martes, septiembre 15, 2020

«Intelectuales», de Federico Galende





La figura del intelectual, sobre la que me pidió anoche Juan Carlos Villavicencio unas palabras, es como se sabe más que controversial, sobre todo por estos días. Acaso buscando un pie forzado, se me vienen a la mente algunos intelectuales, y cuando se asoma Sartre, pienso partir diciendo algo sobre él, pero me resulta imposible porque a Sartre, si algún día escribiera sobre él, le dedicaría un libro: tocó el tema de las manos sucias, anudó el peso de las biografías con los de la historia, hizo pasar el peso infernal de la consciencia por los dilemas del existir, dedicó libros ineludibles a Flaubert, a Genet, pensó a Lawrence de Arabia, pensó las formas más hondas del drama de la dialéctica. Pero ¿qué fue lo que quedó de todo eso? Nada, y a pesar de que lo leímos con fervor, de él quedan hoy más las maneras en que combinaba las drogas que los acertijos que sembró en la noche oscura de la filosofía. Se lo puede seguir leyendo, claro, pero a la manera de un Keith Richards (Bruno Cuneo reta a sus hijos de seis años diciéndoles que vayan pensando en el mundo que le van a heredar a Keith Richards) pasado por las filosofías de la existencia. ¿Cómo vamos a seguir hoy sosteniendo la idea de que las artistas o los intelectuales éramos los que íbamos a cambiar el mundo para crear al hombre nuevo? Por favor. Pasaron cosas, se transformaron los regímenes de pensamiento. Hay que comprender. Un caso: Roman Polanski. ¿No acaba de hacer una película sobre el affair Dreyfus, con Zola y la cuestión judía como fermentos de los que había nacido esa palabra, la palabra intelectual? Lucrecia Martel (que despiezó el cine de Leonardo Fabio y lo volvió a montar como un relojito con una colección de rodamientos, manillas y agregados novedosos que arman algo único y magistral) le vació sin embargo la sala a Roman Polanski, y prefirió convidar sus caramelos a Pedro Almodóvar, cuyo cine es menos intelectual que el de Polanski y quien estrenaba en ese momento una película sobre el deseo que hizo como doscientas veces. ¿Qué está ocurriendo? Está ocurriendo esto, y hay que pensar. Ocurre que las cosas se transforman, mutan, y ya no estamos en el mundo de Sartre y el de los intelectuales que van a cambiar el mundo. Estamos en otra cosa. No se le da un premio a Gumucio en el país en el que escribió Pedro Lemebel, así como no voy a escribir yo sobre Sartre en un país en el que aquella vieja misión fue invertida por el mismo Víctor Jara. ¿O acaso no nos dimos cuenta? Víctor Jara no dijo que iba a cambiar el mundo, dijo que iba a tirar una colilla para que la recogiera quien quiera. Al hombre que escribió estas palabras tan simples en este país le martillaron las manos y lo asesinaron como a un perro. ¡Hay que entender que todo esto es un horror! Y este horror es incomprensible. Pero están esas manos, que son muy importantes para nosotras, para nosotros, así como fueron importantes las manos en general en la filosofía del siglo XX, es decir, en la fenomenología. La obra más importante de la filosofía del siglo XX (sin que interese que a mí no me interese) es Ser y Tiempo, un libro que apuntó a destruir la historia de la filosofía exhibiéndola como una mala novela que había vivido contándose cuentos a sí misma. El ente intramundano (las cosas que están en el mundo, para hacerla rápida) de Heidegger tiene todo que ver con las manos, porque para Heidegger las cosas se dan a su empleabilidad. Un martillo se da a la mano para martillar y la luna, que puede ser el objeto de un poema, es antes que nada una cosa a mano que ilumina durante las noches el sendero de los campesinos. Es la manera que encontró este hombre para desarmar a Descartes, también él un novelista que había desertado de las tropas de Maximiliano de Baviera para pegar el culo a una estufa en un cuartel de Núremberg y narrar los periplos de una idea que no se tomó el trabajo de acompañar. La obra en cuestión: El discurso del método. ¿Acaso no es más interesante la parodia que sobre ese libro desarrollo Alejo Carpentier? ¿No es más interesante el narrador de Benjamin, un narrador que no es sólo Leskov, sino las campesinas pobres, los nadie, los cualquiera? Orejas de los pueblos hambreados tendidas en urdimbres de orejas. Todo eso es mucho mejor que escribir novelas. Pero esto significa justamente que entonces no todo está a la mano. Esto puede haber sido así para Heidegger, que no debe haber sido muy de acariciar. Pero hay otras maneras de emplear las manos: la manera de Jara, o aquella a la que el filósofo Levinas apeló a la hora de hablar sobre la caricia, de la que dijo cosas fundamentales. Dijo por ejemplo que en la caricia, la mano, literalmente no sabe lo que busca. Esto es hacer buena filosofía: no querer asirlo todo, sino buscar lo que no se sabe, extenderse en lo impropio, entrar a la casa de los muertos, impedir que el pensamiento arregle cuentas con lo pensado. ¿Sabemos lo que queremos? No, estamos pensando, es decir, estamos desnudas, estamos desnudos. Todo esto es muy hippie, pero los hippies no entendieron algo: que la cuestión de la desnudez no es la de romper con el pudor para liberarse, es la de quedar desesperadamente expuestos al último resto de ser del que no podemos huir. Por supuesto, Deleuze me rebatiría, porque a diferencia de Derrida no trajo la ética desde Levinas, sino desde Spinoza. Pero también aprendimos de ellos otros asuntos: que es una verdadera idiotez tratar de hacer calzar las empatías con las afinidades de pensamiento. Machuca era mi amigo, nos divertíamos, conversábamos, nos caíamos bastante bien, pero el mundo lo pensábamos exactamente al revés. Y sin embargo me caía mucho mejor que Salazar o Rancière, con quienes puedo compartir algunas ideas, pero de quienes jamás sería amigo por la sencilla razón de que no los soporto. Entonces quizá ha llegado la hora de no seguir defendiendo a como dé lugar al sujetito que somos. ¿Para qué? Si ese sujeto llega tarde a todo lo que nos conmueve: fuma después de un orgasmo, pero no está en el orgasmo, es un espectador pasivo de nuestro desfondamiento común en aquello de lo que nos enamoramos. Tampoco el que se enamora es un sujeto sensible. La sensibilidad es una facultad egoísta inventada por Kant el mismo año en que Goya (que no tenía la más mínima idea de que en Königsberg un filósofo estaba fundando el juicio estético) perdió parte de sus sentidos. Fue por goleada el mejor pintor de muchísimos siglos, le decían «el sordo», y el sordo, habiendo hecho una revolución en el arte, terminó retratándose a sí mismo a los ochenta años caminando sobre un par de muletas bajo un cartelito que decía: ¡Todavía aprendo! ¿Cómo no vamos a seguir aprendiendo nosotras, nosotros? ¿Cómo es esto de que los libros, el arte, las canciones no sirven ya para nada? Si vamos a hacer una revolución, como la vamos a hacer, entonces tenemos que aprender. Por ejemplo, a ser aun más pequeños, porque la pequeñez ha logrado grandes cosas. Kafka, como es sabido, no comía para estar cada vez más delgado y llegar a ser aun más invisible e insignificante que el célebre insecto al que inmortalizó en el mejor relato que se escribió en todo el siglo XX: La metamorfosis. Puede ser difícil alcanzar eso, pero qué importa alcanzarlo si podemos aprender de sus dietas. ¿Para qué? Para lograr cosas como las que estamos logrando: sublevaciones cimentadas en encadenamientos infinitos de cosas pequeñas. Una cosa pequeña puede ser, por ejemplo, una canción: anoche, después de hablar con Villavicencio, me serví una copa de vino y me senté a escuchar una y otra vez algo tan pequeño como una canción. La cantaba Liliana Herrero, una mujer magistral, que raspa la voz como si Joni Mitchell se hubiese tomado todos los bourbones de Tom Waits. La canción la escribió otro pequeño que lo revoluciona todo, el poeta Fernando Cabrera, y se llama La casa de al lado. Trata de un tipo cualquiera como yo que se sienta triste en el corazón de un pueblito perdido a ver cómo pasa el tiempo. ¿Y? ¿Qué tiene que ver esto con lo que ahora estamos llamados a cambiar? Mucho que ver, porque es una canción sobre la inmovilidad, y la inmovilidad es uno de los principios de las transformaciones: la animosa agitación de un pueblo castigado es también la niña triste que se sienta a escribir un poema en la tarde mientras el poder se paraliza. ¿Y si no por qué lo de la colilla de Víctor Jara? Quién va a ganar: ¿la gran misión de Sartre con intelectuales especializados en cambiar la historia o esa pequeña colilla tirada para que la recojan los que quieran? No es un dilema menor. En la canción que menciono no hay hora, no hay tiempo, no hay reloj, no hay antes ni luego ni tal vez. Ni lejos ni viejos. No hay jamás. ¿No es ese nuestro tiempo, el tiempo que estamos conquistando? Convendría no olvidar al respecto que un año atrás este pueblo clavó ese tiempo en un cartel. Ahora somos todas y todos los brujos de ese tiempo, los brujos de los relojes, y no estoy seguro de que sea una buena idea permitir que vengan los doctores de siempre a medirle a este pueblo el corazón. ¿No fueron acaso esos doctores, a título de tomarse lo que era de todos como si fuese de ellos (no importa si el destino de las masas, los gabinetes de los gobiernos, los cenáculos donde se modelan los grandes lineamientos) cómplices blanqueados de los crímenes más horribles, incluido el de Víctor Jara? Este hombre había querido escribir canciones hermosas y tirar una colilla, solo eso. Entonces: el país por esa colilla, la vida entera por esa colilla. Se tiene la sensación de que ha llegado el momento de que la recojamos.



15 de septiembre, 2020


































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