Conclusión: Ni
guerra ni servidumbre
Como ya habrá comprendido el lector, el presente
libro no tiene por objeto comparar los méritos respectivos del capitalismo y
del comunismo, de la democracia y del totalitarismo, sino únicamente
preguntarse cuál de los dos sistemas está a punto de hacer desaparecer al otro.
Mi propósito no era, insisto de nuevo en ello, examinar una eventual
«enfermedad» de la sociedad y de las instituciones democráticas consideradas en
su funcionamiento interno. Una abundante colección de estudios, clásicos o
recientes, tratan los problemas relativos a la «crisis», a la «caída», al
«suicidio» o al «crepúsculo» de la democracia, considerada como condición de
una civilización de la libertad como modo de delegación, de control y de
ejercicio de los poderes. La mayoría de estos estudios están dedicados a la
democracia en sí misma, y hubieran podido escribirse incluso si un peligro
mortal no hubiera aparecido en el exterior del perímetro geográfico donde se
despliegan físicamente las sociedades democráticas. La misma observación vale
para toda la literatura consagrada a la «crisis del capitalismo». Desde luego,
las servidumbres de la democracia, que son el envés de sus ventajas, tienen mucho
que ver con su vulnerabilidad ante el enemigo exterior. Pero se puede integrar
ese factor en el cálculo de la relación de las fuerzas sin tener por ello que
decidir si se trata o no se trata de un síntoma de «decadencia», tanto si
emplea ese término en serio, como hace Spengler, o irónicamente, como hace
Raymond Aron. Las diversas cuestiones a que me he limitado voluntariamente se
plantean en torno a un solo tema central: las democracias ¿deberán aceptar la
guerra para escapar a la servidumbre o aceptar la servidumbre para escapar a la
guerra? O bien, en el peor de los casos, ¿deberán sufrir una guerra que
terminará con su sumisión? O más bien, como espero, ¿tienen todavía tiempo y
capacidad para librarse a la vez de la guerra y de la servidumbre?
En el curso de las relaciones entre el mundo
comunista y el mundo democrático, la claridad de la pregunta: «¿quién destruirá
al otro?», ha quedado siempre oscurecida por el lado democrático por
consideraciones adventicias. Sin embargo, los dirigentes comunistas nunca han
ocultado que esta pregunta era a sus ojos la única importante, y que se
proponían responder a ella con una victoria total de su campo, a la que ningún
término medio, ninguna transacción permitiría jamás, según ellos, eludir la
elección final de la historia. Si los occidentales a duras penas pueden
soportar esta visión de la lucha despiadada entre dos formas de sociedad, si la
expulsan periódicamente de su mente, es en parte porque en el siglo XIX la
aspiración socialista se formó en el seno mismo de la democracia, ha sido uno
de sus brotes, se ha convertido en uno de los componentes de la vida política.
Nos resistimos a imaginar que el heredero presunto de esta corriente, el
comunismo del siglo XX, se asigna por misión histórica eliminar la democracia
de la que ha salido. Nos obstinamos en ver en él una opinión política más, que
sin duda ha degenerado, pero que puede corregirse, aplacarse, participar algún
día en un concierto planetario. Creeríamos pecar contra la tolerancia pensando
de otro modo. ¡Ay!, no son las democracias las que llevan el juego. Su
preocupación de tolerancia y de coexistencia entre los sistemas no es
compartido en modo alguno por el comunismo.
El comunismo se considera en guerra constante con el
resto del mundo. No hay que indignarse por ello, como tampoco hay que
indignarse porque alguien lo diga. Hay que verlo, cosa que, y esto debe
aceptarse, constituye al menos la condición inicial de toda respuesta política
apropiada. La guerra comunista adopta diversas formas, incluyendo si llega el
caso la acción militar. Pero todas las demás formas de acción dependen
asimismo, para los jefes comunistas, de la guerra, y en primer lugar la
negociación, o al menos su forma muy propia de llevarla. Negociar siempre tiene
por meta en su mente no llegar a una transacción duradera, sino debilitar al
adversario para prepararle a nuevas concesiones, al tiempo que fomentan en él
la ilusión de que esas concesiones nuevas serán finalmente decisivas, le
aportarán la estabilidad, la seguridad, la tranquilidad. La propaganda
comunista por la «paz», es decir, en la traducción soviética, incitando a los
otros a dejar de defenderse, va acompañada de una amenaza perpetua de hacer la
guerra, de intimidaciones que explotan el miedo, muy justificado, al cataclismo
atómico. En definitiva, este alegato belicoso por la paz equivale a proponer a
las poblaciones democráticas el trueque de la seguridad por la servidumbre, y
se remite al clásico ultimátum: «Someteos o seréis destruidos». Es lo que Enzo
Bettizza llama el «pacifismo de asalto». Una de las ramas más activas y más
feroces de ese pacifismo original está constituida por el bombardeo incesante
de propuestas de desarme o de reducción de armamentos a que los dirigentes
soviéticos someten a los dirigentes occidentales. Andropov no ha sido una
excepción, ha intensificado los disparos. Ya se sabe que estas proposiciones de
reducción dejan siempre un margen en favor de la URSS, pero adviértase también
que los jefes del Kremlin se equivocan raramente al suponer que los dirigentes
occidentales se verán obligados, tarde o temprano, a tomarlas en consideración.
La opinión pública, la prensa, los partidos, los parlamentarios de sus propios
países les obligan a ello, en virtud de ese principio muy civilizado: «No se
deja sin respuesta indefinidamente una oferta». Que esta oferta pueda ser una
emboscada es un temor que nunca resiste demasiado tiempo a la presión de
consejeros que incitan a la confianza. «Negociad, negociad, que algo queda»,
claman millones de voces, como si la negociación fuera un fin en sí y no un
simple medio, cuya eficacia se juzga por los resultados en cada caso
particular. Y la mayoría de las veces los resultados son que los dirigentes
democráticos se sienten obligados a aceptar primero reducciones de armamentos
convencionales y nucleares, luego reducciones de los presupuestos militares,
finalmente la mojiganga diplomática suprema: el «encuentro en la cumbre» con
los amos de la Unión Soviética. Sería una interesante tarea para un historiador
hacer la larga lista de calamidades que han salido de esas cumbres y que se han
lanzado sobre las democracias desde la segunda guerra mundial. Pero en vez de
haberse vuelto circunspectos por los menguados beneficios obtenidos de esos
encuentros, los occidentales se obstinan en consumir en ellos su energía. Es
más: la mayoría de los candidatos al puesto de jefe de Estado o de Gobierno en
los países democráticos se creen obligados a realizar la peregrinación a Moscú
antes de iniciar su campaña electoral. Los patrones del Kremlin tienen además
la delicadeza de devolverles la cortesía, de indicar con signos toscamente
desprovistos de ambigüedad el candidato o el partido al que van sus
preferencias. Incluso a veces despachan al lugar a un Gromyko o a un Zagladine
cualquiera para contribuir en persona a la propaganda electoral, enseñar a los
nativos cómo separar el buen grano de la cizaña y amonestar como merecen a los
«enemigos de la paz, sobre el acercamiento entre los pueblos y sobre el
desarme». Las televisiones occidentales abren generosamente sus pantallas a
esos portavoces soviéticos en misión, sin sombra de reciprocidad, por supuesto.
Una vez lanzada la campaña en esa dirección, los pacifistas occidentales, las
oposiciones parlamentarias, las organizaciones previstas a este efecto se
engolfan tumultuosamente, y el que trata de nadar contracorriente evita con
grandes esfuerzos encontrarse aislado, ser impopular, verse cubierto de
oprobios y de sarcasmos. ¿Quién hubiera previsto hace sólo veinte años que los
candidatos a las más altas funciones democráticas se verían en la necesidad de
recibir la investidura previa de Moscú?
Hasta ahora, en su combate contra las democracias el
comunismo ha ganado mucho más de lo que ha perdido. Una de las debilidades de
Occidente es tranquilizarse considerando sus pérdidas, cuando el punto crucial,
en el sentido experimental del término, es saber si son superiores o no a sus
ganancias. En este aspecto la cuenta habla por sí sola. No volveré sobre ella.
Lo cierto y exacto es que el comunismo ha sufrido también reveses, enfrentado
dificultades temibles, vivido con debilidades crónicas, y puede decirse, a la
vista del tiempo que pasa, incurables porque están vinculadas orgánicamente al
sistema socialista. Los reveses escandalosos son raros, y los occidentales
incluyen con demasiada facilidad en esta categoría operaciones expansionistas
que no han triunfado, que son faltas de victoria más que pérdidas. Puede
citarse como ejemplo de esas faltas de victoria el golpe de Estado fallido del
Partido Comunista indonesio de 1965, fiasco que entrañó una abominable matanza
de comunistas en todo el país, no por mano del Estado o del Ejército además,
sino por obra de los habitantes, espontáneamente, en la base, procediendo cada
comunidad local a la «depuración» y a la «liquidación física» de sus
comunistas. Puede darse, como otro ejemplo, la incapacidad de Moscú en 1982
para conservar y perfeccionar su dominio sobre el Líbano por medio de la doble
ocupación palestina y siria, su impotencia para contrarrestar la ofensiva
militar israelí y para conservar el dominio político del país, aunque haya
llegado, en un coletazo tardío, a hacer asesinar a Béchir Gémayel, recién
elegido presidente de la República del Líbano. Pero no podrían definirse esos
fracasos como pérdidas a menos de considerar que Indonesia y el Líbano debían
pertenecer, en virtud de un derecho natural, al campo soviético. Notemos,
además, que provinieron de iniciativas locales, accidentales y poco típicas, no
de la política extranjera occidental, tal como se concibe en las capitales en
que se decide. En el informe de los retrocesos puede incluirse igualmente la
dificultad cada vez mayor que experimenta Moscú para llevar a la Internacional
Comunista por donde quiere. Los partidos que, como el Partido Comunista
francés, ladran congruentemente cada vez que Moscú les silba son cada vez más
escasos y, sobre todo, se vuelven cada vez más marginales. La tendencia a la
baja de su índice electoral constituye uno de los fenómenos interesantes del
decenio 1975-1985. La amenaza dirigida por Breznev a un jefe comunista
occidental al que perturbaba la entrada de los tanques rusos en Praga en 1968:
«Tenemos los medios de reducirles a ustedes al estado de grupúsculos», esa
amenaza se ha realizado o está en vías de realización en numerosos países, pero
no por las razones que Breznev imaginaba. Sin embargo, si los partidos
comunistas no obedecen ya a la manera de una orquesta, como en la gran época
del IComintern, algunos de ellos
siguen encargados de misiones precisas y preciosas. Basta ver el arte
segurísimo con que el partido francés ha aprovechado su presencia en el
Gobierno, desde 1981, para apoderarse de los resortes de mando en las
administraciones, las empresas, los medios de información, y, sobre todo, para
empujar pacientemente a Francia a un aislacionismo económico que, propinando un
golpe a la Comunidad Europea, haría realidad uno de los propósitos más antiguos
de Moscú. Además, lo hemos comprobado con frecuencia en este libro, los métodos
empleados por Moscú para actuar sobre la opinión y los gobiernos de los grandes
países industrializados y del Tercer Mundo se han modernizado. Adoptan menos
cada vez esos canales demasiado chillones que son los partidos comunistas y
cada vez más correas de transmisión más finas, menos sospechosas,
frecuentemente invisibles.
El desmoronamiento del prestigio político y humano
del comunismo como modelo de sociedad ha constituido, indiscutiblemente, para
la Unión Soviética y los demás países socialistas, la pérdida de una baza
capital que había abierto vigorosamente el camino a la ideología comunista o
simpatizante entre las dos guerras y hasta 1970 aproximadamente. No aludo a las
atrocidades cometidas por el comunismo: sólo moderadamente habían afectado
hasta entonces a la irradiación socialista. Me refiero, sobre todo, al fracaso
económico del socialismo, al derrumbe de la esperanza, de la promesa de
felicidad, de justicia, de igualdad. La URSS ha conseguido incluso ser, desde
1970, el único país industrializado en que la mortalidad infantil aumenta
regularmente. No sólo la opinión pública está hoy poco informada de la realidad
comunista, no sólo los manuales escolares franceses o italianos cesan de
difundir la pintura censurada, falsificada y embellecida de la historia
soviética o china, gracias a la cual sus autores habían engañado cínicamente a
generaciones de niños y de adolescentes, sino que las leyendas que magnificaban
los socialismos tercermundistas no han resistido al espectáculo de los boat-people
vietnamitas y cubanos. En la sociedad francesa, por ejemplo, la imagen de la
Unión Soviética nunca ha sido tan mala después del final de la segunda guerra
mundial. Testigo: un sondeo realizado en diciembre de 1982 por la Sofres. A la
pregunta: «El balance del sistema socialista tal como funciona en la URSS y en
las democracias populares, ¿le parece positivo o negativo?», el 69% respondía
«más bien negativo» y el 11% «más bien positivo», cuando las respuestas a la
misma pregunta, diez años atrás, eran el 43% de «negativo» y el 28% de
«positivo». A la pregunta: «Haciendo el balance de estos últimos años, ¿diría
usted que la Unión Soviética desea sinceramente la paz o no?», el 50% respondía
no y el 29% sí, lo que muestra que las poblaciones, en su masa, son más
clarividentes que muchos políticos. La comparación no ya con 1972, sino con
junio de 1980, por tanto seis meses después de la invasión de Afganistán, ya
tenida en cuenta, daba el 46% para los «no» y el 24% para los «sí». En el
intervalo, el 9% de indecisos habían salido de su indiferencia. Tanto en su
sistema social como en su política extranjera, el comunismo encuentra, por
tanto, una reprobación cada vez mayor. Por eso, sin duda, los dirigentes
comunistas ya no cuentan mucho con la miel para atrapar a sus futuras víctimas
(salvo, tal vez, en ciertas regiones del Tercer Mundo aún mal informadas), no
buscan ya seducir manipulando la impostura de ideales de izquierda, y se
limitan a utilizar de ahora en adelante la fuerza pura sin máscara.
Contrariamente a las clases dirigentes occidentales, atormentadas de
remordimientos y mala conciencia, la clase dirigente soviética se desembaraza
de toda mala conciencia y utiliza con serenidad imperturbable la fuerza bruta,
tanto para conservar su poder en el interior como para ampliarlo fuera de sus
fronteras. En su libro, Michael Voslensky ha puesto en evidencia este aspecto
externo, el peligro que la Nomenklatura
hace correr a la paz mundial, su orgullo, su agresividad, su xenofobia, sus
ambiciones planetarias. La eficacia de la máquina de conquistar soviética se
advierte en el hecho de que, a pesar de los fracasos del comunismo en todos los
demás dominios, continúa funcionando.
Porque estoy de acuerdo en tomar en consideración
los fracasos comunistas. El inventario de esos fracasos es tan impresionante
que es precisamente lo que me espanta: un sistema que ha podido hacerse tan
fuerte a pesar de tantas derrotas, un sistema que domina cada día más el mundo
cuando nadie lo quiere, al menos una mayoría, en los países en que trata de
penetrar, y del que todo el mundo, salvo la Nomenklatura,
quisiera desembarazarse en los países donde se ha instalado, ese sistema debe
contener un principio de acción y de acaparamiento superior a todo lo que se
conoce. El comunismo y el imperio soviético son fenómenos sin precedentes
históricos. Ninguno de los conceptos clásicos que sirven para hacer inteligible
el pasado sirven para interpretar el imperialismo comunista. Este imperialismo
no sigue, en modo alguno, la curva en campana de los expansionismos del pasado,
lo cual no impide que las democracias sigan confiando en su declive espontáneo
o su moderación voluntaria. Cuanto más dura el comunismo soviético, más
expansionista se vuelve, y más difícil de dominar. Los otros comunismos, sobre
todo Cuba, Vietnam, Corea del Norte, por anémicas que sean sus economías, han
manifestado una propensión idéntica a conquistar. Incluso si es cierto que el
comunismo presenta síntomas de corrupción y sufre reveses, de ello no se sigue
que se adentre por la vía pacífica. A buen seguro, pocos imperios han conocido,
salvo en su fase de disgregación, tantas revueltas nacionales y populares como
el imperio soviético desde 1953. Pero las han soportado y dominado sin
desunirse. Y estos apuros no han debilitado en modo alguno su impulso expansionista,
todo lo contrario. Incluso, con frecuencia, todo un reinado o un fragmento de
él está jalonado por fracasos graves, como fue el caso de Stalin entre 1925 y
1930, o bajo Kruschev, que por un momento pareció que iba a convertirse en el
sepulturero del imperio; y durante los años que siguieron a su caída: ruptura
con China, pérdida de Albania, neutralidad de Corea del Norte en la pugna
soviético-china, revueltas populares en Polonia, en Hungría, en Checoslovaquia;
cierto distanciamiento por parte de Rumanía, fin del monolitismo en el
movimiento comunista internacional. Sin embargo, el expansionismo del imperio y
el incremento de su poderío militar nunca han sido mayores que en esos años y
los siguientes. Cuanto más nos acercamos al fin de siglo, más se convierte el
imperialismo comunista en el problema principal de nuestro tiempo. Incluso es
la amenaza que pesa sobre la libertad del mundo que mayor duración ha tenido en
el siglo XX, y que dura todavía. Los otros totalitarismos, los fascismos, las dictaduras,
han naufragado en la derrota o se han desgastado con el tiempo. En los países
en que desgraciadamente todavía hoy han sufrido o sufren dictaduras no
comunistas se producen frecuentes cruces entre la dictadura y la democracia o,
al menos, de formas mitigadas de dictadura (o de democracia). Únicamente el
totalitarismo comunista es a la vez duradero e inmutable.
Ante la pregunta: «¿Cuál es la solución para los
pueblos no comunistas?», me siento tentado a recurrir directamente, por última
vez, a Demóstenes: «Hay gentes —decía— que creen turbar al que sube a la
tribuna preguntándole: ¿qué hay que hacer? A éstos les daré la respuesta que me
parece más equitativa y verdadera: no hacer lo que hacéis actualmente». La
réplica es menos corta de lo que parece, incluso para el mundo de hoy. En
efecto, ¿qué soluciones tenemos a nuestra disposición? La primera, la
prolongación de la tendencia actual dará la victoria al totalitarismo, cuyas
debilidades y fracasos internos no bastarán, la experiencia lo ha probado, para
que cese de avanzar. Una segunda solución se fundaría en la esperanza de que el
comunismo va a cambiar completamente solo de método si le reconocemos un lugar
al sol y si mostramos con concesiones que nosotros no tenemos manifiestamente
ninguna intención de atacarle. Esta segunda fórmula, que planeaba sobre la
coexistencia pacífica y la distensión, ha probado sobradamente su nocividad
para que no volvamos a ella; o al menos, porque no la hemos abandonado, para
que no contemos con ella para salvamos. Equivale en la práctica a eludir la
guerra aceptando a la larga la servidumbre o la subordinación. En cuanto a una
eventual tercera solución, el horroroso «retorno a la guerra fría», con que
regularmente nos asordan, no existe, porque, como hemos visto, la guerra fría
no ha existido jamás; o al menos, jamás ha sido otra cosa que una versión menos
pronunciada de la distensión, y, en cualquier caso, no ha cumplido su programa
teórico de «contención». De hecho, el cálculo egoísta de la distensión, por el
que las democracias han pensado trocar el sojuzgamiento definitivo, ordenado
oficialmente por tratado, de los pueblos sometidos a la dictadura comunista
contra nuestra seguridad, ese cálculo ha fracasado. Hemos abandonado
efectivamente a sus amos a los pueblos sometidos. Bukovsky ha encontrado en su
camino un símbolo abrumador de esta complicidad. Cuenta en Y el viento vuelve a
soplar: «El chequista que me ha quitado las esposas hace observar, para mi
edificación: “A propósito, estas esposas son americanas”. Y me muestra el
sello. Como si yo hubiera tenido que esperarle a él para saber que Occidente,
desde los inicios del poder soviético o poco menos, no nos suministra esposas,
tanto en sentido propio como en sentido figurado…». Esa complicidad, no
obstante, no nos ha proporcionado la seguridad que esperábamos. Jamás han sido
más vulnerables las democracias, nunca han estado más desamparadas y más
expuestas a los golpes del imperialismo comunista como al término del período
llamado de distensión. Particularmente trágicos han sido los años 1980-1983,
que han visto la angustia sembrada en el campo occidental por los asuntos
afgano y polaco y la aceptación progresiva, pero irresistible, por parte de las
democracias, sobre todo de la RFA, de la superioridad soviética en armamentos
nucleares de alcance medio, ante el lenguaje cada día más conminatorio, más
impúdico de altivez y de brutalidad adoptado para su uso por el Kremlin.
Entonces, ¿la guerra? Espíritus ponderados llevan su
pesimismo hasta estimar que Occidente ha avanzado tan lejos en la vía de la
docilidad que ya no puede pararse sin correr el riesgo de la guerra. Por mi
parte, he llegado a la convicción contraria, a la convicción de que el chantaje
del apocalipsis nuclear de los soviéticos no es sincero, y sólo se intensifica
de año en año en razón de las enormes ventajas que siempre les ha proporcionado
y continúa proporcionándoles. Pero el régimen no estaría en condiciones de
resistir a una guerra. Por eso me parece ilusorio contar con que el sistema
totalitario se disgregue por sí mismo en tiempos de paz, y por eso me parece
probable, y debe parecer probable a los dirigentes comunistas, que las
poblaciones esclavizadas no consentirían sacrificarse a las ambiciones maníacas
de la Nomenklatura. Los heridos
soviéticos de la guerra de Afganistán son cuidados, no sin motivo, en los
hospitales de la Alemania Oriental y no en la URSS. Durante la invasión nazi de
1941 estratos sustanciales de la población vieron en la guerra la ocasión del
revolverse contra el régimen por motivos que no tenían nada que ver con
simpatías por el fascismo, como Solzhenitsyn lo ha explicado y demostrado con
la ayuda de los ejemplos más convincentes. Si el sistema comunista es casi
imposible de desmantelar desde el interior en tiempo normal, con la ayuda de
una disidencia, o incluso de sublevaciones que reúnan a multitudes gigantescas
(la historia de las democracias populares lo prueba tristemente), el sistema se
volvería frágil en caso de guerra, precisamente debido a esas famosas
debilidades de las que hacemos mal esperando milagros en tiempos de paz, pero
cuyas facultades eruptivas harían estragos en el prodigioso desorden que
difundiría un conflicto generalizado en una sociedad ya ineficaz y desordenada
cuando una situación de urgencia no la abruma.
Si los soviéticos quieren conservar su superioridad
nuclear sobre la Europa occidental, es precisamente para poder ejercer sobre
ella una presión más fuerte sin verse arrastrados a una guerra general y
obteniendo poco a poco que los Estados Unidos se desentiendan del continente
europeo. Hay que admitir que los europeos hacen cuanto está en su mano para
llevar a los norteamericanos a esa retirada. Pero la certeza de que una guerra
general y nuclear ya no podría producirse no impediría a los soviéticos
recurrir, en un futuro más o menos lejano, a operaciones militares clásicas.
Diría incluso que esa certeza les incitaría a ello. Los comunistas siempre han
hecho triunfar sus múltiples expediciones militares locales partiendo del
principio de que los occidentales serían incapaces de contrarrestarlos con
medios convencionales, al tiempo que dejaban de lado a priori la respuesta
nuclear. Este principio será todavía más verdadero cuando la inferioridad
nuclear occidental se haya incrementado. En el estado presente de las fuerzas,
los soviéticos no pueden permitirse en modo alguno correr el riesgo de una
guerra general.
Una vez bien comprendido este dato, el segundo
artículo de una política extranjera digna de ese nombre consistiría en no
admitir ninguna intrusión soviética sin proceder a represalias inmediatas,
sobre todo económicas, y a no conceder nada sin contrapartidas evidentes,
equivalentes y palpables. Creo haber proporcionado suficientes ejemplos a lo
largo de estas páginas de casos en que hemos hecho exactamente lo contrario
para no tener que repetirme. Dicho en otros términos, nuestra política debería
consistir en practicar y exigir una verdadera distensión, en sus dos sentidos y
no únicamente en provecho sólo de la Unión Soviética. En realidad, nuestros
medios son numerosísimos en los campos del comercio, de la propaganda, de la
acción contra los servicios secretos o los agentes de influencia y, sobre todo,
contra el expansionismo comunista en el Tercer Mundo. Debemos rehusar
sistemáticamente todo lo que los comunistas piden, incluidas las conferencias
de supuestas negociaciones sobre el desarme, mientras la Unión Soviética
prosiga su expansión. ¿Por qué no haber exigido la evacuación inmediata y total
de Afganistán como condición previa a todo inicio de conversaciones sobre la
reducción del número de misiles de alcance medio en Europa? ¿Cómo ningún
estadista occidental ha pensado en hacerlo en 1982 o 1983, ni ha osado adoptar
esa posición que, sin embargo, responde a la técnica diplomática más clásica?
Son los soviéticos los que desean hablar, desde principio del decenio de los
ochenta, a propósito de los euromisiles; son ellos los que piden, no los
occidentales. ¿Qué hemos hecho en esta situación de ventaja? La respuesta es
sencilla: nada. ¿Cómo la hemos utilizado? La respuesta es idéntica: nada de
nada. El enderezamiento de la política extranjera de los países no comunistas
debería tener y puede tener un objetivo preciso: hacer comprender de una vez
por todas a los soviéticos que la continuación o la reanudación de las
negociaciones y de las concesiones sobre cualquier tema tiene por condición
previa e irrevocable el abandono definitivo del imperialismo comunista en todos
los países del mundo.
Esta nueva diplomacia, o para ser más exactos, este
retorno a una diplomacia normal supondría en los occidentales una reconversión
intelectual casi total, una comprensión por fin real del fenómeno comunista,
apoyada por una no menos nueva armonización y coordinación de sus políticas. Lo
que equivale a decir que si esta nueva diplomacia me parece posible en sí
misma, me parece poco verosímil debido a la frivolidad intelectual, a la
indecisión y al desacuerdo que reina entre quienes deberían ponerla en
práctica.
No quiero ser pesimista ni optimista. Levanto acta
de unos hechos. Lo que hemos comprobado es pesimista, no tiene por qué serlo
quien hace la comprobación. El destino de la democracia en el mundo actual se
decidirá en el curso de los últimos años de este siglo. Quiero decir nuestro
destino, porque si la historia tiene por marco los milenios, la vida no tiene
por marco más que un pequeño número de años, y, para citar la frase de Achim de
Arnim, «cada hombre recomienza la historia del mundo, cada hombre la termina».
en Cómo terminan
las democracias, 1983
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