Estas notas no son en realidad una respuesta a una pregunta tan ambiciosa como la que da título a las mismas. Son, sin embargo, una aproximación al problema.
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Antes de empezar, me gustaría invocar una líneas de un ensayo de William Carlos Williams para que acompañen, como una atmósfera, las palabras a continuación. Las líneas son el arranque de «Cómo escribir», y dicen así:
«Uno toma un papel, o cualquier cosa: una tablilla, una pizarra o un cartón, y con algo a mano que sirva a ese propósito comienza a anotar las palabras que corresponden a la idea que tiene en mente. Ésta es la fase anárquica de la escritura. La blancura de la superficie puede hacer que la mente se retraiga, puede que le sea imposible hacer honor a sus facultades. Lo mismo da: es preciso escribir, escribir lo que sea, por mucho que no valga nada; nada cuesta destruir luego lo escrito. Pero para escribir algo que merezca la pena es absolutamente esencial que la mente fluya y se lance a la tarea.
Hay que olvidarse de las reglas, de toda restricción, lo mismo que del gusto, de lo que se estima conveniente; hay que escribir por el mero placer de hacerlo, ya sea lenta o rápidamente: abandonar toda forma de resistencia que impida la completa liberación».
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Un poema es una respiración, lo han dicho muchos, es decir, una medida, lo que significa además que es una noción del tiempo. ¿Pero qué tiempo? Otro, me parece, no muy distinto al de la vida cotidiana. En otro momento quizá, los poemas ayudaban a salirse del tiempo de la vida cotidiana, pero hoy, considero que los mejores poemas hacen lo contrario: nos llevan al presente. Por lo mismo estos poemas, los que creo los mejores, se construyen de modos particulares. Poseen granulosidad, relieve, son astillas o fragmentos que no abandonan el instante sino que lo materializan. Esto lo consiguen haciendo de sus imágenes, physis, es decir, no representaciones ni hallazgos de relaciones entre objetos, más bien golpes o latidos, imágenes que son sonidos también.
Robert Creeley, el poeta norteamericano, escribió: «―it / it―» ¿Ven?, algo que en español, más que un «eso» podría ser un «esto». Un chasquido, la marca del tiempo en un platillo, música, pausa pero también suceso. Lo que ocurre cuando ocurre, y esto no es un error. Presente es lo que se atraviesa en el momento en que se atraviesa. Lo que quiero decir es que el poema es lo que se atraviesa, desde un antes y hacia un después. Sí, un proceso pero algo más y también algo muy distinto de un haikú, forma y sensibilidad proveniente de un pasado remoto, conocido como siglo XVI.
Algo que ocurre, eso, es un poema. Pero para que esto suceda, el poema debe ser sentidos. Lo digo bien. Sentidos y no sentido. El sentido es lo que cualquiera de nosotros con mayor o menor preparación le adjudicamos a un grupo de palabras más o menos ordenadas que llamamos también «poema».
Pero vuelvo a lo anterior. Poema, pienso, es sentidos. ¿Cuáles?: Todos.
Parto un melón. Este melón tiene una temperatura interna que se abre a una temperatura externa. Este melón tiene una corporalidad que una vez que baja el cuchillo, cambia. Ahora, esto que parece simple no lo es tanto. Corto el melón, lo muerdo, y se operan varias fuerzas y esas fuerzas son vibraciones que perturban mis dientes, mi paladar y mi lengua y entonces lo que siento es que el melón sabe en mi boca, que tiene una consistencia, una granulosidad, se me deshace como pequeños granos de azúcar en la lengua. La saliva juega su rol, por supuesto. Luego bajará al estómago.
Pero les decía que esto no es tan simple. Corto el melón, baja el cuchillo y silva el filo del acero en fricción con la cáscara, la carne y finalmente cae un trozo. El poeta Louis Zukofsky escribió el siguiente poema:
Un incidente
Al apoyarme sobre la mano izquierda
sosteniendo un cigarrillo
demasiado cerca del oído
perplejo
oí la ceniza
crepitar
como si fuese una fogata
ayer
encendida
y hoy
igualmente olvidada.
¿Ven? Presente. Lo que atravesó el «oído perplejo», el «crepitar de la ceniza», es, y luego pasado. Edgar Bayley, el poeta argentino también escribió: «y tendremos lo que fuimos somos». Presente.
Les decía del melón. Una vez cortado se abre en partes y en ese mismo instante se pudre. Comienza un proceso más veloz de oxidación. Mis ojos podrían ver este proceso si quisieran. Nada es más rápido o lento de lo que decidimos. Mis ojos, por desgracia, están muy acostumbrados a lo fácil. El mundo es hoy imágenes muy pobres. Casi todas son lo mismo. Claro, hay excepciones. ¿Alguno de ustedes ha visto la película Costa da morte de Lois Patiño? He ahí un ejemplo de imágenes que no se dan fáciles pero que limpian la mirada, la desajustan, la incomodan, la ponen a trabajar, avanzan despacio, a contrapelo de lo que ya hemos visto. Lo mismo sucede con el cine de Abbas Kiarostami. El melón fue redondo. Ahora es otra cosa. Algo como pedazos, pero no exactamente. Con las manos puedo darme cuenta de ello. Esperen, antes de eso está la piel. Es rugosa. ¿A qué se parece? Se siente como la bolsa de mis testículos, pero dura. Aunque en realidad es solamente la cáscara de un melón que estoy cortando. Qué fragancia más fresca. Me acuerdo con esto de Vallejo, de su poema «Altura y pelos»: «¿Quién no se llama Carlos o cualquier otra cosa? / ¿Quién al gato no dice gato gato?»
O ese otro poema hecho de palabras, de sustantivos, adjetivos, verbos, preposiciones, y otras vez sustantivos, artículos más sustantivos. ¿No me creen? El poema está en Los poemas humanos y es de 1937. Miren. Se llama «La paz, la avispa»:
La paz, la avispa, el taco, las vertientes,
el muerto, los decilitros, el búho,
los lugares, la tiña, los sarcófagos, el vaso, las morenas,
el desconocimiento, la olla, el monaguillo,
las gotas, el olvido,
la potestad, los primos, los arcángeles, la aguja,
los párrocos, el ébano, el desaire,
la parte, el tipo, el estupor, el alma…
Dúctil, azafranado, externo, nítido,
portátil, viejo, trece, ensangrentado,
fotografiadas, listas, tumefactas,
conexas, largas, encantadas, pérfidas…
Ardiendo, comparando,
viviendo, enfureciéndose,
golpeando, analizando, oyendo, estremeciéndose,
muriendo, sosteniéndose, situándose, llorando…
Después, éstos, aquí,
después, encima,
quizá, mientras, detrás, tanto, tan nunca,
debajo, acaso, lejos,
siempre, aquello, mañana, cuánto,
cuánto!…
Lo horrible, lo suntuario, lo lentísimo,
lo augusto, lo infructuoso,
lo aciago, lo crispante, lo mojado, lo fatal,
lo todo, lo purísimo, lo lóbrego,
lo acerbo, lo satánico, lo táctil, lo profundo…
Entonces, ¿qué es la poesía, el poema hoy? Hasta aquí he citado poemas, pero qué pasa si dejando el melón atrás, cito ahora un fragmento de «El castillo de Teayo» de Juan Rulfo, un pedazo de esa prosa:
«A nuestro lado se traslucía la selva. Las ceibas altas, desmembradas, transparentándose a veces. Las parotas avanzando sus raíces hasta el camino. Los otates. Gruñidos de cosas. Se oía el croar de las ranas y más que ninguna otra cosa el griterío de los grillos. Todo estaba lleno de ese ruido ininterrumpido y sin ningún silencio».
En otro lugar Rulfo dice que: «quien tiene suficiente material para crear logra hacer arte aún de una gota de rocío caída en cualquier punta de una hoja». Pero me distraigo. La selva, digo, es un sonido, sí, un ruido permanente, pero también la escritura, los sonidos de las palabras: crrroar, rrranas, grrriterío, grrrillos; son un zumbido que eriza la piel y trae la selva a nuestro cuerpo. Michael Mclure, otro poeta norteamericano puntualizó lo siguiente:
«La poesía es un principio muscular que viene del cuerpo ―es la acción de los sentidos, lo que se oye, se ve, se saborea, toca y huele, tanto como lo que se imagina y razona― mediante la acción atlética de la voz en la página y en el mundo. La poesía es uno de los filos de la conciencia. Y la conciencia es algo real como las astas de un venado, o el olor de un arbusto de zarzamoras, bajo el sol, a la orilla del camino».
Y antes de terminar, quisiera leer un fragmento de Juan O’Gorman, un arquitecto. Es un fragmento de su Autobiografía y creo que cierra bien lo que he intentado decir:
«Cuando el maestro historiador del arte Élie Faure vino a México, más o menos por el año de 1939, se alojó en el hotel de San Ángel Inn, ubicado frente al estudio de Rivera, quien era amigo de este escritor extraordinario. Él, hombre muy ocupado, me explicó la importancia de acompañar a Faure a los diversos lugares donde deseaba ir. Esto es, para ayudarle a encontrar medios de circulación y acompañarlo. El primer lugar que visitamos fue el Museo de Arqueología del Instituto de Antropología, instalado entonces en las calles de La Moneda. Faure quería ver las grandes esculturas del México prehispánico. Llegamos temprano una mañana y permanecimos allí todo el tiempo que fue posible, hasta que a las dos de la tarde el vigilante de la sala nos explicó que era la hora de cerrar. Faure, después de haber llorado frente a la Coatlicue y de haberme dicho cosas extremadamente importantes sobre la gran escultura del México prehispánico, salió conmigo a la calle de La Moneda. Al salir del museo, pasó frente a nosotros una muchachita con la falda muy alta, enseñando las piernas. Noté que no le quitaba la vista a las piernas de esa mexicana, que iba frente a nosotros. Cuando la chica se fue por otra calle, me dijo: ‘Hijo, te voy a dar una lección que nunca debes olvidar: acuérdate que siempre puedes ver cosas más bellas en la calle que en los museos.’ Claro está que para todo hombre de calidad es más importante la vida que el arte».
Conferencia impartida hace unos años en la Universidad Iberoamericana, CDMX
en Mula blanca, 28 de mayo, 2019
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