domingo, agosto 16, 2020

“La carrera del hombre gordo”, de Louise Erdrich





Estuve enamorada de un hombre llamado Cuthbert, dijo la abuela Ignatia, y hay que ver lo que era capaz de comer ese hombre. Se sentaba a la mesa ante una pata de venado, un pollo entero, dos o tres panes gullet o un cubo de panecillos fritos, media docena de mazorcas de maíz o un saco de zanahorias crudas. Se comía todo eso y, después, salía a trabajar en el campo. Era muy corpulento, pero a la vez estaba macizo como una roca, todo músculo y sin una pizca de grasa. Me levantaba, me sentaba en su regazo y me hablaba en michif. Me llamaba su pequeña peti’shoo. Pronto iba a casarme con Cuthbert y ya teníamos elegida la fecha de la boda, pero entonces sus hermanos lo pusieron en mi contra. Le contaron que yo iba tras su dinero, que quería sus tierras, y también que hacía el amor con el demonio.

Solo lo último era cierto.

Nuestro sacerdote nos había advertido de que cada uno de nosotros tenemos dos ángeles: uno es de la guarda y el otro es un ángel de perversión. Este último ángel intentará convencernos de que es el primero, y supongo que yo me dejé engañar. Por las noches, me visitaba en sueños un hombre vestido de azul: traje azul, camisa azul, corbata azul, zapatos azules, pero sin sombrero. Tenía el cabello y los ojos negros, la piel del color de un huevo marrón claro, muy lisa y sin la menor mancha. Se quitaba toda su ropa azul y la dejaba a mis pies. Su instrumento de placer (no se burlen de mí) también era azul, como si lo hubiese mojado en una hermosa tinta azul, y con la punta azul marino. Admiraba a ese hombre y me pasaba toda la noche en la cama con él. Ya me entienden. Por la mañana me despertaba asqueada por lo que yo había hecho. Pero a la noche siguiente, vuelta a empezar. No podía resistirme a él. Me decía palabras muy tiernas, como un ángel bueno, pero las cosas que hacíamos eran de inspiración tenebrosa.

Ahora pregunto: ¿cómo es posible que las hermanas de Cuthbert conocieran la forma de mis sueños? Cuando él me dijo que sus hermanas iban contando por ahí esta historia, sobre el demonio y yo, se echó a reír. Estaba más preocupado por la idea de que tuviese los ojos puestos en sus treinta y dos hectáreas de tierras desbrozadas y cultivadas, o en el dinero que guardaba bajo llave en el banco. Se rio a carcajadas con lo del traje azul del que hablaban sus hermanas, y no se percató de cómo yo, al oírlo, por poco me desmayo. Me recompuse. Reflexioné sobre ello. No tardé en darme cuenta de que la única manera de que las hermanas de Cuthbert supieran de mis cuitas con el demonio era que él mismo se lo contara al visitarlas a ellas también.

Me puse furiosa y de puros celos tramé mi venganza. Decidí matarlo, aunque no estaba muy segura de cómo se destruye a un hombre que solo existe como fantasma, sin sustancia física. Luego se me ocurrió que debía soñar el instrumento de su muerte. Debía concebir un cuchillo afilado y cortante, con todo lujo de detalles.

Cada noche soñaba que había un cuchillo debajo de mi almohada. Soñaba con su aspecto y su peso. Soñaba su mango de madera negra. Soñaba su filo. Soñaba el rayo de luz blanca que brotaba de la punta. Soñaba la sensación que tendría en mis manos. Soñaba cómo penetraría entre las costillas soñadas de mi ángel de perversión. Soñé todo eso con tal nitidez que la noche en que deslicé la mano bajo la almohada y descubrí el arma perfectamente soñada, era el recuerdo de un sueño que había tenido, un sueño dentro de otro sueño. La muerte que le infligí era imposible de soñar, sin embargo, y horrible. Me desperté bañada en terror y lágrimas. La pesadilla me atormentó toda la mañana mientras me preparaba para la fiesta de la Asunción. Debía celebrarse una ceremonia en la iglesia y, durante la misa, el sacerdote iba a leer las amonestaciones matrimoniales previas a mi boda con Cuthbert.

Ese día me flaqueaban las piernas y mi madre dijo que estaba pálida. Aun así preparé seis tartas. Tres para Cuthbert. Participaba en la carrera del hombre gordo. Todos los años, solo se presentaban en la línea de salida los más corpulentos de los hombres corpulentos. La carrera, cómica y estruendosa, siempre era el punto culminante de la fiesta. A su término, el ganador recibía pasteles a su antojo además de una medalla sagrada a modo de cinta: san Judas o san Cristóbal o santa Teresa de la Florecita. Mientras íbamos en nuestra carreta hasta la iglesia, yo casi me sentía embriagada de felicidad. Había matado al demonio y pronto me casaría con Cuthbert. Sus hermanas se extrañarían por la desaparición de su propio demonio azul, pero nunca sabrían que era yo quien lo había matado.

Pero entonces llegó la conmoción. Mientras los hombres gordos se alineaban al final de la pradera y nosotras los observábamos, señalando a unos y otros y haciendo pequeñas apuestas de dinero, entró en el grupo un hombre vestido con un traje azul, camisa azul, corbata azul, zapatos azules, cabello negro y piel marrón clara. Solo que él era muchísimo más colosal que en mi sueño. Se alineó con los demás. No sé si fui yo o las hermanas de Cuthbert quienes pusieron más los ojos como platos y abrieron más la boca, pero solo yo sabía que al matarlo en un sueño había dado vida al demonio. Y allí estaba, compitiendo con Cuthbert por el premio del hombre gordo.

No tenía buen aspecto en absoluto, advertí cuando comenzaron a correr. Estaba hinchado y gris como una atiborrada garrapata, con la piel de un verde casi apagado. Corría sujetándose las costillas con una mano y yo casi chillé cuando pasó junto a mí y me dirigió el fulgor de sus ojos encendidos y rojos. Tenía la boca abierta y vi que estaba llena de sangre negra. Cuthbert y él iban a la par, muy por delante de los demás, y vi cómo el demonio se mofaba y burlaba de mi futuro marido, el cual, preso de un ataque de furia, saltó hacia adelante como un enorme ciervo para avanzar significativamente.

Cuando hubo terminado, los dos hombres yacían sobre la línea de meta. Uno era Cuthbert, muerto tras estallarle el corazón. El otro hombre siempre había estado muerto, dijo la gente. Cuando le abrieron la chaqueta azul descubrieron un cuchillo de mango negro clavado en sus costillas hasta la empuñadura.

Así que, según explicó la abuela Ignatia, en su lugar me casé con un hombre al que no le sobraba un gramo de carne, un hombre que odiaba el color azul y nunca se ponía nada de ese color, un hombre cuyas hermanas me querían. Llevo cincuenta y siete años viviendo con él, ¿verdad?, y él y yo hemos tenido ocho hijos y adoptado otros veinte. Hemos criado cualquier clase de animal que se pueda imaginar, ¿verdad?, y hemos cultivado maíz y avena, y cada otoño sacamos montañas de patatas. Hemos recogido arroz salvaje y, de vez en cuando, matamos algún ciervo desde el porche trasero, y, desde luego, hemos alimentado bien a nuestros hijos.



en El descapotable rojo y otras historias, 2016











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