lunes, enero 27, 2020

“Liberalismo e igualdad”, de Friedrich Hayek





El liberalismo sólo exige que el Estado, al determinar las condiciones en que los individuos deben actuar, fije las mismas normas formales para todos. Esto se opone a todo privilegio sancionado por ley, a cualquier iniciativa gubernamental que conceda ventajas especiales a algunos sin ofrecerlas a todos. Pero, puesto que, sin la facultad de imponer una coacción particular, el gobierno sólo puede controlar una pequeña parte de las condiciones que determinan las perspectivas de los individuos -los cuales son necesariamente muy diferentes entre sí, tanto por sus conocimientos y capacidades personales como por el particular ambiente físico y social en el que viven-, un tratamiento igual dentro de las mismas leyes generales desembocará, necesariamente, en posiciones muy diferentes para las distintas personas, mientras que para igualar la posición o las posibilidades, el gobierno debería tratarlas de un modo muy diferenciado. En otras palabras, el liberalismo se limita a exigir que el procedimiento, o sea las reglas del juego por las que se fijan las posiciones relativas de los distintos individuos, sea equitativo (o por lo menos no inicuo), pero en modo alguno pretende que también sean equitativos los resultados particulares que se derivarán de este proceso para los distintos individuos, ya que estos resultados dependerán siempre, en una sociedad de hombres libres, no sólo de las acciones de los propios individuos, sino también de otras muchas circunstancias que nadie está en condiciones de determinar ni de prever en su totalidad.

En el apogeo del liberalismo clásico esta aspiración solía expresarse como la necesidad de que todas las carreras estuvieran abiertas a quien tuviera talento o, de manera más vaga y menos precisa, con la fórmula de la «igualdad de oportunidades». Pero esto, en realidad, sólo significaba la necesidad de eliminar todo impedimento -a la escalada a las más altas posiciones- que fuera fruto de una discriminación jurídica entre los distintos individuos, no la de igualar por este procedimiento las posibilidades de los mismos. No sólo las diferentes capacidades personales, sino sobre todo las inevitables diferencias de ambiente, y particularmente la familia de origen, seguirían haciendo que las perspectivas fueran extremadamente diversas. Tal es el motivo por el que en una sociedad libre es imposible realizar la idea -que sin embargo ha sido capaz de fascinar a muchos liberales- de que un orden de cosas sólo puede considerarse justo si las posibilidades de partida de todos los individuos son las mismas.

Esta idea exigiría una deliberada manipulación del ambiente en que se mueven los distintos individuos, lo cual sería absolutamente incompatible con el ideal de una libertad en la que los individuos puedan utilizar sus propios conocimientos y capacidades para modelar este ambiente.

A pesar de los rígidos confines que limitan el grado de igualdad material realizable con los métodos liberales, la lucha por la igualdad formal -es decir la lucha contra todas las discriminaciones basadas en el origen social, en la nacionalidad, en la raza, en el credo, en el sexo, etc.- sigue siendo una de las características más destacadas de la tradición liberal. Aunque no creyera en la posibilidad de evitar diferencias incluso importantes en lo relativo a la posición material, el pensamiento liberal esperaba limar las asperezas mediante un crecimiento progresivo de la movilidad vertical. El principal instrumento que debía garantizarla era la creación -si fuera necesario con fondos públicos- de un sistema educativo universal que pondría a todos los jóvenes indistintamente a los pies de la escalera que luego cada uno, según sus propias capacidades, podría subir. En una palabra, el pensamiento liberal esperaba al menos poder reducir las barreras sociales que ligan a los individuos a su clase social de origen, ofreciendo ciertos servicios a quienes aún no están en condiciones de obtenerlos por sí solos.

Más dudosa aún es la compatibilidad de la concepción liberal de la igualdad con otra medida que, sin embargo, obtuvo un amplio apoyo en los círculos liberales. Se trata del impuesto progresivo sobre la renta como medio para alcanzar una redistribución de la renta a favor de las clases más pobres. Puesto que no se puede hallar un criterio que permita hacer compatible esa progresividad con una norma válida para todos, o que determine la sobrecarga aplicable a los más ricos, el impuesto progresivo sería contrario al principio de igualdad ante la ley. Y tal fue, en general, la opinión de los liberales en el siglo XIX.



en Nuevos estudios de filosofía política, economía e historia, 2007












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