martes, agosto 04, 2020

“La colorada”, de Inés Garland





No descubrirás la desnudez de la mujer de tu padre; es la desnudez de tu padre.

Levítico 18, 6-18


Se levantó viento y las olas crecieron en la oscuridad. El farol de la calle se balanceaba a un lado y a otro barriendo de luz la fina capa de arena que volaba a ras del camino. Los postigos abiertos de las ventanas que daban a la galería tiraron de los ganchos con un golpe metálico. Pero lo que despertó a Julián fue el ruido de cosas que se estrellaban contra la pared. A lo mejor ella había gritado antes. Siempre empezaba gritando. Después, si él no se levantaba y hacía algo para que no siguieran peleándose, ella se pondría a gritar otra vez. Julián se levantó y fue a la cocina.

Su padre estaba parado con las manos sobre la mesada. Cualquiera que lo hubiera visto sin sonido, sin verla a ella, hubiera pensado que estaba conversando tranquilo o mirando cocinar a alguien, a una mujer posiblemente, a una mujer amada, aunque esto último habría durado poco porque la mirada era dura, cargada de un hastío que levantaba una pared que ella, tal vez, estaba tratando de romper.

Apenas vio a Julián, ella se puso a llorar. Tu padre, tu padre, decía, pero no acababa de decir lo que quería decir y el padre no se movía, y Julián se acercó a ella y ella dijo cosas; él también dijo cosas que después, nunca más en su vida, podría recordar. Pero supo siempre que eran cosas un poco inconexas donde lo único que tenía importancia era el tono, como si hablara con un perro que no decodifica el lenguaje pero entiende claramente el calor de la voz. Ella, entonces, se calmó y se acercó y se refugió en él, acaso entrando en un espacio que lo rodeaba y donde ella se sentía a salvo. Le tiró los brazos al cuello. Él miró a su padre. Su padre soltó un bufido y se dio media vuelta y lo dejó solo en la cocina con ella, con la pelirroja del demonio que lo había separado de la madre de sus hijos, de su mujer a los ojos de Dios.

¿Adónde vas, Talo?, dijo ella.

El padre no contestó. Se escuchó la puerta de entrada y una ráfaga de viento con olor a sal y a pescado muerto entró en la casa.

Julián la llevó a uno de los cuartos del piso de abajo porque ella se lo pidió. Tal vez hasta la ayudó a acostarse, aunque no pueda recordarlo. Seguramente le acomodó las almohadas y pensó que se quedaría en la cama de al lado velando por su sueño. Cree que ella hasta durmió un rato.

Afuera el viento soplaba con tanta fuerza que hubiera sido imposible estar en la playa sin llenarse la boca de arena. Julián cerró los postigos, uno por uno, recorrió la casa tirando de las aldabas, girándolas, los postigos del living, los de los cuartos de arriba, los de la cocina. Los iba cerrando y ella dormía. O eso creía él.

Cuando fue a ver si era así, ella tenía los ojos abiertos y lo miró. Había llorado, pero ahora estiró los brazos como si le suplicara algo que él no podía dilucidar. Qué. Qué quieres, le quería decir él desde el vano de la puerta, con la casa entera detrás, los postigos cerrados contra el viento, los cuartos a oscuras. Pero se acercó y se sentó en el borde, a medio camino entre la cabecera y los pies de la cama, muy en el borde, casi cayéndose.

El movimiento que hizo ella fue rápido. Lo enganchó con las piernas como en una toma de yudo y lo abrazó con los pies. Y al mismo tiempo, o por lo menos así le pareció a él, se sacó la camisola, dejó el torso desnudo, la piel muy blanca, las pecas, los pezones rosados, y las piernas que le abrazaban la espalda, la falda se había deslizado y estaba toda junta ahora arrugada, apilada, y ella tenía las piernas blancas abiertas, la piel suave del interior de los muslos expuesta, y tiraba de él con fuerza, los pies de canto, los huesos de los tobillos contra la espalda de él. Cuánta fuerza eran capaces de hacer esas piernas tan suaves.

Fue como caerse. Un enchastre. Todo afuera, en la sábana y sobre sus propias piernas, en los muslos, no la había llegado a besar ni a tocar, no había querido mirar, pero había mirado. Debajo de la falda, ella estaba desnuda. Ahora se desenredaba y se ponía de costado, se hacía un ovillo. Y él seguía ahí sentado, desbandado, sin mirarla.

Anda a dormir a la cama de al lado, dijo ella.

El padre volvió a la madrugada. Le agradeció que la hubiera acompañado para que no enloqueciera. Tampoco era cuestión de que se pusiera a golpearse contra las paredes, dijo.

Al día siguiente se volvió a Buenos Aires y lo dejó ahí con ella. Todo el mes de enero.
Nunca más me tocas un pelo, dijo Julián el primer día sin el padre.

Ella no se le acercó nunca más, pero él nunca pudo alejarse del todo, ni siquiera cuando dejó de verla para siempre. Colorada del infierno.



en Con la espada de mi boca, 2019











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