¡Al untador!
¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ahí, al untador!
Alessandro Manzoni
Una
de las consecuencias más inhumanas del pánico que se busca por todos los medios
propagar en Italia durante la llamada epidemia del corona virus es la idea
misma del contagio, que está a la base de las medidas excepcionales de
emergencia adoptadas por el gobierno. La idea, que era ajena a la medicina
hipocrática, tuvo su primer precursor inconsciente durante las plagas que
asolaron algunas ciudades italianas entre 1500 y 1600. Se trata de la figura
del untore, el untador, inmortalizada
por Manzoni tanto en su novela como en el ensayo sobre la Historia de la
columna infame. Una «grida» milanesa para la peste de 1576 los describe así,
invitando a los ciudadanos a denunciarlos:
Habiendo llegado a la noticia del gobernador
que algunas personas con débil celo de caridad y para sembrar el terror y el
espanto en el pueblo y los habitantes de esta ciudad de Milán, y para
excitarlos a algún tumulto, van ungiendo con untos, que dicen pestíferos y contagiosos,
las puertas y las cerraduras de las casas y los cantones de los distritos de
dicha ciudad y otros lugares del Estado, con el pretexto de llevar la peste a
lo privado y a lo público, de lo que resultan muchos inconvenientes, y no poca
alteración entre la gente, más aún para aquellos que fácilmente se persuaden a
creer tales cosas, se entiende por su parte a cada persona de cualquier
calidad, estado, grado y condición, que en el plazo de cuarenta días dejará
claro a la persona o personas que han favorecido, ayudado o sabido de tal
insolencia, si le darán quinientos escudos...
Dadas
las debidas diferencias, las recientes disposiciones (adoptadas por el gobierno
con decretos que quisiéramos esperar —pero es una ilusión— que no fueron
ratificados por el parlamento en leyes en los términos previstos) transforman
de hecho a cada individuo en un potencial untador,
de la misma manera que las que se ocupan del terrorismo consideran de hecho y
de derecho a cada ciudadano como un terrorista en potencia. La analogía es tan
clara que el untador potencial que no se atiene a las prescripciones es
castigado con la cárcel. Particularmente invisible es la figura del portador
sano o precoz, que contagia a una multiplicidad de individuos sin que uno se
pueda defender de él, como uno se podía defender del untador.
Aún
más tristes que las limitaciones de las libertades implícitas en las
disposiciones es, en mi opinión, la degeneración de las relaciones entre los
hombres que ellas pueden producir. El otro hombre, quienquiera que sea, incluso
un ser querido, no debe acercarse o tocarse y debemos poner entre nosotros y él
una distancia que según algunos es de un metro, pero según las últimas
sugerencias de los llamados expertos debería ser de 4.5 metros (¡esos cincuenta
centímetros son interesantes!). Nuestro prójimo ha sido abolido. Es posible,
dada la inconsistencia ética de nuestros gobernantes, que estas disposiciones
se dicten en quienes las han tomado por el mismo temor que pretenden provocar,
pero es difícil no pensar que la situación que crean es exactamente la que los
que nos gobiernan han tratado de realizar repetidamente: que las universidades
y las escuelas se cierren de una vez por todas y que las lecciones solo se den en línea, que dejemos de reunirnos y
hablar por razones políticas o culturales y solo intercambiemos mensajes
digitales, que en la medida de lo posible las máquinas sustituyan todo contacto
—todo contagio— entre los seres humanos.
en Quodlibet.it, 11
de marzo, 2020
No hay comentarios.:
Publicar un comentario