miércoles, septiembre 30, 2020

“Una visita de caridad”, de Eudora Welty



 

Era media mañana, un día claro, muy frío. Una chica de catorce años, cargada con una maceta, saltó del autobús frente al asilo de ancianas, en los arrabales de la ciudad. Vestía un abrigo rojo, el cabello rubio y liso le caía suelto desde la puntiaguda gorra blanca que aquel año llevaban todas las niñas. Se detuvo un momento junto a los oscuros arbustos espinosos con que el ayuntamiento había embellecido el asilo, y luego avanzó despacio hacia el edificio de ladrillo encalado que reflejaba el sol invernal como un bloque de hielo. Mientras subía cansinamente los escalones, se cambió de mano la maceta. Después tuvo que dejarla y quitarse los mitones para poder abrir la pesada puerta.

—Soy una exploradora... tengo que visitar a una anciana —dijo a la enfermera recepcionista. Esta era una mujer de uniforme blanco, que parecía tener frío. Llevaba el pelo muy corto y levantado en la coronilla, exactamente como una ola marina. Marian, la niña, no le dijo que aquella visita añadiría un mínimo de tres puntos a su calificación.

—¿Tiene relación con alguna de nuestras residentes? —preguntó la enfermera. Alzaba una ceja y hablaba como un hombre.

—¿Con alguna anciana? No, pero... en fin, me servirá cualquiera —tartamudeó Marian. Con la mano libre, se echó el pelo hacia atrás, por detrás de las orejas, como hacía cuando era hora de estudiar ciencias.

La enfermera se encogió de hombros y se levantó.

—Es una bonita Multiflora cineraria —comentó mientras enfilaba el pasillo de puertas cerradas para elegir una anciana.

El linóleo del suelo estaba hinchado y suelto. Marian tenía la sensación de caminar sobre olas, pero la enfermera no lo advertía. El pasillo olía como el interior de un reloj de pared. El silencio fue total hasta que tras una de las puertas se oyó un carraspeo que parecía el balido de una oveja. Esto decidió a la enfermera. Se detuvo, extendió primero el brazo, lo dobló a continuación por el codo e inclinó el cuerpo hacia delante desde las caderas, todo esto para mirar el reloj que llevaba en la muñeca. Luego llamó sonoramente a la puerta dos veces.

—Hay dos en cada habitación —dijo por encima del hombro.—¿Dos qué? —preguntó sin pensarlo Marian. Aquella especie de balido de oveja estuvo a punto de hacerle dar la vuelta y salir corriendo.

Una anciana abría la puerta en tirones breves, graduales, y, al ver a la enfermera, una extraña sonrisa forzó en su viejo rostro una expresión peligrosamente torcida. Marian, empujada de repente por el brazo firme e impaciente de la enfermera, vio a un costado el perfil de otra anciana, aún más vieja, tumbada en la cama con un gorro puesto y tapada con una colcha hasta la barbilla.

—Visita —dijo la enfermera y, tras otro empujón, desapareció pasillo adelante.

Marian no sabía qué decir; sostenía la maceta con las dos manos. La vieja, aún con aquella terrible sonrisa cuadrada (que era una sonrisa de bienvenida) estampada en la cara huesuda, estaba esperando... Quizá dijese algo. La vieja de la cama no decía absolutamente nada, ni miró en torno a ella.

Marian vio de pronto una mano, rápida como la garra de un ave, alzarse en el aire y arrebatarle la gorra blanca de la cabeza. Al mismo tiempo, otra garra similar la arrastró al interior de la habitación, y al cabo de un instante la puerta se cerró tras ella.

—Bien, bien, bien —dijo la anciana a su lado.

Marian se quedó cercada por una cama, un lavamanos y una silla; pero para la pequeña habitación era aún demasiado mobiliario. Todo olía a humedad, hasta el suelo desnudo. Se apoyó en el respaldo de la silla, que era de mimbre y resultaba suave y húmedo al tacto. El corazón le latía cada vez más despacio, las manos se le iban enfriando y no distinguía si las viejas decían algo o estaban calladas. No podía verlas con claridad. ¡Qué oscuridad había! La persiana estaba bajada, y la única puerta, cerrada. Marian miró al techo... Era como estar atrapada en una cueva de ladrones, poco antes de que te asesinen.

—¿Has venido para ser un rato nuestra niñita? —preguntó el primer ladrón.Luego le quitaron algo de la mano... la maceta.—¡Flores! —chilló la anciana; se quedó con el tiesto en la mano, indecisa—. Lindas flores — añadió.Entonces la anciana de la cama carraspeó y habló:—No son bonitas —dijo de forma muy audible, a pesar de que seguía sin mirar.Marian movió de repente la silla y se sentó.—Lindas flores —insistió la primera anciana—. Lindas, lindas...Marian deseó recuperar la maceta, aunque solo fuera un momento, pues se había olvidado de mirar bien la planta antes de regalarla. ¿Qué flores tenía?—Estramonio —dijo la otra anciana con voz aguda. Tenía la frente blanca muy arrugada y los ojos encarnados, como las ovejas. Los volvió de repente hacia Marian. La bruma pareció alzarse en su garganta otra vez, y baló—: ¿Quién eres? Marian comprobó asombrada que era incapaz de recordar su nombre.—Soy una exploradora —respondió al fin.—Cuidado con los gérmenes —baló la vieja, sin dirigirse a nadie.—Vino una a vernos el mes pasado —dijo la primera vieja. ¿Una oveja o un germen?, se preguntó Marian como en sueños, apoyando las manos en la silla.—¡No es cierto! —gritó la otra anciana.—¡Sí que lo es! ¡Léenos la Biblia, que disfrutaremos mucho! —chilló la primera.—¿Quién disfrutará? —dijo la vieja de la cama. De repente su boca era pequeña y compungida, como la de un cachorrillo.—Las dos disfrutaremos —insistió la otra—. Tú disfrutarás. Yo disfrutaré.—Todas disfrutaremos —dijo Marian, sin darse cuenta de que había hablado.La primera vieja acababa de colocar el tiesto arriba, bien alto sobre el armario ropero, donde apenas podía verse desde abajo. Marian se preguntó cómo habría podido colocarlo allí, cómo habría podido alcanzar tan alto.

—No le hagas ningún caso a la vieja Addie —le decía ahora a la niña—. Hoy está muy achacosa. —¿Quieres callarte? —exclamó la mujer de la cama—. No lo estoy.—Claro que lo estás.—Solo podré quedarme un momento... En realidad, tengo que irme —dijo Marian de repente.

Bajó la vista al húmedo suelo y pensó que si se pusiera enferma tendrían que dejarla ir.La primera anciana se sentó con gesto teatral en una mecedora (¡otro mueble!) y empezó a mecerse. Con los dedos de una mano tocaba un camafeo muy sucio que llevaba prendido en el pecho.—¿Qué haces en el colegio? —preguntó.—No sé... —dijo Marian. Intentó pensar, pero no lo consiguió.—Oh... qué lindas son esas flores —cuchicheó la anciana. Parecía mecerse cada vez más deprisa; Marian no entendía cómo alguien podía mecerse tan deprisa.—Feas —dijo la vieja de la cama.—Si traemos flores... —empezó Marian, y luego se calló. Había estado a punto de decir que si las exploradoras llevaban flores al asilo de ancianas, la visita les proporcionaba un punto más, y si llevaban consigo una Biblia en el autobús y se la leían a las ancianas, contaba doble. Pero, de hecho, la anciana no la escuchaba; estaba meciéndose y mirando a la otra, que a su vez la miraba desde la cama.

—La pobrecilla Addie está achacosa. Tiene que tomar medicinas, ¿ves? —dijo señalando con un dedo córneo una hilera de frascos que había en la mesita y meciéndose tan fuerte que sus zapatillas negras se levantaban del suelo como las de un niño.

—No estoy más enferma que tú —contestó la vieja de la cama.

—¡Claro que lo estás!—Lo que pasa es que tengo más juicio que tú —dijo la otra vieja asintiendo con la cabeza.—Es que le gusta llevar la contraria cuando vienen ustedes —repuso la primera vieja con súbita intimidad. Paró la mecedora poniendo limpiamente un pie en el suelo y se inclinó hacia Marian. Tendió la mano: su tacto era como el de una hoja de petunia, persistente y solo un poquito pegajoso.

—¡Cállate ya! ¡Cállate ya! —gritó la otra.Marian se echó hacia atrás rígidamente en la silla.—Cuando yo era una niñita como tú, iba al colegio y todo —dijo la vieja con la misma voz íntima, amenazante—. No aquí, en otra ciudad...—¡Cállate! —ordenó la mujer enferma—. Tú nunca fuiste al colegio. Nunca fuiste y nunca viniste. Nunca estuviste en ningún sitio; solo aquí. ¡No naciste jamás! No sabes nada. Tienes la cabeza vacía, el corazón y las manos y ese viejo bolso negro, todo lo tienes vacío, hasta esa cajita que trajiste contigo la trajiste vacía..., tú me la enseñaste. Y, sin embargo, hablas, hablas, hablas, hablas, hablas, hablas sin parar hasta que creo que voy a volverme loca. ¿Quién eres tú? ¡Una desconocida! ¡Una completa desconocida! ¿No sabes que eres una desconocida? ¿Es posible que le hayan hecho de verdad una cosa así a alguien, enviar a una desconocida para que hable y hable y se columpie en esa mecedora y suelte su interminable cháchara? ¿Es que creen de verdad que voy a poder soportarlo, día tras día, noche tras noche, vivir en la misma habitación que una vieja espantosa... eternamente?

Marian vio que los ojos de la anciana relumbraban y se volvían hacia ella. Aquella vieja la miraba con desesperación y astucia en el rostro. Sus labios pequeños se abrieron de pronto y dejaron al descubierto un semicírculo de dientes postizos y negruzcas encías.

—Ven aquí, quiero decirte una cosa —cuchicheó—. ¡Ven aquí!Marian temblaba y durante un instante el corazón casi le dejó le latir.—Vamos, vamos, Addie —dijo la primera anciana—. Eso no está bien. ¿Sabes lo que le pasa en realidad hoy a la vieja Addie? —También ella miraba a Marian; tenía un párpado caído. —¿Lo que le pasa? —repitió estúpidamente la niña—. ¿Qué es lo que le pasa?

—¡Que está loca porque es su cumpleaños! —contestó la primera anciana empezando a mecerse otra vez y lanzando un pequeño cacareo, como si hubiera acertado su propia adivinanza. —¡No lo es, no lo es! —chilló la vieja de la cama—. No es mi cumpleaños, solo yo sé cuándo es mi cumpleaños, y te ruego que te calles y no digas nada más, porque si no voy a perder la cabeza. —Volvió los ojos hacia Marian de nuevo y enseguida, con voz nebulosa y suave, dijo—: Cuando ya se pone insoportable, llamo a este timbre y viene la enfermera.Tenía una mano fuera de la colcha remendada, una mano pequeña y delgada con grandes manchas negras. Con un dedo que no se sostenía quieto señaló una campanita que había en la mesa, entre las botellas.

—¿Qué edad tiene usted? —susurró Marian. Podía ver ya a la vieja de la cama, muy cerca y muy claramente, y muy abruptamente, desde todos los lados, como en sueños. Pensó en ella, por un instante pensó ella como si no hubiera en el mundo otra cosa en que pensar. Era la primera vez que le pasaba algo parecido.

—¡No quiero decirlo!

El viejo rostro de la almohada se frunció muy despacio, y se descompuso, cuando Marian se inclinó sobre él. De la boquita abierta brotaron suaves gemidos. Como los de una oveja, o los de un corderito. Marian se aproximó más, su cabello rubio le caía hacia delante.

—¡Está llorando! —Y se volvió con la cara luminosa y ardiente hacia la primera anciana. —Mira cómo se porta Addie —dijo malévolamente la vieja.Marian se levantó de un salto y avanzó hacia la puerta. La garra casi tocó su cabello, por segunda vez, pero no fue lo bastante rápida. La niña se puso la gorra.—Bueno, ha sido una visita auténtica —declaró la anciana siguiendo a Marian hasta el pasillo.

Luego cogió a la niña por atrás con sus dedos pequeños y afilados. Y con un tono afectado y agudo exclamó—: Oh, pequeña, no tienes una monedita para una pobre vieja que no tiene nada... No tenemos nada en el mundo, ni una moneda para caramelos, nada de nada. Pequeña, solo una monedita, una monedita...Marian dio un violento tirón y se liberó de las manos de la vieja. Luego corrió pasillo adelante, sin volver la cabeza, y pasó sin mirar a la enfermera, que leía una revista en recepción. La enfermera, tras otro triple movimiento para mirar su reloj de pulsera, hizo maquinalmente la pregunta que se hace a los visitantes en todas las instituciones:

—¿No se quedará a comer con nosotros?Marian no contestó. Abrió la enorme puerta y salió al aire frío y corrió escaleras abajo.Se paró junto al arbusto espinoso, se agachó y, deprisa, sin que la vieran, recuperó una manzana roja que había escondido allí.El cabello rubio bajo la gorra blanca, el abrigo escarlata, las desnudas rodillas brillaban a la luz del sol mientras corría a tomar el gran autobús que circulaba por la calle balanceándose. —¡Espéreme! —gritó. Como ante una orden imperial, el autobús se detuvo.Subió de un salto y dio un gran mordisco a la manzana.

 

 

en Cuentos comletos, 2009









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