miércoles, septiembre 16, 2020

“Vidas de poetas”, de Margaret Atwood





Estoy echada en el suelo del cuarto de baño de esta anónima habitación de hotel, con los pies apoyados en el borde de la bañera y con una toallita empapada de agua fría en la nuca. Una aparatosa hemorragia nasal. Un buen adjetivo, que funciona, como dicen los alumnos en las clases de escritura creativa, que son, a veces, parte del lote. Tan colorista. Es la primera vez que tengo una hemorragia nasal y no sé qué hay que hacer. Un cubito de hielo estaría bien. Imagen de la máquina de Coca-Cola y hielo del final del pasillo, yo arrastrándome, una toalla blanca arrollada en la cabeza, la mancha de sangre empapando el tejido. Un cliente del hotel abre la puerta de su habitación. Se horroriza. Un accidente. Apuñalada en la nariz. No quiere meterse en líos, la puerta se cierra, la moneda se atasca en la máquina. Seguiré con la toallita en la cabeza.

El aire es demasiado seco. Tiene que deberse a eso, nada que ver conmigo ni con la protesta del cuerpo empapado. Ósmosis. La sangre mana porque no hay bastante vapor de agua. Tienen los radiadores al máximo y no hay llave para cerrarlos. Vulgar. ¿Por qué no podía haberme alojado en el Holiday Inn? He tenido que alojarme en este, con motivos pseudoisabelinos clavados con tachuelas en un carcomido esqueleto, un desesperado intento de sacarle algún partido a este rincón del bosque. Las afueras de Sudbury, la capital del mundo de la fundición de níquel. ¿Quieren visitarlo?, dicen. Me gustaría ver los montones de escoria y los lugares donde la vegetación ha sido arrasada. Oh, ja, ja, dicen. Vuelve a crecer, está todo previsto. Se está convirtiendo en un lugar bastante civilizado. Antes me gustaba, digo yo, parecía un paisaje lunar. Hay que decir algo de un lugar donde no crece absolutamente nada. Pelado. Muerto. Liso como un hueso. ¿Entienden? Intercambio de furtivas miradas, jóvenes rostros barbudos, uno hace humear la pipa, escriben notas a pie de página, durante su ascensión, ¿por qué siempre nos atascamos con el poeta visitante? El último vomitó en la alfombrilla del coche. Y ya verán en cuanto tomemos posesión.

Julia movió la cabeza. Un reguerillo de sangre descendía lentamente por su garganta, era una sangre espesa que sabía a púrpura. Había estado allí sentada frente al teléfono, tratando de descifrar las instrucciones para poner una conferencia a través de la telefonista del hotel, cuando estornudó y la página que tenía delante quedó salpicada de sangre. Totalmente espontáneo. Y Bernie andaría vagando por la casa, aguardando su llamada. Ella tenía que leer unos poemas dentro de dos horas. Tras una gentil presentación, se levantaría y se acercaría al micrófono, sonriente, abriría la boca y empezaría a gotearle sangre de la nariz. ¿Aplaudirían? ¿Fingirían no reparar en ello? ¿Creerían que era parte del poema?

Tendría que rebuscar un Kleenex en el bolso o, mejor aún, se desmayaría y tendrían que arreglárselas como pudiesen. (Pero todos creerían que estaba borracha). Vaya contrariedad para la comisión. ¿Le pagarían igualmente? Los imaginaba discutiéndolo.

Levantó un poco la cabeza para ver si se había cortado la hemorragia. Parecía que una caliente babosa reptase por su labio inferior. Se lo lamió y le supo a sal. ¿Cómo iba a llegar al teléfono? Arrastrándose boca arriba por el suelo, apoyándose en los codos e impulsándose con los pies, como si nadase, como un gigantesco insecto acuático. No era a Bernie a quien debía llamar, sino a un médico; pero no era para tanto. Siempre le habían ocurrido cosas así cuando tenía que pronunciar una conferencia o leer poemas, algo doloroso pero demasiado leve para llamar al médico. Además, siempre le sucedía cuando estaba de viaje, en alguna ciudad en la que no conocía a ningún médico. En cierta ocasión pilló un resfriado y le quedó una voz que parecía surgir a través de una capa de barro. Otra vez se le hincharon las manos y los tobillos. Y las jaquecas eran cosa corriente, aunque en casa nunca tenía. Era como si algo quisiera entorpecer aquellas lecturas, como si tratase de impedir que las hiciese. Aguardaba a que adoptasen una forma más drástica, parálisis de los maxilares, ceguera temporal, crisis nerviosa. En eso pensaba durante las presentaciones, siempre: echada en una camilla, una ambulancia aguardando, y luego despertándose, a salvo y curada, con Bernie sentado junto a la cabecera de su cama. El le sonreiría, la besaría en la frente y le diría... algo mágico. Que les había tocado la lotería. Que había heredado una fortuna. Que la galería era solvente. Algo que significase que no tendría que volver a hacer aquello.

Ese era el problema: necesitaban el dinero. Siempre habían necesitado el dinero, durante los cuatro años que llevaban viviendo juntos. Y aún lo necesitaban. Al principio no les pareció tan importante. A Bernie le concedieron una ayuda a la creación artística para pintar, y luego se la renovaron. Ella tenía un empleo de media jornada y trabajaba en la biblioteca catalogando libros. Después ella publicó un libro en una editorial de segunda fila, y consiguió también una ayuda a la creación. Como es natural, dejó el empleo para aprovechar el tiempo al máximo. Pero Bernie se quedó sin dinero y le costaba mucho vender sus cuadros. Cuando vendía alguno, la galería se llevaba la mayor parte. El sistema de galeristas era injusto, le decía él. Y con otros dos pintores, constituyeron una cooperativa de artistas y abrieron una galería que, después de mucho hablarlo, decidieron llamar The Notes from Underground. Uno de sus socios tenía dinero, pero no querían aprovecharse de él. Repartirían gastos e ingresos entre los tres. Bernie le explicó todo esto a Julia, tan entusiasmado que a ella le pareció natural prestarle la mitad del dinero de su ayuda a la creación, para que pudieran empezar. En cuanto hubiese beneficios, le dijo él, se lo devolvería; incluso le regaló dos acciones de la galería. Pero aún no habían empezado a tener beneficios y, tal como Bernie comentó, la verdad era que Julia no necesitaba que le devolviese el dinero precisamente en aquel momento. Julia podía conseguir más. Ya tenía una reputación; era una pequeña reputación, pero le permitía ganar dinero con mayor facilidad y rapidez que él, aunque a base de viajar y de dar conferencias en las universidades. Julia era una «promesa», lo que significaba cobrar menos que quienes ya eran más que promesas. Las invitaciones que recibía para dar conferencias les bastaban para ir sobreviviendo. Pero, aunque las estudiaba una por una con Bernie, confiando en que él le desaconsejara las de menor interés, hasta entonces no le había aconsejado que rechazase ninguna. No obstante, era justo reconocer que Julia nunca le había confesado lo mucho que detestaba dar conferencias y lecturas, ver las miradas fijas en ella, sentir su propia voz flotar, distante, la única pregunta corrosiva que estaba segura se agazapaba entre las más inocuas: «Lo que quiero decir es si cree usted, de verdad, tener algo que decir».

En pleno febrero, nevando a base de bien, sangrando en las baldosas del suelo del cuarto de baño. Al ladear la cabeza podía verlas, blancos hexágonos unidos como celdillas de un panal, con una aislada baldosa negra regularmente espaciada.

Por unos irrisorios ciento veinticinco dólares (aunque no hay que olvidar que eso representa la mitad del arriendo) y veinticinco dólares diarios en concepto de dietas. Tuvo que coger el avión de la mañana (por la tarde no había cupos). ¿Quién demonios va a Sudbury en febrero? Un grupo de ingenieros. Ciudadanos prácticos, extrayendo el mineral, llenándose los bolsillos de dinero; dos autos y piscina. No se alojan aquí ni en broma. El comedor está casi vacío a la hora del almuerzo. Únicamente estamos un anciano que habla solo y yo. ¿Qué le ocurre? Se lo pregunto a la camarera. ¿Está loco? Se lo susurro. Está bien, pero es sordo, me dice ella. No es que se sienta solo, sino que está completamente solo desde que su esposa murió. Vive aquí. Supongo que es mejor que una residencia para ancianos. En verano el hotel está más concurrido. Muchos de nuestros clientes tramitan divorciarse. Se descubren enseguida, por lo que piden de comer.

No la alenté a seguir con el tema. Pero tenía que haberlo hecho, porque ahora nunca lo sabré. Por lo que piden de comer... Buscaba, como de costumbre, lo más barato de la carta. Necesitando los veinticinco dólares intactos, ¿por qué malgastarlos en comida? En esta comida. La carta refleja un torpe intento isabelino, todo deletreado con una «e» final. Me pedí una Ana Bolena special, una hamburguesa sin panecillo, con una salsa dulzona a modo de guarnición, seguida de mousse royale. ¿Sabrán que a Ana Bolena le cortaron la cabeza? ¿Será por eso por lo que te sirven la hamburguesa sin panecillo? Todo el mundo cree que los escritores saben más acerca de la mente humana, pero es un error. Saben menos. Por eso escriben. Para tratar de descubrir lo que todos dan por sentado. El simbolismo del menú, por el amor de Dios, ¿cómo se me ocurre pensar siquiera en ello? El menú no tiene simbolismo, no es más que un alelado intento de ser ingeniosa. ¿No es así?

Eres demasiado complicada, solía decirle Bernie, cuando aún se acariciaban y escudriñaban en sus respectivas psiques. Deberías tomártelo con calma. Echarte. Comerte una naranja. Pintarte las uñas de los pies. Y con eso, para él ya estaba todo arreglado.

Puede que ni siquiera se hubiese levantado aún. Solía dar una cabezada por las tardes, estaría echado allí bajo la maraña de mantas del departamento que compartían en Queen Street West (en el piso de arriba de la tienda, que antes era una cacharrería, pero que ahora era una boutique, y el alquiler se estaba poniendo por las nubes), cabeza abajo, los brazos caídos a los lados, los calcetines tirados en el suelo, como desinflados pies o endurecidas y azules huellas de pisadas que conducían a la cama. Incluso por las mañanas se levantaba cansinamente e iba casi a tientas a la cocina, buscando el café que ella ya había preparado. Aquél era uno de sus pocos lujos: verdadero café. Ella ya hacía horas que se había levantado; inclinada sobre la mesa de la cocina, concentrada ante una hoja de papel, royendo palabras, desfibrando el lenguaje. Él posaba su boca, llena aún de sueño, en la suya, y acaso la atrajese de nuevo al dormitorio y a la cama con él, a aquella líquida piscina de carne, recorriendo su cuerpo con la boca, placer peludo, sumiéndose en la ingravidez envueltos en la colcha. Pero él llevaba tiempo sin hacerlo. Se levantaba cada vez más temprano, y a ella le costaba más levantarse de la cama. Estaba perdiendo aquella compulsión, aquella alegría, lo que quiera que la impulsase a salir al frío aire de la mañana, a llenar todos aquellos cuadernos, todas aquellas páginas impresas. Ahora se daba la vuelta bajo las mantas cuando Bernie se levantaba, remetía bien los bordes, embutiéndose en lana. Empezaba a tener la sensación de que nada la esperaba fuera de los límites de la cama. No se trataba de vacío sino de nada, un cero con patas en el libro de aritmética.

«Salgo», le diría a su aturdida y abultada espalda. Estaba lo bastante despierta para oírlo. Luego volvía a sumirse en un húmedo sueño. Su ausencia era una razón más para no levantarse. Iría a Notes from Underground, que era donde por lo visto pasaba ahora la mayor parte del tiempo. Estaba contento de como iba. Les habían hecho varias entrevistas para el periódico. Julia comprendía perfectamente que algo pudiera considerarse un éxito aunque no diese dinero, ya que lo mismo le había ocurrido a ella con su libro; pero estaba un poco preocupada, porque últimamente él no pintaba mucho. Su último cuadro había sido un intento de realismo mágico. Era ella, sentada ante la mesa de la cocina, envuelta en la alfombra de cuadros que tenían a los pies de la cama, con un desgreñado moño, con aspecto de víctima de una hambruna. Lástima que la cocina fuese amarilla, porque le dejaba la piel verde; aunque la verdad era que no lo había terminado. Papeleo, lo llamaba él. En eso debían de írsele las mañanas en la galería, en eso y en contestar al teléfono. Tenían acordado turnarse los tres, y él debía de quedar libre a las doce; pero, por lo general, terminaba yendo también por las tardes. La galería había atraído a varios pintores jóvenes, que se sentaban allí bebiendo café instantáneo en vasitos de plástico y cervezas en lata, y debatiendo si todo aquel que comprase una acción de la galería debía tener derecho a exponer allí, y si la galería debía cobrar comisiones y, de no ser así, cómo iba a sobrevivir. Tenían varios planes y habían contratado a una muchacha para que se ocupase de las relaciones públicas, de los carteles, del envío de las invitaciones por correo y de dar la lata a los medios informativos. Era una muchacha que trabajaba por su cuenta (lo hacía para otras dos galerías y para un fotógrafo publicitario). Estaba empezando, decía Bernie. Pero ella hablaba de que los iba a hacer subir. Se llamaba Marika. Julia la había conocido en la galería, cuando aún solía dejarse caer por allí por las tardes. Le parecía que hacía una eternidad.

Marika era una rubia de aterciopelado cutis, de veintidós o veintitrés años (unos cinco o seis años más joven que Julia). Aunque su nombre sonaba exótico, acaso húngaro, tenía un marcado acento de Ontario y se apellidaba Hunt. Una extravagancia de la madre o un capricho del padre por cambiarle el nombre. O acaso la propia Marika lo eligiese. Estuvo muy simpática con Julia.

—He leído tu libro —le dijo—. No leo mucho, porque no tengo tiempo, pero pedí prestado el tuyo en la biblioteca, porque Bernie me lo comentó. No creí que fuese a gustarme, pero la verdad es que está muy bien.

Julia agradecía —en exceso, según Bernie— que alguien dijese que le gustaba su obra o, simplemente, que la hubiese leído. Sin embargo, oyó una voz en su interior que decía: «Cágate en su estampa». Era la manera que tenía Marika de hacer un cumplido: como quien le da una galleta a un perro, en parte un premio y en parte un soborno, y con condescendencia. Desde entonces habían tomado café juntas en varias ocasiones. Siempre era Marika quien se dejaba caer por allí, para algún que otro recado que le hubiese encargado Bernie. Se sentaban a hablar en la cocina, pero nunca llegaron realmente a sintonizar. Eran como dos madres en una fiesta de cumpleaños, sentadas aparte, mientras sus hijos alborotaban y se atiborraban. Se trataban con amabilidad. Pero el verdadero centro de atención estaba en otra parte.

—Siempre he pensado que a mí también me gustaría escribir —dijo en una ocasión Marika.
Julia tuvo la sensación de que brotaba una roja llamarada en su nuca, y estuvo a punto de derramarle el café encima. Pero enseguida comprendió que Marika no lo había dicho con la intención que ella creía; solo quería aparentar que se interesaba en lo suyo.
—¿Y no te da miedo quedarte sin... material?
—Sin material, no; sin energía, sí —replicó Julia en son de broma, aunque en el fondo no hacía más que expresar un temor auténtico. ¿Acaso no era lo mismo?
—Según Einstein —dijo. Como por lo visto Marika no captó la relación, esta le dirigió una mirada de risueña extrañeza y desvió la conversación hacia el cine.

La última vez que Marika se presentó en el departamento, Julia aún no se había levantado de la cama. No tenía excusa, ninguna explicación. Estuvo a punto de decirle que se largase, pero Bernie necesitaba la libreta negra, en la que tenía anotados los números de teléfono, y no tuvo más remedio que dejarla entrar. Marika se recostó en el marco de la puerta del dormitorio, asomó su displicente mirada, balanceando su bolso tejido a mano, mientras Julia, con el pelo sin lavar colgándole por encima del camisón, obnubilada y con la boca pastosa, se arrodillaba en el suelo y rebuscaba por los desperdigados bolsillos de Bernie. Por primera vez desde que vivían juntos deseó que, para variar, hubiese colocado bien la ropa. Se sentía en evidencia, aunque sin razón, porque no era su ropa, no era ella quien la dejaba tirada por el suelo. Marika exudaba sorpresa, embarazo y cierto júbilo, como si los sucios calcetines y los pisoteados tejanos de Bernie fuesen el delicado punto flaco de Julia, que siempre había deseado ver con sus propios ojos.

—No sé dónde la habrá puesto —dijo Julia, exasperada—. Tendría que dejarlo todo como es debido —añadió, demasiado a la defensiva—. Que aquí hacemos todo los dos.
—Ya, pero con tu trabajo... —dijo Marika.

Escudriñaba la habitación con la vista; la grisácea cama; el suéter de Julia hecho un higo en la silla del rincón, el aguacate de hojas de bordes marronosos que tenían en el alféizar, su única planta. Julia la había hecho crecer a partir de una semilla tras un atracón de aguacates (aunque no recordaba la razón de semejante festín), pero estaba desmedrada. Hojas de té. Había que echarle hojas de té, ¿o era carbón lo que había que echarle?

La libreta apareció al fin debajo de la cama. Julia la sacó con una pelota de pelusilla que se le había prendido. Vio mentalmente una pequeña placa, como las que colocan en las cosas que pasan a la historia: «pelota de pelusilla. Fue propiedad de Julia Morse, poeta». Con un grupito de aburridos escolares mirando a través del cristal de una urna. Ese era el futuro, si es que había futuro, si seguía escribiendo, si llegaba a ser por lo menos marginalmente notable, una obligada nota a pie de página en una tesis doctoral. Fragmentos residuales después de la generalizada podredumbre, polvo recogido y clasificado, como las vértebras de los dinosaurios. Exangües.

Le tendió la libreta a Marika.

—¿Te apetece un café? —le preguntó, en un tono de voz que invitaba a rechazarlo.
—No quiero molestar —dijo Marika, que, sin embargo, se quedó a tomarlo, comentando con chispeante entusiasmo sus planes para una exposición colectiva que titularían «De abajo arriba».

Sus ojos recorrían la cocina, mirando el grifo que goteaba, el trapo maloliente con que lo habían vendado, la vieja tostadora rodeada de migas como los residuos de un leve deslizamiento de tierras.

—Me alegra mucho que podamos ser amigas —dijo Marika antes de irse—. Bernie dice que no tenemos nada en común, pero creo que nos llevamos realmente bien, porque es que allí casi todos son hombres.

Aquello podía ser una adulterada variedad de feminismo, pensó Julia, pero no lo era. La voz de Marika apestaba a club de bridge. «Realmente bien». Qué incongruencia. Con aquellos tacones de ocho centímetros y aquel airoso culo. Las visitas de Marika la hacían sentirse como una beneficiaria de la asistencia social. No sabía cómo hacer para que dejase de ir, sin ser demasiado grosera. Porque, además, la exasperaba que la privase de un tiempo que necesitaba para trabajar, aunque cada vez tenía menos trabajo.

Bernie parecía no percatarse de que, por entonces, apenas hacía nada. Ya no le pedía que le dejara leer lo que hubiese escrito durante el día. Cuando llegaba a casa a la hora de cenar hablaba obsesivamente de la galería, comiendo un plato tras otro de espaguetis y (por lo menos así se lo parecía a ella) devorando barras de pan. Cada vez tenía más apetito, y últimamente habían empezado a discutir por lo mucho que gastaban en comer y por quién debía ir a la compra y cocinar. Al principio lo compartían todo, ese era el acuerdo. De buena gana le hubiese dicho que, como ahora él comía el doble que ella, debía comprar y pagar más de la mitad; pero pensó que sería mezquino de su parte decírselo así. Sobre todo porque siempre que hablaban de dinero él decía «No te preocupes, que cobrarás», como si le echase en cara el préstamo para la galería, que era probablemente lo que hacía.

¿Qué hora es? Asoma la muñeca: las seis y media. La hemorragia parece haber remitido, pero la sangre sigue espesándose, mientras desciende por su garganta. Una vez, una profesora del instituto entró en el aula con los dientes ribeteados de sangre. Debía de haber ido al dentista y luego no se habría mirado al espejo; pero le teníamos tanto miedo que no le dijimos nada y pasamos toda la tarde dibujando tres tulipanes en un jarrón, presididos por aquella sonrisa sedienta de sangre. Tengo que recordar cepillarme los dientes y lavarme bien la cara, porque una gota de sangre en el mentón podría perturbar al público. La sangre, el fluido elemental, el jugo de la vida, subproducto del nacimiento, preludio de la muerte. La roja medalla al valor. La bandera del pueblo. Quizá pudiese ganarme la vida redactando discursos políticos, si todo lo demás me falla. Pero cuando mana de la nariz no es mágica ni simbólica, sino ridícula. Sujeta por la nariz a la geométrica retícula del suelo del cuarto de baño. No seas del todo estúpida, ponte en marcha. Levántate con cuidado; si la hemorragia persiste, anula la lectura y coge el avión (¿dejando un reguero de coágulos?). Esta noche podría estar en casa. Bernie está allí ahora, aguardando a que llame, que ya es la hora.

Se levantó despacio, sujetándose al lavamanos, y fue al dormitorio con la cabeza ligeramente echada hacia atrás. Buscó a tientas el teléfono y lo cogió. Marcó el cero y le pidió a la telefonista que hiciese la llamada. Escuchó los ruidos del espacio exterior que hacía el teléfono, esperando nerviosamente oír la voz de Bernie, notando ya su lengua en la boca. Se meterían en la cama y después harían una especie de picadillo, los dos solos en la cocina, con el horno de gas encendido y abierto para calentarlo, como solían hacer. (Su mente prescindió de los detalles de lo que podían comer. Sabía que no había nada en el refrigerador, salvo un par de salchichas semicaducadas, ni siquiera panecillos). Las cosas irían mejor, el tiempo daría marcha atrás, hablarían, ella le diría lo mucho que lo había echado de menos (porque ciertamente había estado fuera más de un día), se abriría el silencio, el lenguaje fluiría de nuevo.

Comunicaba.

No quería pensar en su decepción. Llamaría por teléfono más tarde. Ya no sangraba, aunque notaba cómo se formaba la costra en el interior de su cabeza. De modo que se quedaría, haría la lectura, cobraría y destinaría el dinero a pagar el arriendo. ¿Qué otra posibilidad cabía?

Era ya la hora de cenar y estaba hambrienta, pero no podía permitirse gastar en la cena. A veces invitaban al poeta a cenar; a veces daban una fiesta en la que podía atiborrarse de galletitas saladas y de queso. Pero allí no organizaban nada de nada. La iban a recibir al aeropuerto, eso era todo. Se percataba de que no habían repartido carteles, que no habían hecho ninguna publicidad. Poco público y nervioso, al ver que habían ido ellos pero nadie más, sorprendidos en una lectura sin interés. Y ella ni siquiera tenía pinta de poeta, llevaba un traje sastre azul marino, cómodo para subir escaleras y a los autos. Quizá llevar vestido ayudase, algo que fluyese, etéreo. ¿Pulseras, un tafetán?

Se sentó en el borde de la silla de respaldo vertical, frente a un cuadro de dos patos muertos y de un setter irlandés. Tenía que hacer tiempo. No había televisor. ¿Leer una Biblia de Gideon? No, no podía ser nada demasiado agotador, no quería volver a sangrar. Dentro de media hora pasarían a recogerla. Y luego los ojos, las manos educadas, las compuestas sonrisas. Después todo el mundo murmuraría. «¿No se siente vulnerable ahí arriba?», le preguntó un día una jovencita. «No», le había contestado ella, porque era la verdad, no se trataba de ella, solo leía sus poemas más tranquilizadores, no quería perturbar a nadie; pero recelaban de todas maneras. Por lo menos ella no se emborrachaba antes, como hacían muchos otros. Quería ser amable, y todos lo aprobaban.

Salvo los más ávidos, los que querían conocer el secreto, que creían que había un secreto. Después se dispersarían, estaba segura, deambulando por los bordes, tras los murmurantes miembros de la comisión, sujetando paquetitos de poemas, tendiéndoselos medrosamente, como si las páginas fueran carne viva que no soportasen tocar. Recordaba la época en que ella se había sentido así. La mayoría de los poemas serían decepcionantes, pero, de vez en cuando, surgía alguno que tenía algo, la energía, lo inefable. «No lo hagan», sentía el impulso de decirles, «no cometan el mismo error que yo». Pero ¿cuál había sido su error? Pensar que podía salvar su alma, sin duda. Solo mediante la palabra.

¿De verdad creía yo eso? ¿De verdad creía que el lenguaje podía cogerme del pelo y levantarme hasta hacerme asomar al aire libre? Pero si se deja de creer, ya no se puede seguir haciéndolo, ya no puedes volar. De modo que aquí estoy pegada a la silla. «Un sonriente hombre público de sesenta años». ¿Crisis de fe? ¿Fe en qué? La resurrección, eso es lo que se necesita. Remontarse. Desembarazarse de esas obsesiones, de esas ficciones, «él dijo, ella dijo», acumulando razones y agravios; los diablos de las sombras. De lo contrario, no quedaría más que el resto de mi vida. Algo se ha congelado.

Sálvame, Bernie.

Estuvo muy amable por la mañana, antes de que ella se marchase. De nuevo el teléfono, la voz vuela a través de la oscuridad del espacio. Huecos timbrazos, un clic.

—Hola.

Es una voz de mujer, la de Marika. Ya sabía quién iba a llamar.

—¿Puedo hablar con Bernie, por favor?

Era una estupidez actuar como si no reconociese la voz.

—Hola, Julia —dijo Marika—. Bernie no está. Ha tenido que marcharse un par de días, pero sabía que ibas a llamar esta noche y me ha pedido que viniese. De modo que no te preocupes por nada. Me ha dicho que te vaya bien la lectura y que no olvides regar la planta cuando vuelvas.
—Oh, gracias, Marika —dijo ella.

Como si fuese su secretaria, dejándole mensajes para la idiota de su esposa mientras él... No podía preguntar adonde había ido. Si ella iba de viaje, ¿por qué no podía ir él? Si él quería decirle adonde, se lo diría. Se despidió y, al colgar el auricular, creyó oír algo. ¿Una voz? ¿Una risa?

No ha ido a ninguna parte. Está allí, en el departamento, ya lo veo, ya debe de hacer semanas que dura, meses, allí en la galería, «He leído tu libro», dando el pistoletazo de salida para la competición. Debo de ser idiota, todo el mundo lo sabía menos yo. Viniendo a casa a tomar café conmigo, observando a la competidora. Confío en que tengan la delicadeza de cambiar las sábanas. No ha tenido valor para decírmelo, va a regar la planta, de todas maneras está muerta. Melodrama en un estacionamiento, largas franjas de asfalto salpicadas de rodales de animales atropellados. ¿En esto se ha convertido mi vida?

Abismo en esta habitación entre montones de escoria, en la luna muerta, con dos patos sacrificados y un perro disecado, ¿por qué has tenido que hacerlo así, estando yo de viaje, que sabes que me agota, estas duras pruebas, caminando entre ojos? ¿No podías haber aguardado? Te lo has montado muy bien. Volveré, te chillaré y te gritaré, y tú lo negarás todo, me mirarás con total frialdad y dirás: «Pero, ¿de qué hablas?». Y de qué hablaré, puedo equivocarme. Nunca lo sabré. Precioso.

Es casi la hora.

Llegarán, los dos amables jóvenes que aún no habían encontrado trabajo. Ella se sentará en el asiento del acompañante de su Volvo y durante todo el trayecto hasta el lugar de la lectura, mientras pasan entre la nieve acumulada hasta la mitad de los postes del tendido telefónico, los dos jóvenes compararán las ventajas de este auto con las del auto que tiene uno de los que no conduce, sentado en el asiento trasero con las piernas dobladas como un saltamontes.

Ella será incapaz de abrir la boca. Mirará la nieve que se estrella en el parabrisas, que los limpiaparabrisas se encargan de despejar, y será rojo, será como un sólido muro rojo. Una traición, eso es lo que detesta, porque se prometieron no mentirse nunca.

Con el estómago lleno de sangre, la cabeza llena de sangre, al rojo vivo, puede al fin sentirla, la rabia acumulada durante mucho tiempo, la energía, las palabras zumbando tras sus ojos como abejas en primavera. Algo está hambriento, algo se tensa como un muelle. Una larga canción se trenza y se destrenza justo enfrente del parabrisas, por donde cae la nieve roja, vivificándolo todo. Estacionan el virtuoso auto y los dos jóvenes la conducen al auditorio, un bloque de color gris ceniza, donde un grupo de amables rostros aguarda a oír la palabra. Las manos aplaudirán, dirán cosas acerca de ella, nada asombroso, se da por sentado que es buena para ellos, tienen que abrir la boca y sorberla, como vitaminas, como una inocua medicina. No. Nada de dulce identidad. Subirá al estrado, con las palabras en el disparadero, abrirá la boca y la sala estallará en sangre.



en Érase una vez (Antología), 2007











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