempleados, mantenidos por el Estado en condiciones de mera supervivencia, e incapaces de hacer nada valioso con su vida, más allá de consumirla en una realidad virtual proporcionada por las máquinas. Quizás lo más verosímil sea una situación intermedia. Se perderán muchos puestos de trabajo con los nuevos avances tecnológicos, y muchas personas quedarán sin empleo y no tendrán fácil reincorporación en el mercado laboral, pero también se crearán nuevos empleos cualificados, como ha sucedido en ocasiones anteriores, y se mantendrán –esta vez revalorizados– empleos en los que las máquinas no ofrecen una buena sustitución del ser humano, como muchos que se basan en un trato personalizado y empático.

 

Cuando las máquinas alcancen tal grado de perfección, ¿nos necesitarán?

A no ser que seamos capaces de crear máquinas superinteligentes y con voluntad autónoma, cosa que algunos especialistas ponen en duda que podamos conseguir alguna vez, las máquinas seguirán dependiendo de nosotros, aunque sea de una forma cada vez más indirecta y sofisticada. Los objetivos de su funcionamiento seguirán siendo objetivos humanos. Por el contrario, si pudiéramos en el futuro crear tales máquinas superinteligentes y autónomas, capaces de marcarse fines a sí mismas y de obrar en consecuencia, no parece que ello vaya a significar nada bueno para los seres humanos. Haríamos bien en evitarlo, porque en tal caso, como señalaba hace años el ingeniero del MIT Edward Fredkin, es muy posible que tuviéramos suerte si nos conservaran como mascotas.

 

De nuevo Kurzweil habla de que en 2045 todo quedará bajo el control de las máquinas superinteligentes, incluyendo recursos materiales y energéticos. ¿En función de qué actuarán las máquinas?

Se supone que, a partir de ese momento, que Kurzweil llama ‘la singularidad’, las máquinas actuarían únicamente en función de sus propios intereses. Pero, como ya sugerí antes, las ideas de Kurzweil se basan en supuestos muy cuestionables desde un punto de vista científico (y filosófico, todo sea dicho).

 

Ya hay lugares de Japón en los que a los ancianos los atienden robots. ¿Es ese el futuro que queremos?

Mejor ese que el de la soledad y el abandono. Lo ideal es envejecer acompañado de los seres queridos, pero no parece que nuestra sociedad y nuestro sistema económico favorezcan esa posibilidad. Solo los ricos, con casas grandes y recursos suficientes para pagar personal especializado, pueden proporcionar esa vida a sus mayores (o los muy pobres, que sobreviven con sus pensiones). Ya no se vive en grandes caseríos o cortijos en los que convivían varias generaciones y los jóvenes cuidaban de los ancianos. Las alternativas que les esperan ahora mismo a nuestros ancianos son la soledad, las residencias o las comunidades de personas mayores al estilo de los países nórdicos. Esta última alternativa parece la más deseable porque permite la compañía mutua, facilita los cuidados médicos o asistenciales y otorga una gran libertad a los comuneros. Pero si esa alternativa no está disponible cuando yo llegue a mi vejez, preferiría tener un robot en casa que me cuidara a tener que internarme en una residencia.

 

¿Por qué es deseable acabar con la imperfección?

Esa es una pregunta muy interesante y decisiva a la hora de formar un juicio sobre la deseabilidad de los fines del transhumanismo. Parecería que las imperfecciones deben ser eliminadas por el mismo hecho de que son imperfecciones y, por tanto, son causa de mal funcionamiento y de sufrimiento. No querer acabar con las imperfecciones parece un oxímoron. Sin embargo, hay quienes han subrayado que nuestra vulnerabilidad, nuestra dependencia de otros, nuestras imperfecciones, en suma, son parte constitutiva de nuestra condición humana y que, por tanto, querer acabar con ellas es tanto como buscar diluir dicha condición para convertirnos en otra cosa que quizás, desde algún punto de vista, pueda considerarse mejor, pero no está claro si ese punto de vista debería ser el nuestro.

 

Si llega un momento en el que todos seamos bondadosos, justos, ecuánimes (gracias a los avances biotecnológicos), todos dejaremos de serlo.

Ese momento no va a llegar. No deberíamos preocuparnos por sus efectos.

 

El azar, ¿siempre quedará al margen de cualquier tecnología?

Es imposible el control completo. Heidegger se equivocaba cuando consideraba que lo terrible de la tecnología era que todo funcionaba. No todo funciona siempre ni como estaba previsto. En cualquier circunstancia hay factores que no han podido ser tenidos en cuenta y que pueden provocar efectos enormes, incluso catastróficos, sin que podamos hacer nada al respecto. La tecnología no es ciertamente un sistema caótico, pero, como todo sistema imbricado en la sociedad, está sujeto en muchas ocasiones a circunstancias imprevistas y de efectos imposibles de medir con antelación, o siquiera de prevenir de forma suficiente. Nadie pudo prever cuando se fabricaron los primeros autos que iban a ser una pieza central en el cambio climático que ahora comenzamos a padecer.


¿Causará más exclusión el transhumanismo?

Obviamente. No todos podrán acceder, debido a sus costos, a estas supuestas mejoras tecnológicas en igualdad de condiciones. Lo terrible es que las personas excluidas quedarán entonces separadas de los privilegiados no solo por sus condiciones económicas, sino por sus genes. Los ricos serán genéticamente diferentes de los pobres. Las clases sociales se convertirán en clases biológicas. No se me ocurre una distopía más ominosa.

 

 

en Ethic, 13 de noviembre de 2017











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