martes, octubre 13, 2020

“Resultados de la interacción cultural”, de Peter Burke




Nos queda por hablar de los posibles resultados o consecuencias a largo plazo de la interacción cultural. De ahora en adelante me propongo hablar de la cultura menos como historiador cultural y más como un individuo preocupado, como tantos de nosotros, por el destino que espera a las culturas del mundo en una era de globalización acelerada como la nuestra. Elegiré ejemplos del pasado para hablar de futuribles (futuros posibles). Si antes hablaba de reacciones conscientes y estrategias deliberadas, ahora me ocuparé más de lo que probablemente ocurra al margen de las intenciones, deseos o expectativas de individuos o grupos.

Quisiera rechazar la posibilidad de que sigan existiendo culturas independientes. En nuestro mundo ninguna cultura es una isla. De hecho, como puede deducirse del título de este epígrafe, hace mucho tiempo ya que las culturas no son islas. Con el paso de los siglos se ha ido haciendo cada vez más difícil mantener «aisladas» a las culturas para defender su insularidad. En otras palabras, todas las tradiciones culturales de hoy están en contacto, en menor o mayor medida, con tradiciones alternativas. Como hemos visto, a corto plazo la segregación puede ser una solución, pero algunos ejemplos como el de los exiliados protestantes franceses o el del Japón moderno demuestran que no es una opción viable a largo plazo. Las tradiciones son como solares en construcción o reconstrucción constante, tanto si los individuos que participan en el proceso son conscientes de ello o no.

Pensemos en el caso del candomblé del que hablábamos antes. El sociólogo francés Roger Bastide lo describía -en un brillante ensayo- como una reconstrucción simbólica del espacio africano, algo así como una compensación psicológica para los afrobrasileños que habían perdido su tierra natal[1]. Se ha demostrado que las prácticas del candomblé han ido variando con el tiempo. Por lo tanto, no podemos decir que el candomblé es «puro» y el umbanda (un intento deliberado de fusionar las tradiciones cristiana, espiritista y africana) es un híbrido[2]. Lo que sí parece cierto es que las tradiciones africanas son más importantes en el candomblé que en el umbanda, pero ambas formas son híbridos y traducciones.

Aunque eliminemos la independencia y la segregación como opciones, aún quedan cuatro escenarios posibles para el futuro de las culturas en nuestro planeta. En primer lugar, la homogeneización, la fusión de diversas culturas; una consecuencia de la globalización actual que mucha gente espera y teme. En segundo lugar está la posibilidad de la resistencia o «antiglobalización». En tercer lugar está lo que podríamos denominar «disglosia cultural», una combinación de culturas locales y globales. En cuarto lugar están surgiendo nuevas síntesis. Podría resultar útil debatir estos cuatro escenarios posibles en orden.

 

Homogeneización cultural

El primer escenario es el de la homogeneización cultural. Se ha predicho su advenimiento para el 2050, el 2100 o incluso para más tarde. Aquellos a los que no gusta esta tendencia hablan de «americanización» de la cultura o del «efecto Coca-Cola» (las connotaciones latentes de americanofobia recuerdan a la italofobia y francofobia de las que hablábamos en el epígrafe anterior). Los críticos más hostiles temen perder su sentido de pertenencia, puede que hasta su espacio vital mismo, que sería reemplazado por la proliferación de no-espacios como los aeropuertos[3]. Cuando se enfrentan a un posible escenario de hibridación afirman que la mezcla de todas las culturas en una especie de crisol mundial es una etapa hacia su eventual homogeneización.

Lo cierto es que todos los signos indican que probablemente tendamos hacia una cultura mundial, cuasi mundial o, al menos, crecientemente mundial, sobre todo en Occidente, pero también en Japón y, cada vez más, en China. Pensemos en el arte contemporáneo. La homogeneización en este campo no implica que sobreviva un único estilo a expensas de sus rivales. Lo que apreciamos es una homogeneización mucho más compleja que abarca toda una gama de estilos rivales: abstracto y realista, Op y Pop, etcétera. Actualmente, todos están a disposición de los artistas, al margen de su lugar de residencia. A nivel local impera lo heterogéneo. A nivel individual se tiene mayor capacidad de elección, más libertad, más opciones. Sin embargo, en el plano mundial vemos lo contrario, una disminución de la diversidad.

En otros tipos de arte asistimos a un estilo diferente de homogeneización. Como se ha señalado recientemente, gracias al crecimiento del mercado mundial algunos escritores y directores de cine «incorporan consciente o inconscientemente la traducibilidad a sus obras de arte»[4]. En el caso de las películas, Hollywood aspira a crear un mercado mundial, y también en Europa, a lo largo de los últimos cuarenta años, ha ido aumentando el número de coproducciones que rompen las barreras de las fronteras nacionales. Por ejemplo, Michelangelo Antonioni (1912-2007) que se  labró una reputación con películas realizadas en Italia y rodadas en italiano, acabó trabajando con equipo y financiación internacional para rodar películas en inglés como Blow-Up (1967) y Zabriskie Point (1969).

En el caso de la literatura resultan muy reveladoras las palabras pronunciadas por Milán Kundera (1929) en una entrevista reciente que, en esta era globalizadora, tuve ocasión de leer en un periódico brasileño. Kundera vivió hasta 1968 en Praga, donde escribía en checo para un público fundamentalmente checo. Actualmente vive en París y escribe en francés, como afirma en la entrevista, fundamentalmente para un público mundial. Que yo sepa no se ha analizado hasta el momento, ni en detalle ni en profundidad, qué cambia en una obra dirigida a un público mundial en vez de a uno local. No cabe duda de que las novelas de Kundera escritas después de 1968 son algo diferentes. Empezaron a transmitir mensajes menos sociales y más metafísicos, a tener menos referencias locales y más observaciones sobre la condición humana.

Y cabe decir cosas parecidas respecto a otro tipo de obras, incluidas las historias. Confieso que, personalmente, me he ido acostumbrando gradualmente a la idea de que mis libros se traduzcan a diversos idiomas. Intento, estudio tras estudio (incluido este), evitar alusiones que no resultarían inteligibles fuera de Gran Bretaña, o de Europa. He empezado a pensar en términos de una audiencia potencialmente mundial y me pregunto si una afirmación concreta o determinada alusión resulta comprensible para los lectores japoneses o brasileños. Creo que es un proceso que me permite reconstruirme a mí mismo hasta convertirme en ciudadano del mundo y estoy seguro de no ser el único al que le ocurre esto.

Sin duda se trata de cambios inevitables, pero no nos acercan necesariamente a una completa homogeneización. No deberíamos subestimar el poder del malentendido o, digamos, de la reinterpretación inconsciente. Aunque todos los habitantes del mundo vieran al mismo tiempo imágenes idénticas en las pantallas de sus televisores, no las «leerían» o entenderían del mismo modo. Es algo que se desprende claramente de ciertos estudios empíricos sobre la acogida dispensada a series de televisión como Dallas en diferentes países, desde Israel a Fidji. Por ejemplo, los rusos emigrados a Israel consideraban que Dallas era una sátira sobre el capitalismo[5].

Hay que decir que a los historiadores les convence cada vez menos la idea de que los movimientos de homogeneización tuvieran éxito en el pasado. Tendían a creer que ciertos procesos como la helenización, la romanización, la hispanización, la influencia de la cultura británica, etcétera, habían sido evoluciones concluidas exitosamente. Hoy, sin embargo, prevalece la tendencia a negar ese éxito y a decir, por ejemplo, que los romanos nunca calaron profundamente en las culturas de diversas partes de su imperio. También reciben especial atención las culturas subordinadas o «sumergidas» de América Latina, Nueva Zelanda, China e incluso Japón (considerado hasta hace poco un ejemplo de unidad cultural). Seguramente se debe a que atravesamos por un despertar étnico, una especie de «vuelta de lo reprimido». ¿Acaso tenemos razones para pensar que la globalización será algo diferente?

Sin duda, resulta revelador que los defensores de la tesis de la homogeneización (tanto si les gusta lo que describen, como si no), suelan basarse en una gama de ejemplos bastante limitados que van, eso sí, de la búsqueda de la comodidad a la hora de comer y beber hasta la arquitectura de los aeropuertos. A menudo, las homogeneizaciones no tienen en cuenta esas formas de creatividad que determinan la recepción, ni la renegociación de medios de la que hablábamos antes, o la importancia del narcisismo que resalta las pequeñas diferencias. El antropólogo Daniel Miller ha reinterpretado brillantemente uno de sus ejemplos favoritos: el de la Coca-Cola en un estudio de lo que denomina «contextualización local de formas globales» en Trinidad (similar a los estudios sobre McDonald’s de los que hemos tenido ocasión de hablar)[6].

Evidentemente, la imagen situada en el 2050 en la que todo el mundo habla, digamos, que inglés (evidentemente como lo haría un extranjero) y ve los mismos programas de televisión al mismo tiempo es una caricatura. Las lenguas más habladas en el mundo como el chino, el árabe o el español, por no hablar del francés, el portugués o el ruso, siguen gozando de buena salud. Y también las grandes religiones del mundo que, además, ejercen una influencia mutua mayor que nunca como demuestra que se hayan acuñado términos como «catolicismo zen» o «zen judaico»[7].

  

Antiglobalización

Hoy día se aprecia una fuerte resistencia al «intrusismo» o «invasión» por parte de las formas de cultura globales. Es una reacción que no debe sorprendernos, un caso de lo que los sociólogos a veces han denominado «lag cultural». Como solía decir el historiador francés Fernand Braudel, los distintos tipos de cambio tienen lugar a velocidades diferentes.

Las transformaciones asociadas a lo que solemos describir como «globalización» son, sobre todo, tecnológicas y económicas. La tecnología, sobre todo la tecnología de la comunicación, avanza tan rápidamente que nos da vértigo. Las instituciones pierden cuerda a pesar de la necesidad que tienen de adaptarse a un mundo cambiante. Los cambios en las actitudes humanas son aún más lentos, especialmente cuando lo que está en juego son actitudes o creencias que, siguiendo una vez más a los historiadores franceses, denominaré «mentalidades». No hay que subestimar la capacidad de resistencia de las mentalidades locales tradicionales. Las alteraciones de las mentalidades son necesariamente muy lentas, ya que los dos o tres primeros años de vida son cruciales para el futuro desarrollo de los individuos. Ya se han infiltrado valores fundamentales a una generación que será vieja en el año 2080.

Así que no tiene nada de extraño que haya reacciones antiglobalizadoras en muchas partes del mundo. Hablamos de «antiglobalización» por comodidad. La educación puede apoyar, y de hecho se utiliza para ello, este tipo de resistencia cultural (cursos de historia local, clases obligatorias de irlandés, vasco, etcétera).

En un escenario de este tipo desempeña un papel importante el fenómeno colectivo de la rebelión de las regiones que, ya en los años sesenta, el intelectual occitano Robert Lafont (1923-), y otros, denominaran «la revolución regionalista»[8]. Desde nuestro punto de vista poco importa que un movimiento determinado, como por ejemplo el bretón o el catalán, reivindique el uso de la lengua de su región o nación, o bien su libertad religiosa, como en el caso de Serbia o Bosnia. Lo importante es que se hace hincapié en la cultura y la identidad locales, tanto si se manifiesta en el renacer o la extinción de lenguas, en la limpieza étnica o en la rotura de los escaparates de McDonald’s que tuvo lugar en Millau, en el sur de Francia, en 1999.

Freud acuñó una expresión que describe magníficamente lo que vemos que está ocurriendo en muchas zonas del mundo: el «narcisismo de las pequeñas diferencias»[9]. Contamos con un ejemplo tópico que tiene una larga historia: el de los católicos y los protestantes del norte de Irlanda. Son dos grupos que comparten el mismo territorio y cuyas culturas tienen tanto en común que a la gente de fuera le resulta difícil distinguirlos. Sin embargo, insisten (al menos una minoría de cada grupo insiste) en tratarse mutuamente como si estuvieran ante el otro, lo opuesto a uno mismo.

El antropólogo holandés Anton Blok se muestra de acuerdo con Freud y añade que la amenaza de la pérdida de las identidades tradicionales que dispara el narcisismo suele ir acompañada del desencadenamiento de la violencia contra el otro[10]. El sociólogo inglés Anthony Cohen afirma algo parecido: «La expresión simbólica de la comunidad y sus límites aumenta en importancia a medida que se van disolviendo, difuminando o debilitando de cualquier otra forma, los vínculos geosociales de esa comunidad»[11].

En otras palabras, es una reacción fuerte pero puede que no dure más que unas cuantas décadas. En último término es una resistencia condenada al fracaso en el sentido que le dan los resistentes: es imposible detener el avance de la historia y dar marcha atrás para recuperar el pasado. Lo que no quiere decir que estas formas de resistencia resulten fútiles porque los actos de los que resisten, al igual que los del resto de los perdedores de la historia, sin duda desplegarán efectos sobre las culturas del futuro. No será el efecto que buscaban, pero tendrá efectos.

 

Disglosia cultural

La tercera posibilidad es que todos acabemos siendo biculturales en un mundo futuro de cultura global. Tal vez vivamos una doble vida como el japonés descrito en un capítulo anterior. Todos hablaremos ILE («Inglés como Lengua Extranjera») o alguna otra lengua de difusión mundial (chino, español, árabe) en ciertas situaciones, pero conservaremos nuestra propia lengua local o dialecto para hablarla en otras; participaremos en la cultura global, pero sin perder nuestra cultura local. Quisiera denominar a esto «disglosia cultural» y no «bilingüismo cultural» porque no es probable que ambos elementos tengan el mismo peso[12].

Creo que este escenario es una descripción muy plausible del presente de algunos de nosotros y del futuro cercano de algunos más. Es una versión dulcificada de la segregación cultural consciente de la que hablábamos. Hubo y sigue habiendo muchas personas capaces de pasar de una cultura a otra, de una lengua a otra o de un registro lingüístico a otro, eligiendo lo que consideran más apropiado para cada situación concreta. Merece la pena que nos tomemos en serio la idea de que actualmente todos somos inmigrantes, no importa si nos damos cuenta o no. Y también que tomemos en consideración que, como afirmaba Néstor Canclini, la frontera está en todas partes[13].

Por otro lado, a largo plazo podemos predecir con total seguridad que al menos parte de este desdoblamiento o de «doble vida» acabará desapareciendo. Sucederá lo que se podría considerar (desde el punto de vista purista) un tipo de «contaminación» parecida a la que ya se ha dado en Japón y en el caso de los inmigrantes urbanos a los que hemos hecho referencia. Ni las fronteras nacionales ni las paredes del gueto están hechas a prueba de invasiones o infiltraciones culturales.

 

La creolización del mundo

La idea de que los encuentros culturales conducen indefectiblemente al hibridismo o a algún tipo de mezcla es una postura intermedia entre dos formas diferentes de considerar el pasado; ambas susceptibles de crítica por superficiales. Por un lado, hay quien cree que una cultura o tradición cultural puede permanecer «pura»; por otro, hay quien espera que una única cultura (antes la francesa, hoy la estadounidense y una mundial en el futuro) sea capaz de conquistar completamente a las demás.

Dentro del grupo de los «hibridizadores» debemos distinguir entre los que despliegan actitudes negativas y los que consideran que se trata de una tendencia positiva. Los críticos suelen poner el acento en el caos, en lo que Arnold Toynbee solía denominar «desintegración cultural» y ciertos analistas posmodernos han calificado a menudo de «fragmentación»[14]. Estos críticos se fijan en lo que se pierde en el proceso durante el proceso de cambio cultural. Es difícil negar que se den estas pérdidas. Volviendo a Kundera, por un instante creo que su mejor novela es La broma (1967), escrita en su época checa y muy enriquecedora, incluso para lectores extranjeros, por sus continuas referencias a la cultura local. Pagó un precio muy alto por emigrar.

Sin embargo, no cabe duda de que los críticos del proceso de hibridación suelen pasar por alto su lado positivo: las posibilidades de síntesis que ofrece y el surgimiento de nuevas formas. A la hora de analizar estas tendencias trabajar con el concepto de «creolización» que introdujimos páginas atrás resulta muy enriquecedor. Si introducimos -en un debate léxicamente recargado- términos que nos resultan poco familiares es para hacer hincapié en la tendencia a la síntesis, en la creación de lo que el antropólogo estadounidense Marshall Sahlins (1930) describe como la creación de un nuevo «orden cultural», un mapa cultural a gran escala. En sus estudios sobre Hawai, antes y después del encuentro con el capitán Cook, Sahlins diseña el esquema de una teoría dialéctica del cambio cultural en la que las ideas, objetos y prácticas externas acaban siendo absorbidos u «ordenados» por una cultura dada; un proceso en el que (una vez que se traspasa cierto umbral crítico) se «reordena» la cultura[15].

«Cristalización» es otra metáfora que resulta de gran utilidad. La utilizo para sugerir que cuando tiene lugar un encuentro e intercambio cultural se pasa a un periodo de relativa fluidez («libertad» si se aprovecha bien, «caos» si se usa mal) al que sustituye una época en la que lo fluido se solidifica, se coagula, se convierte en rutina y se hace resistente al cambio. Los viejos elementos se reordenan en un nuevo mapa. Por decirlo en palabras del sociólogo Norbert Elias, aparece una nueva forma de «figuración social». Resulta difícil, casi imposible, saber cómo funciona el proceso, hasta qué punto la cristalización y reconfiguración son inconscientes y colectivos, y en qué medida dependen de individuos creativos. En todo caso, está claro que este aspecto del intercambio cultural merece que hagamos hincapié en él, tanto si lo hacemos pensando en el pasado, como si lo que nos preocupa es el presente o el futuro.

Resumiendo los últimos párrafos, creo que lo dicho es muy relevante en relación al proceso de globalización. Me gustaría sugerir, siguiendo los pasos del antropólogo sueco Ulf Hannerz, y otros, que estamos asistiendo al surgimiento de un nuevo tipo de orden cultural[16]. Será una cultura global que, si Carl von Sydow, el teórico de los oicotipos, tiene razón, será capaz de una diversificación acelerada para adaptarse a los distintos entornos locales. En otras palabras, las formas híbridas actuales no forman parte –necesariamente- de un estadio evolutivo que conduzca, ineludiblemente, a una cultura global homogénea.

No deberíamos rechazar sin más las inquietantes ideas planteadas por los teóricos de la homogeneización y los críticos de la hibridación. Es posible que el equilibrio entre fuerzas centrífugas y centrípetas se escore hacia la supremacía de las segundas. El análisis de nuestra cultura pasada, presente y futura que más me convence es el que predice el advenimiento de un orden nuevo, la formación de nuevos oicotipos, la cristalización de formas novedosas, la reconfiguración de las culturas: la «creolización del mundo».

 

Notas

[1] R. Bastide, «Mémoire collective et sociologie du bricolage», Année Sociologique (1970), pp. 65-108.

[2] T. Seppilli, Il sincretismo religioso afro-cattolico in Brasile, 1955; S. Capone, La quéte d’Afrique dans le candomblé, París, 1999; S. M. Greenfield «The Reinterpretation of Africa: Convergence and Syncretism in Brazilian candom- blé», en S. M. Greenfield y A. Droogers (eds.), Reinventing Religions: Syncretism and Transformation in Africa and the Americas, Lanham, MD, 2001; R. Ortiz, A morte branca do feitiçeiro negro-Umbanda, Petrópolis, 1978.

[3] E. Relph, Place and Placelessness, Londres, 1976; J. Meyrowitz, No Sense of Place: the Impact of Electronic Media on Social Behaviour, Nueva York, 1985; M. Augé, Non-lieux: introduction à une anthropologie sur la modernité, París, 1992 [ed. cast.: Los no-lugares, espacios del anonimato: antropología sobre la modernidad, Barcelona, 2006].

[4] E. Apter, «On Translation in a Global Market», Public Culture 13 (2001), pp. 1-12.

[5] I. Ang, Watching Dallas: Soap Opera and the Melodramatic Imagination, Londres, 1985; T. Liebes y E. Katz, The Export of Meaning: Cross-Cultural Readings of Dallas, Nueva York, 1990.

[6] D. Miller, «Coca-Cola: a Black Sweet Drink from Trinidad», cit.

[7] G. Aelred, Zen Catholicism, Londres, 1964; D. M. Bader, Zen Judaism, Nueva York, 2002.

[8] R. Lafont, La revolution régionaliste, París, 1967 [ed. cast.: La revolución regionalista, Barcelona, 1971].

[9] S. Freud, «Das Tabu der Virginität» [1918] trad. inglesa, J. Starchey (ed.), Complete Psychological Works XI, Londres, 1957, pp. 191-208.

[10] A. Blok, «The Narcisism of Minor Differences», European Journal of So-cial Theory 1 (1998), pp. 33-56.

[11] A. Cohen, The Symbolic Construction of Community, Chichester, 1985, p. 50. 147

[12] Ch. Ferguson, «Disglossia», Word 15 (1959), pp. 325-340.

[13] Cfr. J. Clifford, Routes. Travel and Translation in the Late Twentieth Century, Cambridge, Mass., 1997.

[14] A. Toynbee, A Study of History, cit., vol. 8, pp. 498-521.

[15] M. Sahlins, Historical Metaphors and Mythical Realities. Structure in the Early History of the Sandwich Islands Kingdom, Ann Arbor, 1981; idem, Islands of History, Chicago, 1985 [ed. cast.: Islas de historia: la muerte del capitán Cook. Metáfora, antropología e historia, Barcelona, 1987].

[16] U. Hannerz, «The World in Creolization», cit.; cfr. idem, Cultural Complexity, cit.

 

 

en Hibridismo cultural, 2010










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