El
liberalismo sólo exige que el Estado, al determinar las condiciones en que los
individuos deben actuar, fije las mismas normas formales para todos. Esto se
opone a todo privilegio sancionado por ley, a cualquier iniciativa gubernamental
que conceda ventajas especiales a algunos sin ofrecerlas a todos. Pero, puesto
que, sin la facultad de imponer una coacción particular, el gobierno sólo puede
controlar una pequeña parte de las condiciones que determinan las perspectivas
de los individuos -los cuales son necesariamente muy diferentes entre sí, tanto
por sus conocimientos y capacidades personales como por el particular ambiente
físico y social en el que viven-, un tratamiento igual dentro de las mismas
leyes generales desembocará, necesariamente, en posiciones muy diferentes para
las distintas personas, mientras que para igualar la posición o las
posibilidades, el gobierno debería tratarlas de un modo muy diferenciado. En
otras palabras, el liberalismo se limita a exigir que el procedimiento, o sea
las reglas del juego por las que se fijan las posiciones relativas de los
distintos individuos, sea equitativo (o por lo menos no inicuo), pero en modo
alguno pretende que también sean equitativos los resultados particulares que se
derivarán de este proceso para los distintos individuos, ya que estos
resultados dependerán siempre, en una sociedad de hombres libres, no sólo de
las acciones de los propios individuos, sino también de otras muchas
circunstancias que nadie está en condiciones de determinar ni de prever en su
totalidad.
En el
apogeo del liberalismo clásico esta aspiración solía expresarse como la
necesidad de que todas las carreras estuvieran abiertas a quien tuviera talento
o, de manera más vaga y menos precisa, con la fórmula de la «igualdad de
oportunidades». Pero esto, en realidad, sólo significaba la necesidad de
eliminar todo impedimento -a la escalada a las más altas posiciones- que fuera
fruto de una discriminación jurídica entre los distintos individuos, no la de igualar
por este procedimiento las posibilidades de los mismos. No sólo las diferentes
capacidades personales, sino sobre todo las inevitables diferencias de
ambiente, y particularmente la familia de origen, seguirían haciendo que las
perspectivas fueran extremadamente diversas. Tal es el motivo por el que en una
sociedad libre es imposible realizar la idea -que sin embargo ha sido capaz de
fascinar a muchos liberales- de que un orden de cosas sólo puede considerarse
justo si las posibilidades de partida de todos los individuos son las mismas.
Esta
idea exigiría una deliberada manipulación del ambiente en que se mueven los
distintos individuos, lo cual sería absolutamente incompatible con el ideal de
una libertad en la que los individuos puedan utilizar sus propios conocimientos
y capacidades para modelar este ambiente.
A
pesar de los rígidos confines que limitan el grado de igualdad material
realizable con los métodos liberales, la lucha por la igualdad formal -es decir
la lucha contra todas las discriminaciones basadas en el origen social, en la
nacionalidad, en la raza, en el credo, en el sexo, etc.- sigue siendo una de
las características más destacadas de la tradición liberal. Aunque no creyera
en la posibilidad de evitar diferencias incluso importantes en lo relativo a la
posición material, el pensamiento liberal esperaba limar las asperezas mediante
un crecimiento progresivo de la movilidad vertical. El principal instrumento
que debía garantizarla era la creación -si fuera necesario con fondos públicos-
de un sistema educativo universal que pondría a todos los jóvenes
indistintamente a los pies de la escalera que luego cada uno, según sus propias
capacidades, podría subir. En una palabra, el pensamiento liberal esperaba al
menos poder reducir las barreras sociales que ligan a los individuos a su clase
social de origen, ofreciendo ciertos servicios a quienes aún no están en
condiciones de obtenerlos por sí solos.
Más
dudosa aún es la compatibilidad de la concepción liberal de la igualdad con
otra medida que, sin embargo, obtuvo un amplio apoyo en los círculos liberales.
Se trata del impuesto progresivo sobre la renta como medio para alcanzar una
redistribución de la renta a favor de las clases más pobres. Puesto que no se
puede hallar un criterio que permita hacer compatible esa progresividad con una
norma válida para todos, o que determine la sobrecarga aplicable a los más
ricos, el impuesto progresivo sería contrario al principio de igualdad ante la
ley. Y tal fue, en general, la opinión de los liberales en el siglo XIX.
en Nuevos estudios de
filosofía política, economía e historia, 2007
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