Hace casi
200 años que Marx y Engels hicieron una proclama que desde entonces no ha
dejado de tener éxito: que la filosofía no debe ser un simple instrumento de
análisis del mundo, sino que ha de ponerse al servicio de su transformación,
realizando en la historia aquellas ideas que hasta entonces no habían sido más
que poesía. Esta realización nunca fue una tarea fácil: se precisaban para ello
lo que Hegel llamaba “astucias de la razón”. Es decir, medios materiales que
implicaban un costo a menudo amargo, el mayor de los cuales era, en el siglo
XIX, el de las guerras y las revoluciones. Quizá por ello, estas filosofías de
vocación transformadora siempre han prestado más interés a las épocas de guerra
que a las de paz, convencidas de que solo en las primeras las ideas se
convierten en hechos. Por el contrario, las épocas de paz se dirían condenadas
a la dinámica inversa: en ellas son la política y la historia las que parecen
convertirse en poesía, al menos en esa forma contemporánea de poesía popular
que es el espectáculo de masas. En los períodos bélicos, los héroes de ficción
bajan de los escenarios y salen de las viñetas para convertirse en emperadores,
dirigentes políticos, generales o líderes de masas, en una atmósfera
inequívocamente trágica. En las de paz, en cambio, sucede al revés: los
políticos y dirigentes colectivos, cesantes de grandes empeños, se convierten
en estrellas de la pequeña gran pantalla en un clima de intrascendencia y de
comedia no siempre alta.
A nosotros
nos ha tocado vivir una época que, por mor de las ambigüedades de la
globalización, no sabríamos decir si es definitivamente de paz o de guerra.
Guerras hay de sobra, que no cesan de sumar cadáveres a la cuenta macabra de la
historia, pero no tenemos muy claro que estén realizando en el mundo ninguna
clase de poesía o de idea filosófica, a pesar de los inmensos costos que
generan en términos humanos; también hay enclaves de paz que, aunque
atravesados por conflictos cada vez más difíciles de resolver por vías legales,
siguen siendo un refugio atractivo para quienes intentan escapar del horror. Y
tampoco estamos muy seguros de si los movimientos que atraviesan hoy como un
vendaval esos territorios formalmente pacíficos, erosionando sus instituciones,
son cómicos o trágicos, es decir, si lo que hacen es convertir la política en
una comedia o en una tragedia. Es como si los argumentos que en otro tiempo
hubieran tenido su lugar en los programas sobre ciencias ocultas que inauguró
en la televisión española el doctor Jiménez del Oso, en vez de desembocar (como
habría sido lo natural) en Cuarto Milenio, se hubieran trasladado,
convenientemente actualizados, a los informativos de máxima audiencia.
Escuchamos a las autoridades políticas dar por superada la democracia formal y
a los líderes ideológicos declarar que nuestras instituciones de decisión
colectiva ya no sirven. Una y otra vez, como sucedió con la caída de las torres
gemelas, con el referéndum de Varoufakis en Grecia o con el del Brexit en Reino
Unido, miramos la televisión y exclamamos: “Es increíble”. Pero, como alguien
dijo, la realidad no tiene por qué ser ni verosímil ni seria.
Cuando, en
1981, el cómico Coluche se presentó a las elecciones presidenciales francesas
en las que Miterrand competía con Giscard, parecía la típica broma inane de los
tiempos de paz, una broma parecida a la de Jerry Rubin, que en 1968 había
presentado a un gorrino como candidato a la presidencia de EE.UU. Pero a
Coluche le apoyaba un comité de filósofos. La idea que había que realizar se
contenía en su lema de campaña: “¡Todos juntos con Coluche para hundirles!” (el
eslogan era más grosero, esta es una versión eufemística). Para hundirles a
ellos, claro está, a los enemigos del pueblo (hoy más conocidos como “la casta”
o el establishment). Pero cuando
consiguió el respaldo del 15% de los electores dejó de ser un chiste y el
cómico se retiró de la carrera. También parecía una broma, al principio, la
campaña de Donald Trump. Y también en este caso hubo un comité filosófico de
apoyo. La diferencia es que, ahora, la mascarada se lleva hasta el final, se
toma en serio. Tras las victorias de Trump y de Boris Johnson y el fracaso de
Renzi, con Marine Le Pen a un paso del poder en Francia y los simpáticos
anticapitalistas transversales españoles en su momento de gloria, ¿diríamos que
la broma se ha vuelto seria o que lo serio se ha convertido en una broma?
Porque cuando oímos la consigna de esta nueva Internacional Populista (“¡Todos
juntos para hundirles!”) no sabemos si reír o llorar, porque dudamos acerca de
la identidad de los hundidos potenciales y nos preguntamos si alguien se
salvará de este naufragio y si los verdaderos enemigos del pueblo no serán los
que son incapaces de decir “¡Todos juntos para salvarnos!”.
Es indudable
que, por este camino, el mundo se está transformando. Pero, ¿y la filosofía que
ve en estos cambios una “astucia de la razón” para la realización de sus ideas,
aunque sea con algunos desagradables costos... va en el mismo sentido que esta
transformación tragicómica o tiene algo que oponerle? ¿Es verdaderamente
“revolucionaria” o se conforma con adaptarse al nuevo establishment? La consigna de “realizar la filosofía en la
sociedad” (como antes la de “realizarla en la historia”), ya sea para
convertirla en ideología de la eficacia cognitiva del mercado de trabajo
flexible o en catecismo de la guerrilla urbana, es el programa común de
quienes, desde hace mucho tiempo, quieren retirarla de las aulas y de los
libros para ponerla a cotizar en las cuentas de resultados y de quienes se
proponen instalarla en las calles y convertir la metafísica en adoctrinamiento
de masas.
A quienes
buscan una filosofía verdaderamente subversiva se les presenta una tarea mucho
más difícil y sediciosa: dar clase de filosofía en las aulas públicas (“¡A las
aulas!” sería un buen eslogan), y no hacerlo en las plazas o en los salones
cortesanos. Sí, sé que esto sonará a poesía difícilmente convertible en
historia, pero tiene la ventaja de que, lejos de necesitar una guerra para
llevarse a cabo, exige y promueve una paz digna.
Las ideas solo
son respetables cuando son independientes, es decir, cuando no se dejan
instrumentalizar política o comercialmente, como sueñan con hacer quienes
ansían una realización inmediata y eficaz de la filosofía en la sociedad, que
son los mismos que la desprecian como inútil en las instituciones educativas:
no porque no transforme el mundo, sino porque no pueden someterla a sus fines y
propósitos. Como habría dicho Adorno, la filosofía solo sobrevive como saber
autónomo allí donde se resiste a esas “realizaciones” interesadas. Este plan
subversivo no transformaría el mundo a corto plazo, pero pudiera ser una
astucia de la razón para que algún día no tuviéramos que reírnos de pena o
llorar de risa al contemplar el estado de las cosas públicas.
en El País, España, 10 de diciembre de 2016
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