En el barracón del arriero Naúmov jugaban a las cartas. Los
vigilantes de guardia nunca se asomaban al barracón de los arrieros, pues
suponían con razón que su primer deber era controlar a los condenados por el
artículo 58.[1] Y es que, por lo general, los caballos no se confiaban a los
contrarrevolucionarios. Es verdad que los superiores que controlaban en la
práctica el trabajo murmuraban por lo bajo que así se les privaba de los
mejores hombres, los más entregados, pero a este respecto el reglamento era
claro y severo. En una palabra, el barracón de los arrieros era el más seguro,
y era allí donde cada noche se reunían los hampones para sus duelos de cartas.
En el ángulo derecho del barracón, sobre las literas de abajo
habían tendido unas multicolores mantas guateadas. A un poste del rincón se
había atado con un alambre una kolimka
encendida —una lámpara artesanal que ardía con vapor de bencina—. A la tapa de
una lata de conservas se soldaban tres o cuatro tubos de cobre; en eso
consistía todo el artilugio. Para encenderlo, sobre la tapa se colocaba una
brasa de carbón, la bencina se calentaba y el vapor subía por los tubos; el gas
de bencina se prendía con una cerilla.
Sobre las mantas había un sucio almohadón de plumas, y a ambos
lados de él, con los pies encogidos como los buriatos, se sentaban los dos
jugadores: la postura clásica en un combate a cartas en prisión. Sobre el
almohadón reposaba una baraja nueva.
No eran cartas corrientes, era una baraja hecha de manera
artesanal en prisión, unas cartas que los maestros en este arte confeccionan
con extraordinaria prontitud. Para fabricarla hace falta papel (cualquier
libro), un pedazo de pan (para, después de masticarlo y colarlo a través de un
trapo, extraer el almidón y poder pegar las hojas), una punta de lápiz de tinta
(en lugar de la tinta tipográfica) y un cuchillo (para recortar las plantillas
de los palos y las propias cartas).
Las cartas de aquel día estaban recién recortadas de un tomo de
Victor Hugo —alguien había olvidado el libro en la oficina el día anterior—. El
papel era denso, grueso, y no hubo necesidad de pegar varias hojas, como se
hacía cuando son finas.
En los campos, durante los registros, se retiraban sin falta
todos los lápices de tinta. También los requisaban al revisar los paquetes de
correo que se recibían. Se hacía esto no solo para atajar todo intento de
fabricar documentos o sellos (también había artistas en este oficio), sino para
eliminar todo lo que pudiera competir con el monopolio esta tal de las cartas.
De los lápices se hacía tinta y con ella, a través de las plantillas de papel,
se pintaban las figuras en las cartas: las reinas, los valets, los dieces de
todos los palos… Los palos no se distinguían por el color, aunque el jugador
tampoco lo necesitaba. Al valet de picas le correspondía la figura de una pica
en dos extremos opuestos de la carta. La disposición y la forma de las figuras
no habían cambiado durante siglos. El arte de fabricar con sus propias manos
una baraja de cartas entraba en el programa de instrucción «caballeresca» del
joven hampón.
La nueva baraja se encontraba sobre el almohadón y uno de los
jugadores la golpeaba una y otra vez con su mano sucia, una mano de dedos
finos, blancos, ajenos a todo trabajo. La uña del meñique era de una longitud
sobrenatural, otra muestra del «chic» del hampa. Como los «fijos» dorados, las
coronas de bronce engastadas en unos dientes completamente sanos. Había incluso
maestros, autodenominados ortodoncistas,
que no ganaban poco confeccionando estas coronas, para las que nunca se agotaba
la demanda. Por lo que hace a las uñas, sin duda la manicura habría entrado en
los hábitos del mundo criminal si, en las condiciones de encierro, se hubiera
podido conseguir esmalte.
La cuidada y amarilla uña refulgía como una piedra preciosa.
Con la mano izquierda su propietario se acariciaba los cabellos claros,
pegajosos y sucios. Se había cortado el pelo con el mayor esmero, el cogote
bien afeitado. La frente baja, sin una arruga, las matas rubias de las cejas,
la boquita como un lazo, todo ello le confería una cualidad importante en la fisonomía
de un ladrón: la apariencia anodina. Tenía una cara que era imposible recordar.
La veías una vez y la olvidabas, se te borraban todos los rasgos y no
reconocías al sujeto al volverlo a ver.
Era Sévochka, famoso as del terts,
el shorts y la burá —los tres juegos clásicos de cartas—, e inspirado intérprete
de las mil reglas de juego, cuyo riguroso cumplimiento era obligatorio en la
presente partida. De Sévochka decían que era un «ejecutor espléndido», es
decir, que mostraba el arte y la habilidad del tahúr. Y era un tahúr, por
supuesto, porque el verdadero arte del hampa consistía en jugar al engaño: lo
que debes hacer tú es vigilar y pescar al contrincante, saber engañarlo tú o
derrotarlo en la disputa de una jugada dudosa.
Siempre jugaban dos, cara a cara. Ninguno de los ases se
rebajaba a participar en juegos de grupos, como el veintiuno. No temían
enfrentarse a «ejecutores» poderosos, del mismo modo que en el ajedrez el
jugador de verdad busca al rival más fuerte.
El contrincante de Sévochka era el propio Naúmov, el jefe de la
brigada de arrieros. Mayor que su adversario (aunque ¿cuántos años tenía
Sévochka?, ¿veinte, treinta, cuarenta?), era un tipo de pelo moreno con una
expresión tan doliente en sus ojos negros, profundamente hundidos, que, de no saber
yo que Naúmov era un ladrón de trenes de Kubán, lo habría tomado por algún
peregrino, un monje o un miembro de la conocida secta Dios Sabe, que hacía ya decenas de años que poblaba nuestros
campos. La impresión crecía al ver una pequeña cruz de estaño que, atada a una
trencilla, colgaba del cuello de Naúmov —llevaba la camisa desabrochada—. La
crucecita no era una broma sacrílega, o un capricho, un colgante improvisado.
En aquel tiempo toda el hampa llevaba al cuello cruces de aluminio; era un
signo de identificación de la orden, como un tatuaje.
En los años veinte los hampones llevaban viseras de técnicos, y
aún antes kapitankas[2]. En los años
cuarenta, en invierno llevaban kubankas[3],
se doblaban las cañas de las botas de fieltro y al cuello se colgaban una cruz.
La cruz acostumbraba a ser lisa, pero si aparecía algún artista, lo obligaban a
grabar con un punzón en la cruz algún adorno de sus temas preferidos: un
corazón, una carta, otra cruz, o una mujer desnuda... La de Naúmov era lisa.
Colgaba sobre su pecho descubierto e impedía leer el tatuaje azul grabado en
él, una cita de Yesenin, el único poeta reconocido y canonizado por el mundo
del hampa:
Qué pocos los caminos recorridos,
Y cuántos errores cometí [4]
—¿Qué te juegas? —soltó entre dientes Sévochka con infinito
desprecio: esto también se consideraba de buen tono al empezar la partida.
—Esto, los trapos. Lo puesto... —y Naúmov se palmeó los
hombros.
—Te lo juego a quinientos —tasó Sévochka el traje.
En respuesta retumbó una sarta sonora de maldiciones que debían
convencer al contrario de que la prenda valía muchísimo más. Los que rodeaban a
los jugadores esperaban el final de esta tradicional obertura. Sévochka no se
quedaba corto y blasfemaba de manera aún más mordaz bajando el precio. Al fin
el traje quedó tasado en mil rublos. Por su parte, Sévochka se jugaba varios
jerséis usados. Una vez tasados los jerséis y dejados caer sobre la manta,
Sévochka barajó las cartas.
Garkunov, un exingeniero textil, y yo serrábamos la leña para
el barracón de Naúmov. Era un trabajo de noche; después de nuestra jornada de
trabajo en la mina, teníamos que cortar y serrar la leña para todo el día
siguiente. Nos presentábamos en el barracón de los arrieros justo después de la
cena; se estaba más caliente que en el nuestro. Una vez hecho el trabajo, el
encargado de guardia de Naúmov llenaba nuestras cazoletas con «rancho» frío
—las sobras del único y eterno plato que en el menú de comedor se llamaba
«bolitas ucranianas»— y nos daba un pedazo de pan a cada uno. Nos sentábamos
sobre el suelo en algún rincón y nos tragábamos a toda prisa lo que nos
habíamos ganado. Comíamos en la más completa oscuridad. Las lámparas de bencina
del barracón iluminaban el espacio de las cartas, pero, según observaban con
razón los viejos presos, la cuchara siempre acertaba en la boca. Entonces
estábamos mirando la partida entre Sévochka y Naúmov.
Naúmov había perdido sus «trapos». Los pantalones y la chaqueta
yacían junto a Sévochka sobre la manta. Estaba en juego la almohada. La uña de
Sévochka trazaba en el aire alambicados arabescos. Las cartas ora se esfumaban
de su mano, ora aparecían en la palma. Naúmov ya estaba en camiseta, la camisa
satinada había seguido los pasos de los pantalones. Aunque unas manos
serviciales le habían echado sobre los hombros un chaquetón, él lo dejó caer al
suelo con un movimiento brusco. De pronto, todo quedó en silencio. Sévochka
rascaba calmosamente con su uña la almohada.
—Pongo la manta —dijo con voz ronca Naúmov.
—Doscientos —replicó en tono indiferente Sévochka.
—¡Mil, perro! —aulló Naúmov.
—¿Por cuánto? ¡Si esto no es nada! Es basura, mierda —soltó
Sévochka—. Solo porque eres tú te lo juego a trescientos.
La lucha proseguía. Según las normas, el duelo no podía
concluir hasta que el contrincante no tuviera nada con que apostar.
—Me juego las botas de fieltro.
—No, botas no —dijo con firmeza Sévochka—. Las prendas de
reglamento no me valen.
Por el valor de unos cuantos rublos Naúmov perdió una toalla
ucraniana con unos gallos, una pitillera con el perfil de Gógol grabado encima.
Todo iba a parar a manos de Sévochka. A través de la piel oscura de las
mejillas a Naúmov le asomó un encendido rubor.
—De palabra —dijo en tono servil.
—Mucha falta me hace —replicó vivamente Sévochka y alargó atrás
una mano. Al instante se colocó en ella un pitillo de majorka. Sévochka aspiró profundamente y echó a toser—. ¿Qué falta
me hace tu palabra? No hay nuevas etapas, ¿de dónde sacarás género? ¿De los
guardianes, o qué?
Aceptar jugar «de palabra», es decir al fiado, era una
concesión. No era obligado según las normas, pero Sévochka no quería ofender a
Naúmov y privarlo de la única posibilidad de revancha.
—A cien —dijo pausadamente—. Te doy una hora de palabra.
—Carta.
Naúmov se arregló la cruz y se sentó. Recuperó la manta, la
almohada, los pantalones... y otra vez lo perdió todo.
—No vendría mal un chifir
—dijo Sévochka plegando los objetos ganados en una gran maleta de cartón—.
Esperaré.
Se trataba de una asombrosa bebida del Norte, un té fuerte que
se prepara echando cincuenta o más gramos de té en una pequeña jarra de agua
hirviendo. El chifir, una bebida extremadamente amarga, se bebe a sorbos
acompañándola con pescado salado. Quita el sueño y goza de prestigio entre los
hampones y los conductores del Norte que hacen largos trayectos. El chifir debe de ser demoledor para el
corazón, pero yo he conocido a viejos bebedores de este brebaje que lo
soportaban casi sin consecuencias. Sévochka tomó un sorbo de la jarra que le
habían alcanzado.
La pesada y negra mirada de Naúmov recorría a los presentes. Su
pelo parecía una mata revuelta. La mirada llegó hasta mí y se detuvo. Un
pensamiento centelleó en el cerebro de Naúmov.
—A ver, tú, sal.
Me acerqué a la luz.
—Quítate el chaquetón.
La cosa estaba clara. Todos seguían con interés las intenciones
de Naúmov. Bajo el chaquetón yo solo llevaba la ropa interior de reglamento;
las chaquetillas las habían entregado hacía un año y la mía hacía tiempo que se
había esfumado. Me vestí.
—Sal tú —dijo Naúmov señalando con el dedo a Garkunov.
Garkunov se quitó el chaquetón. Su cara se tornó blanca. Bajo
la sucia camisa llevaba puesto un jersey de lana; lo había recibido en el
último paquete que su mujer le había mandado antes de emprender el largo viaje.
Yo sabía cómo lo cuidaba Garkunov, lavándolo en el baño, secándolo sobre el
cuerpo, sin soltarlo ni un solo instante: los compañeros se lo habrían robado
al momento.
—A ver, quítate eso —dijo Naúmov.
Sévochka meneaba en señal de aprobación el dedo: las prendas de
lana se valoraban mucho. Si se daba a lavar y se escaldaban con vapor los
piojos, lo podía llevar él mismo. El dibujo era bonito.
—No me lo quitaré —dijo con voz ronca Garkunov—. Solo con la
piel...
Varios se arrojaron sobre él, lo hicieron caer.
—¡Muerde! —gritó alguien.
Garkunov se levantó lentamente del suelo secándose la sangre de
la cara. Y al instante Sashka, el encargado de Naúmov —el mismo Sashka que una
hora antes nos llenaba la cazoleta de sopa por la leña que habíamos serrado—,
se agachó un poco y sacó algo de la caña de la bota de fieltro. Luego alargó la
mano hacia Garkunov. Garkunov lanzó un gemido y comenzó a caer a un lado.
—No podías haberlo hecho sin eso, ¿o qué? —gritó Sévochka.
En la temblorosa luz de la lamparilla se veía cómo el rostro de
Garkunov se volvía gris.
Sashka extendió los brazos del asesinado, desgarró la camisa y
le quitó el jersey por la cabeza. El jersey era rojo y la sangre casi no se
notaba. Con cuidado, para no ensuciarse los dedos, Sévochka plegó el jersey en
la maleta.
El juego había terminado y yo ya me podía ir a mi barracón.
Ahora tenía que buscarme otro compañero para serrar la leña.
en Relatos de Kolimá, 1966
Notas
[1] El artículo que se refiere a los
«enemigos del pueblo», a aquellos que «atentan contra la seguridad del Estado»,
el peor crimen de los denominados políticos.
[2] Gorras de oficial de marina.
[3] Gorro redondo, plano, rodeado de piel,
como el de los cosacos de Kubán; de ahí su nombre.
[4] Serguéi Yesenin (1893-1923), poeta de
poderosa inspiración popular, lírico y musical en algunas de sus poesías.
Muchas de ellas son cantadas por el pueblo y gozan de gran estima entre toda
suerte de presos y hampones, sobre todo en los momentos de ternura.
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