Nietzsche escribió, a propósito de Hamlet: «¡Cuánto tiene que haber sufrido un hombre para necesitar hasta tal grado ser un bufón! – ¿Se comprende el Hamlet? No la duda, la certeza es lo que vuelve loco».[1] En este pasaje se combinan dos proposiciones distintas: en primer lugar, la versión de Nietzsche de la sabiduría antigua referida a la desesperación que asoma tras la máscara del payaso: Hamlet debe de sufrir mucho si se ve impelido a interpretar el papel del payaso loco; en segundo lugar, lo que le hace sufrir, lo que le vuelve loco, no es la duda, sino la certeza de quién mató a su padre; y sin duda, su búsqueda de la prueba definitiva de la culpabilidad de Claudio, una huida de esa certeza. Otro modo de huir de la insoportable certeza podría ser entregarse a lo que podrían parecer chistes de mal gusto. Un analista cultural bosnio se quedó sorprendido al descubrir que circulaban docenas de chistes sobre la masacre serbia entre gente cuyos parientes habían muerto en Srebrenica. He aquí un ejemplo (que se refiere a comprar ternera en la antigua Yugoslavia: el carnicero generalmente preguntaba: «¿Con huesos o sin huesos?», pues los huesos se utilizaban para el caldo): «Quiero comprar algo de tierra para hacerme una casa cerca de Srebrenica. ¿Sabes si está muy cara?» «Bueno, los precios varían según qué tipo de tierra quieras, si es con huesos o sin huesos.» Lejos de expresar falta de respeto y mal gusto, dichos chistes eran la única manera de enfrentarse con una realidad insoportablemente traumática; transmiten de manera bastante adecuada nuestra impotente perplejidad, convirtiendo toda la patética compasión por las víctimas en una blasfemia de auténtico mal gusto.
Recordemos cómo Paul Robeson reescribió su legendario «Ol’ Man River», un modelo de intervención crítico-ideológica simple y eficaz. En la versión original del musical de Hollywood Show Boat (1936), el río (el Mississippi) se presenta como la encarnación del Destino enigmático e indiferente, un sabio anciano que «debe saber algo, pero no dice nada», y sigue fluyendo, conservando su callada sabiduría. En la nueva versión,[2] el río ya no es el portador de una sabiduría colectiva anónima e insondable, sino el portador de la estupidez colectiva, de cómo se tolera de manera pasiva un sufrimiento absurdo, y la respuesta de las víctimas debería ser una soberana carcajada. He aquí las últimas líneas de la canción original:
... te emborrachas un poco, y acabas en la cárcel.Pero me canso, me harto de intentarlo,estoy cansado de vivir y me da miedo morir.Pero el anciano río sigue y sigue fluyendo.
Y ésta es la versión transformada:
... demuestras tener agallas, y acabas en la cárcel.Pero sigo riendo, en lugar de llorar,he de seguir luchando, hasta la muerte.Y el anciano río sigue y sigue fluyendo.
Una estrategia más radical para huir de la realidad insoportable es la de la «desrealización». En su análisis de las grandes batallas de trincheras de la Primera Guerra Mundial, como las de Ypres y el Somme, donde murieron cientos de miles de soldados para ganar unos cuantos metros de tierra, Paul Fussell señaló que la naturaleza infernal de lo que estaba sucediendo provocó que los participantes experimentaran su situación como algo teatral: les resultaba imposible creer que estuvieran participando en una empresa tan mortífera como «sí mismos». Todo aquello era demasiado ridículo, perverso, cruel y absurdo para percibirlo como parte de su «vida real». En otras palabras, la experiencia de la guerra como interpretación teatral les permitía a los participantes huir de la realidad de su situación. Les permitía obedecer las órdenes y llevar a cabo sus deberes militares sin que aquello formara parte de su «auténtico yo», y, de este modo, sin tener que abandonar su convicción interior de que el mundo real seguía siendo un lugar racional y no un manicomio.[3]
Es un tópico afirmar que la Gran Guerra funcionó como un encuentro con lo Real que señaló el final de toda una civilización. Aunque todo el mundo se la esperaba, la sorpresa fue total cuando la guerra acabó estallando, y (un hecho aún más enigmático) esta mismísima sorpresa fue rápidamente renormalizada, a medida que la guerra se convertía en un nuevo modo de vida. ¿Cómo se alcanzó esta renormalización? No es de sorprender que fuera a través del uso masivo de antiguos mitos y relatos ideológicos, que consiguieron que la guerra se convirtiera en parte del flujo normal de las cosas: la tierra de nadie entre trincheras, llena de minas sin explotar, agujeros y desolación se convirtió en una nueva versión de la tierra baldía del mito del Grial.[4] Esta movilización de los antiguos mitos y leyendas es la prueba definitiva de la novedad traumática de la Gran Guerra: precisamente porque algo insólito había tenido lugar, había que aplicar todos los antiguos mitos para explicar esta novedad. Naturalmente, dichos mitos suelen ser relatos fantásticos y paranoicos, y no de narraciones simbólicas propiamente dichas. Parafraseando a Lacan, lo que es demasiado traumático para quedar integrado en lo Simbólico regresa a lo Real como construcción paranoica o alucinación. No es de extrañar que la Gran Guerra pusiera en marcha una proliferación de paranoia interpretativa: su problema era el mismo que el del estalinismo: ¿cómo explicar el embarazoso fracaso de lo que se suponía era el mejor sistema? La respuesta estalinista consistió en ver complots y traidores contrarrevolucionarios por todas partes, de manera muy parecida a la respuesta que da el libro de Reginald Grant, S.O.S., publicado en el curso de la Primera Guerra Mundial, una recopilación no superada de mentiras, leyendas y mitos, todos ellos extremadamente serios. El problema de Grant era muy simple: no podía creer que los alemanes fueran lo bastante astutos como para localizar los objetivos de su artillería al otro lado de las líneas enemigas analizando tan sólo el sonido y la luz del fuego del adversario, por lo que pensaba que la campiña belga situada detrás de las líneas británicas debía de estar llena de granjeros traidores que señalaban a los alemanes la posición de los cañones británicos. Creía que esto lo hacían de maneras diversas: (1) de repente los molinos comenzaban a girar en dirección opuesta al viento;[5] (2) las manecillas del reloj de la torre de la iglesia señalaban una hora que no era; (3) las amas de casa colgaban la ropa a secar delante de sus casas, y los colores (dos camisas blancas, a continuación una negra...) mandaban un mensaje en clave.
El problema consiste en distinguir esta falsa paranoia (ideológica) de la paranoia básica que es un ingrediente esencial de toda crítica de la ideología. En la playa de un país mediterráneo me enseñaron a un solitario pescador que reparaba una red; mientras mis anfitriones pretendían mostrarme un trabajo tradicional basado en una experiencia y sabiduría artesanales, mi reacción inmediata fue paranoica: ¿y si el espectáculo que tenía delante de mí era una pantomima de autenticidad, algo ideado para impresionar a los turistas, como preparar comida delante de los clientes en unos grandes almacenes u otros ejemplos de falsa transparencia en el proceso de producción? ¿Y si me acercaba demasiado a la red y veía una pequeña etiqueta de «made in China» y comprendía que el «auténtico» pescador simplemente imitaba gestos productivos? O incluso mejor, ¿y si reimaginaba la escena como un detalle de una película de Hitchcock, en la que el pescador es un agente extranjero y está tejiendo la red de una manera especialmente codificada para que otro agente descodifique el mensaje secreto (y terrorista)?
La leyenda alucinatoria más brillante de la Gran Guerra fue el persistente rumor de que bandas de desertores medio enloquecidos vivían en algún lugar de la tierra de nadie, entre las trincheras del frente, en una desolada tierra baldía, abrasada y llena de cadáveres putrefactos, cráteres provocados por los obuses, trincheras abandonadas, grutas y túneles. Se creía que estas bandas estaban formadas por miembros de todos los ejércitos y naciones participantes –alemanes, franceses, británicos, australianos, polacos, croatas, belgas, italianos–, y que todos vivían en paz y amistad, evitando que los detectaran y ayudándose unos a otros. Vestían harapos y llevaban largas barbas, y nunca permitían que los vieran; de vez en cuando se oían sus gritos y canciones dementes. Salían del averno sólo durante la noche, tras alguna batalla, para saquear los cadáveres y recoger comida y agua. La belleza de esta leyenda es que describe claramente una suerte de comunidad alternativa que dice «¡No!» a la locura del campo de batalla: un grupo en el que los miembros de las naciones combatientes viven en paz, y cuyo único enemigo es la propia guerra. Mientras que podría parecer una imagen de la guerra en su extremo más delirante –unos parias que llevan una vida salvaje–, al mismo tiempo es su negación: una isla de paz entre las trincheras y la aparición de una fraternidad universal que hace caso omiso de las líneas del frente. Precisamente al no hacer caso de las líneas oficiales de división entre Nosotros y Ellos, representan la división real, la única que importa, a saber, la negación de todo el espacio de la guerra imperialista. Existe un tercer elemento que subvierte la oposición entre Nosotros y Ellos, nuestro enemigo; resumiendo, ellos son los auténticos leninistas de la situación, pues repiten el rechazo de Lenin a dejarse arrastrar por el fervor patrio.
2014
[1] Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, Mineola: Dover, 2004, p. 40 [trad. esp.: Ecce Homo, trad. de Andrés Sánchez Pascual, Madrid: Alianza, 1979, p. 44].
[2] Disponible en la grabación de su famoso concierto de Moscú de 1949 (Russian Revelation, RV 70004), con una breve introducción hablada del propio Robeson en un ruso perfecto.
[3] Véase Paul Fussell, The Great War and Modern Memory, Oxford: Oxford University Press, 2001 [trad. esp.: La gran guerra y la memoria moderna, trad. de Javier Alfaya Bula, Madrid: Turner, 2006].
[4] Me baso aquí en Fussell, op. cit.
[5] Por cierto, esta idea fue utilizada en una famosa escena del thriller de Hitchcock que transcurre durante la Segunda Guerra Mundial, Enviado especial. Los buenos, que siguen a un agente nazi, acaban en un idílico paisaje holandés con molinos de viento. Todo parece pacífico, y no hay rastro de la gente, cuando uno de los buenos detecta algo extraño, que desnaturaliza esa imagen perfecta. Exclama: «¡Fijaos en ese molino! ¿Por qué gira en dirección opuesta al viento?», y la idílica escena campestre pierde su inocencia y se llena de carga semiótica.
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