En primer
lugar, intenta ser alguna otra cosa, lo que sea. Estrella de cine-astronauta.
Estrella de cine-misionera. Estrella de cine-maestra de jardín de infancia.
Presidenta del mundo. Fracasa estrepitosamente. Lo mejor es que fracases a edad
temprana, a los catorce años, digamos. La desilusión temprana, grave, es
necesaria para que a los quince años puedas escribir largas secuencias de haikús
sobre el deseo frustrado. Es un estanque, una flor de cerezo, un viento que roza
el ala de la alondra que vuela hacia la montaña. Cuenta las sílabas. Enséñaselo
a tu madre. Ella es dura y práctica. Tiene un hijo en Vietnam y un marido que
quizá tenga una aventura con otra. Es partidaria de vestir de marrón porque
disimula las manchas de la piel. Echará una ojeada a lo que has escrito y
después te volverá a mirar con cara tan inexpresiva como una rosquilla. Te
dirá: «¿Y si vacías el lavaplatos?». Aparta la vista. Echa los tenedores al
cajón de los tenedores. Rompe sin querer un vaso de los que regalan en las
gasolineras. Ese es el dolor y el sufrimiento que se requiere. Y eso es solo el
comienzo.
En tu
clase de Lengua y Literatura del instituto, mira la cara del señor Killian.
Llega a la conclusión de que las caras son importantes. Escribe unos tercetos
sobre los poros. Esfuérzate. Escribe un soneto. Cuenta las sílabas: nueve,
diez, once, trece. Decide experimentar con la ficción. En esto no hay que
contar las sílabas. Escribe un cuento corto acerca de una pareja de ancianos
que se matan el uno al otro de un tiro por accidente, a consecuencia de una
avería inexplicable de una escopeta de caza que una noche aparece
misteriosamente en su cuarto de estar. Dáselo al señor Killian como trabajo de
fin de curso. Cuando te lo devuelve, ves que ha escrito: «Algunas de tus
imágenes están muy bien, pero no tienes sentido del argumento». Cuando estés en
casa, en la intimidad de tu dormitorio, escribe a lápiz con letras tenues bajo
sus comentarios en tinta negra: «Los argumentos son para los muertos, cara de
cráter».
Coge todos
los trabajos de canguro que puedas. Los niños se te dan de maravilla. Te
adoran. Les cuentas cuentos sobre viejos que se mueren de manera absurda. Les
cantas canciones como “Las campanillas azules de Escocia”, su favorita. Y
cuando están en pijama y han dejado de pellizcarse por fin, cuando están bien
dormidos, lees todos los manuales sobre la vida sexual que hay en la casa y te
preguntas cómo es posible que alguien pueda hacer esas cosas con alguien a
quien ama de verdad. Quédate dormida en una butaca leyendo el Playboy del señor
McMurphy. Cuando lleguen los McMurphy, te darán un golpecito en el hombro,
mirarán la revista que tienes en las rodillas y sonreirán. Te darán ganas de
morirte. Te preguntarán si Tracey se ha tomado su medicina como es debido.
Explícales que sí, que se la ha tomado, que le prometiste que le contarías un
cuento si se la tomaba como una niña mayor y que al parecer ha dado muy buen
resultado.
—¡Oh,
maravilloso! —exclamarán.
Intenta
sonreír con orgullo.
Matricúlate
en la universidad para estudiar psicología infantil.
En los
estudios de psicología infantil tienes varias optativas. Siempre te han gustado
los pájaros. Apúntate a una cosa que se llama «Estudio ornitológico de campo».
Se reúnen los martes y los jueves a las dos. Cuando el primer día de clase
llegas al aula 134, todo el mundo está sentado alrededor de una mesa de
seminario hablando de las metáforas. Has oído hablar de ellas. Después de un
rato corto, insoportable, levanta la mano y pregunta con timidez:
—Perdón, ¿no
es esto Ornitología Uno?
La clase
se interrumpe y todos se vuelven a mirarte. Parece que todos tienen una única
cara, gigante y vacía como un reloj destrozado. Alguien con barba dice con voz
atronadora:
—No, esto
es Creación Literaria.
Replica:
—Ah,
bueno. —Como si quizá lo supieras desde el primer momento.
Mira tu
horario de clases. Pregúntate cómo demonios has ido a parar allí. Por lo visto,
el computador ha cometido un error. Empiezas a levantarte para irte pero no te
vas. Esta semana hay unas colas inmensas en secretaría. Quizá deberías seguir
adelante con este error. Quizá tu creación literaria no sea tan mala. Quizá sea
el destino. Quizá fuera esto lo que quería decir tu padre cuando dijo:
—Estamos
en la era de los computadores, Francie, estamos en la era de los computadores.
Llega a la
conclusión de que te gusta la vida de la universidad. En la residencia conoces
a mucha gente agradable. Algunos son más listos. Y observas que algunos son más
tontos que tú. Por desgracia, seguirás viendo el mundo exactamente en estos
términos durante el resto de tu vida.
La tarea
de esta semana en Creación Literaria es narrar un suceso violento. Presenta un
relato en el que cuentas un viaje en auto con tu tío Gordon y otro sobre dos
ancianos que se electrocutan por accidente cuando intentan encender una lámpara
de escritorio que tiene una conexión suelta. El profesor te las devolverá con
comentarios: «Buena parte de lo que escribes posee soltura y energía. Pero
tienes un concepto absurdo de lo que es un argumento». Escribe otro relato
sobre un hombre y una mujer que, ya en el primer párrafo, pierden
accidentalmente la parte inferior del tronco por una explosión de dinamita. En
el segundo párrafo se compran entre los dos un puesto de helados de yogur con
el dinero del seguro. Hay seis párrafos más. Lo lees todo en voz alta en la
clase. No le gusta a nadie. Dicen que tienes un sentido del argumento
escandaloso e incompetente. Después de la clase, alguien te pregunta si estás
loca.
Llega a la
conclusión de que quizá debas dedicarte a las comedias. Empieza a salir con un
chico divertido, con un chico de aquellos que, cuando estabas en el instituto,
decía que tenían «un sentido del humor estupendo», y que ahora los de tu clase
de Creación Literaria llaman «el autodesprecio que hace surgir las formas
cómicas». Apúntate todos sus chistes, pero no se lo digas. Inventa anagramas
del nombre de su antigua novia y pónselos como nombre a todos tus personajes
con desajustes sociales. Dile que su antigua novia sale en todos tus cuentos y
verás entonces lo divertido que puede ser, verás el gran sentido del humor que
puede llegar a tener.
Tu tutor
de psicología infantil te dice que estás descuidando las asignaturas de tu
especialidad. Debes dedicar la mayor parte de tu tiempo a los estudios de tu
especialidad. Di que sí, que lo entiendes.
En los
seminarios de Creación Literaria de los dos años siguientes, todo el mundo
sigue fumando cigarrillos y preguntando las mismas cosas: «Pero ¿funciona?».
«¿Por qué debe importarnos este personaje?». «¿Te has ganado este cliché?».
Parecen preguntas importantes.
Los días
que te toca a ti, miras a los demás con esperanza mientras leen tus fotocopias
en busca de un argumento. Después ellos te miran a ti, respiran hondo y te
sonríen con amabilidad.
Pasas
demasiado tiempo hundida y desmoralizada. Tu novio te recomienda que realices
paseos en bicicleta. Tu compañera de habitación te recomienda que cambies de
pareja. Te dicen que te estás automutilando y que pierdes peso, pero sigues
escribiendo. La única felicidad que tienes es escribir algo nuevo, en plena
noche, con las axilas húmedas, el corazón palpitante, algo que no ha visto
nadie todavía. Solo tienes esos momentos breves, frágiles, no probados, de
regocijo en los que lo sabes: eres un genio. Comprende lo que debes hacer.
Cambia de especialidad. Los niños de tus prácticas de guardería se llevarán una
desilusión, pero tienes una vocación, un impulso, un engaño, un hábito
desafortunado. Como diría tu madre, te has juntado con malas compañías.
¿Por qué
escribir? ¿De dónde sale la escritura? Son cuestiones que te debes plantear.
Como ¿de dónde sale el polvo?; o ¿por qué hay guerra?; o, si hay Dios, ¿por qué
se ha quedado cojo mi hermano?
Son
preguntas que te guardas en la cartera, como tarjetas de visita. Tu profesor de
Creación Literaria dice que son preguntas que está bien que te plantees en tus
diarios, pero rara vez en tus obras de ficción.
En este
semestre de otoño, el catedrático de Creación Literaria hace hincapié en el
poder de la imaginación. Lo cual significa que no quiere largos relatos
descriptivos de tu acampada de julio pasado. Quiere que empieces en un contexto
realista pero que lo cambies después. Como una nueva combinación del ADN.
Quiere que dejes volar las velas de tu imaginación, que se hinchen al viento.
Es una frase de Shakespeare.
Cuéntale a
tu compañera de habitación tu gran idea, tu gran ejercicio de poder
imaginativo: una adaptación de Melville a la vida contemporánea. Tratará de la
monomanía y del mundo de los seguros de vida en Rochester, estado de Nueva
York, donde el pez grande se come al chico. La primera frase será «Llamadme
Pescael», y su protagonista será un marido menopáusico de un barrio residencial
llamado Richard, que está siempre de un lado para otro y por esa razón Elaine,
su mujer, ingeniosa, lo llama «Móvil Dick». Dile a tu compañera de habitación:
«Móvil Dick, ¿lo entiendes?». Tu compañera de habitación te mira con la cara
tan inexpresiva como un kleenex. Se acerca a ti en plan amiga y te pasa un
brazo por esos hombros en los que llevas tanta carga.
—Mira,
Francie —dice, hablando tan despacio como en una sesión de fonoterapia—. Vamos
a salir a tomarnos una buena cerveza.
* * *
Tampoco
les resulta convincente a los del seminario. Sospechas que empiezan a tenerte
lástima. Te dicen:
—Debes
pensar en lo que pasa. ¿Qué se explica aquí?
En el
semestre siguiente, el catedrático de Creación Literaria está obsesionado por
la escritura a partir de vivencias personales. Debes escribir sobre lo que
sabes, sobre lo que te ha pasado. Quiere muertes, quiere acampadas. Piensa en
tus vivencias. En tres años te han ocurrido tres cosas: has perdido la
virginidad, tus padres se han divorciado y tu hermano volvió de un bosque a
dieciséis kilómetros de la frontera camboyana solo con medio muslo y una mueca
permanente alojada en un ángulo de la boca.
Sobre lo
primero, escribes: «Creó un espacio nuevo, que dolía y gritaba en una voz que
no era la mía, “Ya no soy la misma, pero estaré bien”».
Sobre lo
segundo escribes un relato complicado acerca de un matrimonio de ancianos que
se encuentran una mina desconocida en su cocina y explotan accidentalmente. Lo
titulas: «En la salud o en la encimera».
Sobre lo
último no escribes nada. Para eso no hay palabras. No encuentras palabras.
En las
fiestas de estudiantes, la gente te dice: «Vaya, ¿escribes? ¿Sobre qué
escribes?». Tu compañera de habitación, que ha tomado demasiado vino, demasiado
poco queso y ninguna galleta salada, suelta:
—Ay, Dios
mío, siempre escribe del tonto de su novio.
Más
adelante, a lo largo de tu vida, aprenderás que los escritores no son más que
textos abiertos, impotentes, que carecen de una verdadera comprensión de lo que
han escrito, y que por lo tanto deben creerse en parte todo y cualquier cosa
que digan de ellos. Pero aún no has llegado a esa etapa de crítica literaria.
Te pones rígida y dices: «No es verdad», del mismo modo que lo dijiste cuando
una compañera de cuarto de primaria te acusó de que ibas a clase de oboe porque
te gustaba, y no porque te obligaban tus padres.
Insiste en
que no te interesa mucho ningún tema único, que lo que te interesa es la música
del lenguaje, que te interesan las... las... sílabas, porque son los átomos de
la poesía, las células de la mente, el aliento del alma. Empieza a sentirte
indispuesta. Mira fijamente el interior de tu vaso de plástico lleno de vino.
Oirás que
alguien pregunta «¿las sílabas?» con una voz que se va perdiendo mientras se
desliza despacio hacia el blanco tranquilizador de la salsera.
Empieza a
preguntarte de qué escribes. O si tienes algo que decir. O si existe algo que
decir. Limita esos pensamientos a diez minutos al día; te pueden hacer
adelgazar, como los abdominales.
Leerás en
alguna parte que todo lo que es escribir tiene que ver con los propios órganos
genitales. No le des vueltas. Te pondrá nerviosa.
* * *
Vendrá a
visitarte tu madre. Verá las ojeras que tienes y te entregará un libro marrón
en cuya portada aparece un maletín también marrón. Se titula Cómo hacerse ejecutivo. También te ha
traído el libro Nombres para niños y
niñas que le pediste; uno de tus personajes, el maestro-payaso viejo,
necesita un nombre nuevo. Tu madre sacudirá la cabeza y dirá:
—Francie,
Francie, ¿te acuerdas de cuando querías licenciarte en psicología infantil?
Di:
—Mamá, a
mí me gusta escribir.
Ella dirá:
—Claro que
te gusta escribir. Por supuesto. Claro que te gusta escribir.
Escribe un
relato acerca de un estudiante de música confuso y titúlalo: Schubert era el de gafas, ¿verdad? No
tiene mucho éxito, aunque a tu compañera de habitación le gusta la parte en que
los dos violinistas explotan accidentalmente en una sala de conciertos.
—Una vez
salí con un violinista —comenta, y haz estallar un globo de chicle.
Da gracias
a Dios que estás cursando otras asignaturas. Puedes encontrar refugio en las
pegas ontológicas del siglo XIX y en los rituales de apareamiento de los
invertebrados. Ciertos moluscos globulares practican lo que se llama «el sexo
por el brazo». Por ejemplo, el pulpo macho pierde el extremo de un tentáculo al
ponerlo dentro del cuerpo femenino durante el apareamiento. Los biólogos
marinos lo llaman «el séptimo cielo». Alégrate de saber esas cosas. Alégrate de
no ser simplemente escritora. Solicita el ingreso en la facultad de Derecho.
A partir
de aquí pueden ocurrir muchas cosas. Pero la principal será esta: al final
decides no ir a la facultad de Derecho, y en su lugar pasar una parte
importante, sustancial, de tu vida adulta contando a la gente por qué razón
finalmente decidiste no ir a la facultad de Derecho. De alguna manera acabas
escribiendo otra vez. Quizá hagas cursos de posgrado. Quizá trabajes aquí y
allá y asistas a cursos nocturnos de Creación Literaria. Quizá trabajes en una
novela y estés anotando todos los comentarios ingeniosos y las confesiones
personales íntimas que oyes a lo largo del día. Quizá estés perdiendo a tus
amigos, a tus conocidos, tu equilibrio.
Has roto
con tu novio. Ahora sales con hombres que, en lugar de susurrarte «te quiero»,
te gritan «házmelo, nena». Eso es bueno para ti como escritora.
Antes o después
tienes un manuscrito, más o menos terminado. La gente lo mira con una vaga
inquietud y te dice:
—Estoy
seguro de que siempre tuviste la fantasía de ser escritora, ¿verdad?
Los labios
se te quedan secos como la sal. Di que, de todas las fantasías posibles que hay
en el mundo, no te puedes imaginar que la de ser escritora esté siquiera entre
las veinte más interesantes. Explícales que ibas a licenciarte en psicología
infantil.
—Estoy
seguro de que se te darían muy bien los niños —suspiran siempre.
Haz una
mueca feroz. Di que eres un cardo andante.
Deja las
clases. Deja los trabajos. Vende los antiguos bonos de ahorro. Ahora tienes
tiempo en las manos, como si fueran verrugas. Copia despacio todas las
direcciones de tus amigos en una agenda nueva.
Pasa la
aspiradora. Mastica caramelos para la tos. Ten una carpeta llena de fragmentos.
Un
párpado que se oscurece de lado.
El
mundo como conspiración.
¿Posible
argumento? Una mujer se sube a un autobús.
¿Y
si organizases una relación amorosa y no se presentara nadie?
En casa
bebe mucho café. En el restaurante Howard Johnson pide la ensalada de col.
Piensa que se parece al confeti esponjoso de un mapa: los sitios donde has
estado, adonde vas. «Usted está aquí», dice la estrella roja en el dorso del
menú.
De vez en
cuando, un hombre con quien sales, con la cara tan inexpresiva como una hoja de
papel, te pregunta si los escritores se desaniman con frecuencia. Dile que unas
veces sí y otras también. Dile que se parece mucho a tener la polio.
—Interesante
—responde él sonriendo, y después se mira el vello de los brazos y comienza a
alisárselo, todo, siempre, en la misma dirección.
en Autoayuda, 1985
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