(1961-2020)
Roland Barthes sostuvo que las mesas redondas y las ponencias le provocaban angustia y tedio. En cierto modo le parecían liturgias religiosas. Demasiado ego en exposición para un espíritu cuyo desapego y timidez se refugiaban en el ejercicio literario.
En mi caso, la angustia comienza antes del venerado rito; la angustia se agudiza el día anterior, con una desagradable sensación de adormecimiento muscular, previo a un ataque de pánico. Y se extiende al momento de demostrar lo presuntuoso de una inteligencia que choca con el carácter agresivo de algunas audiencias que luego bombardean de preguntas (algunas confusas, otras agresivas) a los ponencistas, para después continuar dicho rito con parte del público en algún local nocturno de la plaza (y recibir, luego de varios tragos, algo así como «estuviste bien», «no entendí al tipo que estaba al lado tuyo», «tienes que leer más lento»).
Sin embargo, este «pánico escénico» suele desaparecer en contextos lejanos a la capital del país (en provincias o en países vecinos). Es posible que esto se deba a que la mayoría no conoce la biografía del ponencista, menos las historias traumáticas que uno va tejiendo a su paso en el contexto artístico santiaguino (muchas rencillas muchos rencores mucha competencia).
La excesiva autorreferencia no es, en este caso, arbitraria; después de todo las ponencias y mesas redondas, fuera de la angustia y el aburrimiento, constituyen espacios para la acreditación personal, y para algunos la exaltación del ego propio (en espacios precarios el ego suele ser desbordante).
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Le enseñanza de arte en Chile ha sido decisiva a la hora de analizar el circuito artístico. Desde los albores de la dictadura hasta hoy las escuelas de arte se han multiplicado en la región. Algunas siguen su curso y otras han debido cerrar sus puertas de manera definitiva; lo mismo ha pasado con muchos centros de formación superior (esto no ocurre con las carreras de prestigio como medicina o ingeniería, que se enseñan en universidades tradicionales y en algunas privadas).
Sin embargo, no hay que ser tan pesimistas. Nunca ha habido una luz tan potente que no admita filtraciones de sombras en contextos precarios como el nuestro. Fuera de las universidades existe todo un mundo para un artista en formación: la calle (de Cerrillos a las Condes), las instituciones culturales, los eventos deportivos, las calamidades naturales, los desmanes callejeros, los libros y textos que se consiguen por deseo, las visitas periódicas al cine, al teatro, el contacto entre gente de distintas clases sociales (arribistas y abajistas), juntarse con escritores, gente de la TV, la farándula o de cualquier otra expresión cultural, el amor en tiempos de vigilancia sexual.
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No existe un perfil definido del artista y su arte. Las instituciones encargadas de reproducir dicha práctica no han tenido otro remedio –estos últimos años– que intentar una definición lo más verosímil posible. Sin embargo, no es lo mismo plantear una definición de lo que debiera ser un ingeniero frente lo que debiera ser un artista. Idealmente, se podría proponer un tipo de arquitecto de acuerdo al pensamiento o ideología de alguna institución superior: uno preocupado del tema social, otro enfocado en los aspectos técnicos de la profesión, otro que concibe su labor en torno a una visión literaria o poética (en Chile tenemos un ejemplo en la Quinta Región).
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[…] los fenómenos de la globalización y la información promiscua (las redes sociales, por ejemplo) han tendido a una masificación de la enseñanza de arte. La mayoría participan de las redes activamente. Por tanto existen intereses comunes: una cierta resistencia a lo lecto-escritural, una atracción desterritorializada frente a sucesos como la cultura oriental, la música alternativa, los conversatorios y curatorías con textos cortos en el muro, un narcisismo y exhibicionismo descarado del «yo», el contacto despersonalizado de Facebook, con sus consecuentes maltratos y egos desmedidos, la profesionalización del arte, la desobediencia programada, por un lado, y la autocensura que obliga a lo «políticamente correcto», por el otro. […]
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Hablar de un artista «en tránsito» puede resultar despectivo. Pareciera sugerir lo siguiente: no están definidos aún. ¡Como si un artista debiese definirse como médico, abogado o ingeniero!
Si es artista porque uno dice que lo es, parafraseando a Marcel Duchamp. Ser artista ahora no tiene que ver necesariamente con un asunto de rigidez profesional; tiene que ver más bien con una cierta disposición, a veces con una vocación y en otras con una actividad que vincula la obra con la biografía personal (la biografía está ligada a un viaje sin retorno: nunca se retorna en un viaje que vincula las ideas personales con la propia biografía).
En este caso, se puede ser artista sin haber estudiado en una escuela de arte. Se requiere solamente de un adiestramiento del ojo o de determinados medios visuales encontrables en actividades paralelas: el diseño, la arquitectura, los espacios urbanos comunes, el audiovisualismo y fenómenos paralelos vinculados a la gráfica callejera, los viajes permanentes, la música alternativa (desde el hippismo al punkismo).
En Chile ha existido siempre una sospecha frente a aquellos productores visuales que no vengan directamente de las artes visuales a nivel universitario. Más que artistas serían advenedizos o sujetos que mezclarían su labor profesional con un excedente de tiempo destinado al arte. Éste prejuicio desconoce que las artes visuales se han extendido a las industrias de la visualidad de manera promiscua, asunto que tiene que ver con un necesario nomadismo de la experiencia artística: desplazarse de una disciplina a otra, transitar fronteras geográficas, sociales y culturales, padecer la muerte de un pololo en una fiesta punk, sufrir un accidente en un país lejano, pasarse de la arquitectura al arte, exponer seres deformados, inspirados por grupos de rock existentes a miles de kilómetros.
2018
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