domingo, agosto 02, 2020

“Las fotos del hijo”, de Selva Almada





Es invierno y es de noche aunque apenas dieron las seis y cuarto. La vieja entró hace un momento, se quitó el abrigo sacudiéndolo para limpiarlo de las finísimas agujas de hielo, el abrigo mismo pareció sacudirse como el lomo de un enorme perro negro mojado, y el viejo, sentado frente al fuego, hizo con la mano un gesto de fastidio, gruñendo como si él también fuese un perro, pero viejo, de pocas pulgas.

Si el hijo no se hubiese marchado. La anciana no puede pensar en otra cosa desde hace años, desde el mismo día en que el muchacho se fue, desde ese mismo día unas pocas horas después de la partida. O si su hijo hubiese vuelto. O si las hijas hubiesen nacido varones. O si hubiesen traído y criado como suyo al hijo de alguna de las hijas solteras de sus vecinos o al hijo de cualquier otra muchacha. O si. Pero los hijos tarde o temprano se marchan.

Mientras él mira el fuego como si no hubiese nada más que ver a su alrededor y fuma un cigarrillo armando otro y tose y carraspea y escupe entre las cenizas del borde, ella se mete en la pieza y saca del ropero una caja de zapatos y se sienta en la cama y la abre y toma una pila de polaroids.

En las fotos está su muchacho sonriente, con el cabello un poco largo hacia la nuca como le gusta usarlo, más rubio, del color de la paja por las largas jornadas al sol de Formosa. Hay un río detrás de él y más atrás una costra verde. En una de sus cartas le explicó que esa línea oscura es Paraguay, Alberdi precisamente. Un pueblo de contrabandistas, decía, y a ella el corazón le había dado un vuelco adentro del pecho. ¿Y si su hijo anduviese en algo raro? Pero no. Su hijo se había ido a trabajar con Guiffre, a trabajar los campos que Guiffre tenía allá. Cuando su hijo vivía acá también era empleado suyo. Al principio, Guiffre pasaba a visitarlos y traer noticias de Formosa, cartas y dinero. Ya iban para tres años sin que se diera una vuelta. Ella había escuchado por ahí que se había mudado allá con su familia.

En otra foto, el chico aparecía abrazado a dos muchachas muy jóvenes, casi niñas. Había una mesa sin mantel, con restos de comida en los platos y botellas de vino. Ellos tres sostenían vasos llenos de vino, apuntando hacia la cámara, como en un brindis. Era un día luminoso, el hijo estaba en cueros y las mujeres con vestidos livianos, cubriéndoles apenas los pechos. Son mis novias, bromeaba en la carta, porque acá está permitido tener más de una y nadie se ofende. A ella le había causado gracia y se lo había comentado al marido —que nunca leía las cartas— y él había dicho con rabia tu hijo no pierde las mañas se ve y ella, también con rabia, le contestó que qué culpa tenía el muchacho si todas se le ofrecían. Y con más rabia pensó que con qué derecho hablaba así de su niño, que si creía que por vieja se le había olvidado el asunto aquel con la madre de Guiffre.

Tanto calor en Formosa y tanto frío acá, pensó con un temblor. Tenía los pies húmedos de rocío y el viento aullaba entre los paraísos del patio como un animal en época de celo. Cuando se quitó los zapatos vio que había pisado mierda en los corrales mientras encerraba las vacas. El marido andaba mal de los pulmones y en invierno tenía que quedarse adentro, junto al fuego. Si el hijo.

Arriba del massey ferguson naranja, el hijo, con un sombrero de tela y ala ancha que le ensombrecía el rostro, descansaba el brazo desnudo sobre el volante y tenía un cigarrillo en la mano. No sonreía. La cámara lo había captado desprevenido. Al costado, fuera de foco, dos muchachos posaban abrazados.

Cuando Guiffre vaya para allá, contaba en una carta, les voy a mandar una máquina de estas que sacan la foto y la podés ver enseguida, se maneja fácil, Guiffre te va a explicar, apuntás, disparás y la foto sale por abajo, la sacudís un ratito y ya podés verla. (A ella le costaba creer que algo así se hubiese inventado). Así vos y el viejo se sacan fotos, decía, y me las mandan y puedo verlos. Esto también se lo había comentado al marido y él no le contestó nada. Pero la máquina no llegó nunca.

Vino Guiffre y trajo un acordeón a piano, nuevo, verde niquelado. Desplegado al sol parecía una serpiente de esas grandes, de agua, que el hijo le contó había por allá pero que no se preocupara que no eran venenosas. Cuanto más chica es la víbora más dañina, le explicó. Para que papá toque chamamé, decía la tarjetita. Pero el viejo, inconmovible, se lo dio a una de las hijas, que también lo recibió con indiferencia.

Unos meses después —ahora que lo pensaba, la última vez— pasó Guiffre y le pidió el acordeón. Dijo que el muchacho lo necesitaba. También dijo que no traía carta porque había viajado de golpe y no había tenido tiempo de escribirles, pero que estaba bien y mandaba saludos. No quiso sentarse ni esperar al viejo para tomar un vermut con él como siempre.

A ella le parecía que el marido lo quería más a Guiffre que a su propio hijo. La enfurecía oírlo hablar con orgullo de Guiffre como si fuese de su familia. Como si Guiffre.

Le entregó el acordeón que ni el viejo ni la hija habían tocado ni sacado del estuche aunque más no fuera por curiosidad. Le dio lástima que se lo llevara, pero también le daba lástima que estuviese guardado sin que nadie le sacara un poco de música.

Otra foto le devolvió al chico con barba, una camisa floreada, las manos en los bolsillos del jean y un loro en el hombro. Estaba parado en una calle barrosa y el día estaba nublado como si recién acabase de llover o estuviera por empezar. Llovía mucho, contaba la carta, y peligraba la cosecha. No decía nada del acordeón.

Poco después oyó decir que a Guiffre lo había fundido la inundación y que para colmo la mujer se había escapado con otro y le había dejado los hijos.

Escuchó al marido llamarla desde la cocina. Le dijo que tenía hambre y preguntó si quedaba vino. Ella puso la olla arriba del fuego colgándola de un gancho que estaba para eso y le agregó un poco de agua antes de taparla. Desde que estaban los dos solos, cocinaba bastante al mediodía y después cenaban las sobras. En verano no se podía porque la comida se echaba a perder. Después le sirvió el vino y le avisó que era el último jarro, que le hiciera acordar al otro día que comprara otra damajuana y volvió a la pieza.

En la última foto su hijo abrazaba a una mujer de cabello largo, acurrucada contra su pecho. Aparentemente había viento pues el pelo de ella le cubría casi todo el rostro. De nuevo, el río de fondo aunque muchísimo más ancho y oscuro, como desbordado. En la carta le decía que estaba en Paraguay y que pensaba casarse allá con la chica de la foto, que un día de estos los dos iban a ir a visitarla. De Guiffre no decía nada, pero si era verdad que estaba fundido ya no trabajaría para él. Era también la última carta fechada dos años atrás.

Ella y el viejo comieron en silencio, junto al fuego, con los platos sobre la falda. Estaban terminando cuando escuchó golpes en la puerta. En su apuro por abrir, pateó el vaso con vino que el marido había dejado en el piso.

Antes de tirar del picaporte, tomó aliento y pensó si no se vería demasiado vieja, si no tendría que arreglarse un poco, y enseguida pensó que de todos modos estaba oscuro, que ya tendría tiempo mañana, que tenía que abrir porque afuera hacía demasiado frío y ellos estarían cansados por el viaje.

Entonces abrió la puerta y se topó con la noche espesa, helada y solitaria. Una rama desguasada por el viento rodaba en el patio.



en El desapego es una manera de querernos, 2015











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