Cuesta
imaginarse el estallido del 18-O y sus secuelas sin tener en cuenta lo que ha
venido ocurriendo en las universidades, preferentemente públicas, desde hace
una década. Ya habrá ocasión para analizar el tema. Pero suponer que el mundo universitario
estas ocho semanas se ha limitado a enfrentar tan solo una “emergencia”, es
ingenuo.
La
actividad primordial de la universidad -impartir docencia- se terminó. Si se ha
seguido “funcionando” ha sido tras otros fines. De hecho, nuestras instituciones
se han vuelto más deliberantes debido a cabildos, asambleas, reflexiones
triestamentales y plebiscitos fuleros. Se han autojustificado proporcionando
servicios legales o médicos. Y agitación (paros, tomas, denuncias) no ha
faltado. Con tal nivel de convicción que ninguna autoridad universitaria con
timbre de goma puede, hoy, garantizarnos que el próximo año va a ser distinto,
o que el escenario no se radicalice. Las consecuencias -cómo esto afecta
carreras en curso, la calidad viniéndose a pique, y cierta normalidad mínima
vuelta imposible- olvidémoslas, que, o si no, es para ponerse a llorar.
Todo,
además, bajo amenaza y sin salida, las autoridades no pudiendo controlar la
coyuntura. Nadie suficientemente honesto como para reconocer que la situación
se ha escapado de las manos. Llaman a clases y el chantaje, de seguro, lo
impide. Se toman la Casa Central de la Universidad de Chile, paralizan su
funcionamiento, roban y destrozan, pero desalojar está fuera de cuestión. Se
inician acciones legales, como con los libros de Neruda, pero de inmediato el
asunto se hace ñuco: aquí no ha
pasado nada.
¿Cómo
que no pueden hacerse clases, si han dicho “innovemos”? Por qué no impartir
docencia “vía streaming y multimedia”... Claro que es posible, pero -me perdonarán-
suena a si un sexólogo le diera por fomentar “sexo por Internet”, a modo de
consolación sustitutiva instantánea. Además, se nos insta a dejar de pensar en
esquemas añejos. La calle es “pensamiento vivo”, lo dice Pablo Oyarzún de la Universidad
de Chile. La historia “se hace”, no se estudia, piensa o enseña. Resultan
intragables las opiniones del rector de la Universidad Diego Portales, pues
bien, “funémoslo”, y que el cuerpo académico le aserruche el piso (fue así como
se deshicieron del rector anterior y encumbraron al actual). Y, en cuanto a la
Universidad Católica, sencillo, es cosa de convidar al rector a que se tome un
mate, en medio de la calle en protesta, y nos sacamos una selfie.
Cada
institución sabrá qué hacer. Yo vengo discurriendo, hace rato, que la Universidad
de Chile debiera pensar seriamente en cerrar el pregrado si quiere salvar la
universidad. Convertirnos en lo que fuimos al inicio, sin alumnos, un puro
cuerpo académico y acreditador; las clases las pueden hacer universidades
privadas. Previamente, eso sí, toda autoridad debiera renunciar y reconocer que
ya no es autoridad: no se la pueden.
en La Tercera, 13
de diciembre de 2019
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