Sobre Diario
de la Peste, de Manuel Illanes
El poema es instantáneo.
Aún en su secuencia narrativa se construye de momentos. Cada uno se constituye
en recuerdo, en reminiscencia. Un conjunto de poemas puede elaborar una
secuencia, pero esta es una detonación de múltiples explosiones al unísono.
En el libro de Illanes, Diario de Peste, hay dos detonaciones, “Diario
de Peste” y “Ciudad Lumpen”, donde la primera se contiene a sí misma, y
contiene a la segunda, que a su vez reivindica a la anterior y la totalidad, si
es eso posible.
Como lo cita Roger
Santivañez, en su comienzo hay una declaración de principios: “Imágenes
sudacas, fragantes, / malolientes, a veces pavorosas”. Este eje se dispersa
continuamente para reforzarse, en tanto se construye desde un exilio, en el que
se navega cual un pez en el aire.
El recorrido se extiende
por ciudades, paisajes y sonidos, donde son simultáneas las referencias a
México y Chile, espectros de múltiples tiempos, prehispánicos, contemporáneos, vernáculos
y de la cultura pop. Es en esas vibraciones donde es posible reencontrar la
presencia de los muertos cercanos. La multiplicidad de referentes permite unir
rock y literatura, dioses y caminantes urbanos, revolución y meditación, para
lograr el surgimiento de un estado de disolución, que por ebullir no es término
sino comienzo constante de intensidad.
En el prólogo, que no lo
parece, Illanes habla del viaje que nunca termina, donde el momento es un ruido
de fondo a cada paso que se da, donde se hace más evidente la pertinencia del
epígrafe de Bolaño. El sol implacable nubla la mirada, casi la seca, pero
“Nuestro tránsito hacia ellas es húmeda escalera que conduce hacia una
oscuridad ancestral, salón de espejos que confunde e hipnotiza con el tremolar
de sus siluetas…”, aun cuando existan “Los asesinados de la gran ciudad de
Santiago del Nuevo Extremo”, en tanto sobre los monumentos se extiende “la pátina
de spray & excremento”.
Illanes describe cómo se
alcanza la iluminación en las cenizas que se guardan en un cráneo antiguo,
especie de viaje a Ítaca donde quedan los afectos craquelados, los mártires de
la violencia reaccionaria y la fuerza del rock. Toda experiencia de arte pasa a
las palabras para revivir en lo cotidiano el constante exilio como posibilidad
de asentarse, de estar en constante expectativa, con cierta dificultad para
respirar entre tantas desapariciones. Ello se verifica verbalmente en los
territorios devastados y en el trópico, como exuberancia que permite “una noche
más en Lumpen”.
Enterrar la memoria de los
muertos no es posible, las palabras, aun en silencio, vibran con su presencia.
Es ahí donde el poema reivindica su presencia. Lo que no está presente incluye
los espacios de las cosas, que se diluyen transparentes en un recuerdo.
Persisten los elementales actos cotidianos, una dirección exacta, un envase con
su etiqueta, una línea de un relato escrito en desiertos de otras latitudes, o
se vislumbra un astro, quizás fugaz.
La escritura, su lectura,
es un elemento más del tocar cosas, de usarlas casi imperceptiblemente.
Dispositivos y trampas mentales que se hacen cuerpo en la palabra.
Santiago
de Chile, enero 2020
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