Fábula política para los olivareros de Jaén
Érase
una vez un pequeño reino cuya prosperidad y recto gobierno venían decantados
desde tiempo inmemorial en una serie de crónicas elaboradas por los letrados de
la Cámara regia, con el visto bueno del primer Mandatario, encargado, a su vez,
de pasárselas al rey, quien solía leérselas a sus hijos en voz alta cuando, de
vuelta de sus viajes y cacerías, se reunía con ellos al amor de la gran
chimenea del castillo, situado en un altozano y rodeado de un parque muy
frondoso. Las excelencias de aquella prosa, donde se hablaba de abundancia y
concordia, provocaban una grata embriaguez en el ánimo de todos los presentes.
Cuatro
veces por año, doscientos emisarios reales, precedidos de heraldos, se
dispersaban por las villas y lugares del reino, y desde una tarima que se
montaba y engalanaba en el centro de las plazas públicas, repartían entre los
vasallos un extracto manuscrito de aquellas crónicas. Los vasallos,
agricultores en su mayoría, se acercaban a la tarima con gesto receloso,
recogían con los ojos bajos una copia que se les tendía, y una vez llegados a
sus casas envolvían con ella pedazos de tocino rancio, hacían cucuruchos para
altramuces o la tiraban a la lumbre, porque ninguno sabia leer.
Un
año, por el mes de marzo, se extendió por toda la comarca una peste tan
espantosa como jamás se había conocido. Se interrumpieron las cosechas, los
muchachos, gritando de hambre, se entregaron a la rapiña, y hombres y mujeres
andaban sueltos por los campos, paciendo cardos, hinojos y tagaminas, a causa
de lo cual muchos murieron hinchados. Se llegaron a comer, hechos tasajos, los
asnos que morían en los ejidos, y las enfermedades y la aflicción se propagaban
como un incendio; los muertos eran tantos que no se daba abasto a enterrarlos y
a muchos se los comieron los perros.
A
principios de abril ya no se pudo evitar que el hedor y la pestilencia
empezaran a llegar al parque real, en ráfagas que enturbiaban el aroma de los
tamarindos. Cundió también la voz de que un grupo de vasallos levantiscos se
había amotinado en una villa cercana y avanzaban hacia el castillo armados de
garrotes. El primer Mandatario, después de dar órdenes oportunas para que el
motín fuera sofocado, hizo traer a su presencia al hombre de quien había
partido la noticia: un viejo ermitaño que vivía a pocas leguas del castillo,
admirado por su sabiduría y santidad y de quien era fama que a veces mantenía
cenáculo con algunos agricultores, a quienes aconsejaba en problemas de
siembra, rencillas o enfermedad.
Conducido
el ermitaño al castillo con custodia de cuatro guardias, y consultado sobre la solución
de aquellas emergencias, dijo que le parecía llegado el momento de hablar con
el pueblo y prometerle remedios para la calamidad que le afligía, pues, según
su opinión, se trataba de gente tan desvalida como deseosa de escuchar palabras
de corazón y buena fe.
El
gran Mandatario, que desconfiaba de los contactos que el ermitaño pudiera
mantener con los rebeldes, una vez escuchado su consejo, le mandó encerrar en
una mazmorra, donde pasó la noche en oración, mientras un grupo de letrados, a
la luz de los candelabros de oro, redactaba el discurso que el primer
Mandatario había de dirigir a los vasallos, convocados con carácter
extraordinario, desde la balconada principal del castillo, y cuyo texto
satisfizo a todos por su mucha elocuencia.
A la
mañana siguiente, el primer Mandatario volvió a llamar a su presencia al
ermitaño para que escuchara el discurso y diera su beneplácito. Le recibió en
la sala de armas, vestido con uniforme de gala, y sin invitarle a que tomara
asiento, comenzó a leer el texto, complaciéndose en las inflexiones de su voz
segura y altisonante que subrayaba con ademanes orgullosos. Las palabras amor,
felicidad y justicia salían de sus labios como piedras lanzadas al vacío. Cuando
concluyó, el sudor humedecía sus sienes; dejó caer los brazos y se quedó
mirando a lo lejos, como esperando el aplauso. Pero en la sala de armas reinaba
un silencio sepulcral.
-
¡Habla! –exclamó al cabo con irritación, mirando al ermitaño, en cuyos ojos se
leía una profunda tristeza-. Te he llamado para que me des tu opinión sobre el
discurso. ¿No es perfecto?
El
ermitaño le sostuvo la mirada y movió la cabeza negativamente, sin pronunciar
una palabra. El primer Mandatario, fuera de sí, se abalanzó sobre él y lo
zarandeó.
-¡Di
lo que sea! ¿Por qué? ¿Qué le falta?
El
ermitaño se desprendió con dulzura, pero con firmeza, de los brazos de su
agresor, que respiraba agitadamente. Hubo un silencio, volvieron a mirarse.
-Le
faltan las lágrimas –dijo, al fin, el ermitaño.
Y,
dejándose caer en el suelo, escondió la cabeza entre las manos y rompió a
sollozar.
Septiembre de 1977
en Todos los cuentos,
2019
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