viernes, diciembre 20, 2019

“Cómo terminan las democracias”, de Jean-François Revel





Conclusión: Ni guerra ni servidumbre

Como ya habrá comprendido el lector, el presente libro no tiene por objeto comparar los méritos respectivos del capitalismo y del comunismo, de la democracia y del totalitarismo, sino únicamente preguntarse cuál de los dos sistemas está a punto de hacer desaparecer al otro. Mi propósito no era, insisto de nuevo en ello, examinar una eventual «enfermedad» de la sociedad y de las instituciones democráticas consideradas en su funcionamiento interno. Una abundante colección de estudios, clásicos o recientes, tratan los problemas relativos a la «crisis», a la «caída», al «suicidio» o al «crepúsculo» de la democracia, considerada como condición de una civilización de la libertad como modo de delegación, de control y de ejercicio de los poderes. La mayoría de estos estudios están dedicados a la democracia en sí misma, y hubieran podido escribirse incluso si un peligro mortal no hubiera aparecido en el exterior del perímetro geográfico donde se despliegan físicamente las sociedades democráticas. La misma observación vale para toda la literatura consagrada a la «crisis del capitalismo». Desde luego, las servidumbres de la democracia, que son el envés de sus ventajas, tienen mucho que ver con su vulnerabilidad ante el enemigo exterior. Pero se puede integrar ese factor en el cálculo de la relación de las fuerzas sin tener por ello que decidir si se trata o no se trata de un síntoma de «decadencia», tanto si emplea ese término en serio, como hace Spengler, o irónicamente, como hace Raymond Aron. Las diversas cuestiones a que me he limitado voluntariamente se plantean en torno a un solo tema central: las democracias ¿deberán aceptar la guerra para escapar a la servidumbre o aceptar la servidumbre para escapar a la guerra? O bien, en el peor de los casos, ¿deberán sufrir una guerra que terminará con su sumisión? O más bien, como espero, ¿tienen todavía tiempo y capacidad para librarse a la vez de la guerra y de la servidumbre?

En el curso de las relaciones entre el mundo comunista y el mundo democrático, la claridad de la pregunta: «¿quién destruirá al otro?», ha quedado siempre oscurecida por el lado democrático por consideraciones adventicias. Sin embargo, los dirigentes comunistas nunca han ocultado que esta pregunta era a sus ojos la única importante, y que se proponían responder a ella con una victoria total de su campo, a la que ningún término medio, ninguna transacción permitiría jamás, según ellos, eludir la elección final de la historia. Si los occidentales a duras penas pueden soportar esta visión de la lucha despiadada entre dos formas de sociedad, si la expulsan periódicamente de su mente, es en parte porque en el siglo XIX la aspiración socialista se formó en el seno mismo de la democracia, ha sido uno de sus brotes, se ha convertido en uno de los componentes de la vida política. Nos resistimos a imaginar que el heredero presunto de esta corriente, el comunismo del siglo XX, se asigna por misión histórica eliminar la democracia de la que ha salido. Nos obstinamos en ver en él una opinión política más, que sin duda ha degenerado, pero que puede corregirse, aplacarse, participar algún día en un concierto planetario. Creeríamos pecar contra la tolerancia pensando de otro modo. ¡Ay!, no son las democracias las que llevan el juego. Su preocupación de tolerancia y de coexistencia entre los sistemas no es compartido en modo alguno por el comunismo.

El comunismo se considera en guerra constante con el resto del mundo. No hay que indignarse por ello, como tampoco hay que indignarse porque alguien lo diga. Hay que verlo, cosa que, y esto debe aceptarse, constituye al menos la condición inicial de toda respuesta política apropiada. La guerra comunista adopta diversas formas, incluyendo si llega el caso la acción militar. Pero todas las demás formas de acción dependen asimismo, para los jefes comunistas, de la guerra, y en primer lugar la negociación, o al menos su forma muy propia de llevarla. Negociar siempre tiene por meta en su mente no llegar a una transacción duradera, sino debilitar al adversario para prepararle a nuevas concesiones, al tiempo que fomentan en él la ilusión de que esas concesiones nuevas serán finalmente decisivas, le aportarán la estabilidad, la seguridad, la tranquilidad. La propaganda comunista por la «paz», es decir, en la traducción soviética, incitando a los otros a dejar de defenderse, va acompañada de una amenaza perpetua de hacer la guerra, de intimidaciones que explotan el miedo, muy justificado, al cataclismo atómico. En definitiva, este alegato belicoso por la paz equivale a proponer a las poblaciones democráticas el trueque de la seguridad por la servidumbre, y se remite al clásico ultimátum: «Someteos o seréis destruidos». Es lo que Enzo Bettizza llama el «pacifismo de asalto». Una de las ramas más activas y más feroces de ese pacifismo original está constituida por el bombardeo incesante de propuestas de desarme o de reducción de armamentos a que los dirigentes soviéticos someten a los dirigentes occidentales. Andropov no ha sido una excepción, ha intensificado los disparos. Ya se sabe que estas proposiciones de reducción dejan siempre un margen en favor de la URSS, pero adviértase también que los jefes del Kremlin se equivocan raramente al suponer que los dirigentes occidentales se verán obligados, tarde o temprano, a tomarlas en consideración. La opinión pública, la prensa, los partidos, los parlamentarios de sus propios países les obligan a ello, en virtud de ese principio muy civilizado: «No se deja sin respuesta indefinidamente una oferta». Que esta oferta pueda ser una emboscada es un temor que nunca resiste demasiado tiempo a la presión de consejeros que incitan a la confianza. «Negociad, negociad, que algo queda», claman millones de voces, como si la negociación fuera un fin en sí y no un simple medio, cuya eficacia se juzga por los resultados en cada caso particular. Y la mayoría de las veces los resultados son que los dirigentes democráticos se sienten obligados a aceptar primero reducciones de armamentos convencionales y nucleares, luego reducciones de los presupuestos militares, finalmente la mojiganga diplomática suprema: el «encuentro en la cumbre» con los amos de la Unión Soviética. Sería una interesante tarea para un historiador hacer la larga lista de calamidades que han salido de esas cumbres y que se han lanzado sobre las democracias desde la segunda guerra mundial. Pero en vez de haberse vuelto circunspectos por los menguados beneficios obtenidos de esos encuentros, los occidentales se obstinan en consumir en ellos su energía. Es más: la mayoría de los candidatos al puesto de jefe de Estado o de Gobierno en los países democráticos se creen obligados a realizar la peregrinación a Moscú antes de iniciar su campaña electoral. Los patrones del Kremlin tienen además la delicadeza de devolverles la cortesía, de indicar con signos toscamente desprovistos de ambigüedad el candidato o el partido al que van sus preferencias. Incluso a veces despachan al lugar a un Gromyko o a un Zagladine cualquiera para contribuir en persona a la propaganda electoral, enseñar a los nativos cómo separar el buen grano de la cizaña y amonestar como merecen a los «enemigos de la paz, sobre el acercamiento entre los pueblos y sobre el desarme». Las televisiones occidentales abren generosamente sus pantallas a esos portavoces soviéticos en misión, sin sombra de reciprocidad, por supuesto. Una vez lanzada la campaña en esa dirección, los pacifistas occidentales, las oposiciones parlamentarias, las organizaciones previstas a este efecto se engolfan tumultuosamente, y el que trata de nadar contracorriente evita con grandes esfuerzos encontrarse aislado, ser impopular, verse cubierto de oprobios y de sarcasmos. ¿Quién hubiera previsto hace sólo veinte años que los candidatos a las más altas funciones democráticas se verían en la necesidad de recibir la investidura previa de Moscú?

Hasta ahora, en su combate contra las democracias el comunismo ha ganado mucho más de lo que ha perdido. Una de las debilidades de Occidente es tranquilizarse considerando sus pérdidas, cuando el punto crucial, en el sentido experimental del término, es saber si son superiores o no a sus ganancias. En este aspecto la cuenta habla por sí sola. No volveré sobre ella. Lo cierto y exacto es que el comunismo ha sufrido también reveses, enfrentado dificultades temibles, vivido con debilidades crónicas, y puede decirse, a la vista del tiempo que pasa, incurables porque están vinculadas orgánicamente al sistema socialista. Los reveses escandalosos son raros, y los occidentales incluyen con demasiada facilidad en esta categoría operaciones expansionistas que no han triunfado, que son faltas de victoria más que pérdidas. Puede citarse como ejemplo de esas faltas de victoria el golpe de Estado fallido del Partido Comunista indonesio de 1965, fiasco que entrañó una abominable matanza de comunistas en todo el país, no por mano del Estado o del Ejército además, sino por obra de los habitantes, espontáneamente, en la base, procediendo cada comunidad local a la «depuración» y a la «liquidación física» de sus comunistas. Puede darse, como otro ejemplo, la incapacidad de Moscú en 1982 para conservar y perfeccionar su dominio sobre el Líbano por medio de la doble ocupación palestina y siria, su impotencia para contrarrestar la ofensiva militar israelí y para conservar el dominio político del país, aunque haya llegado, en un coletazo tardío, a hacer asesinar a Béchir Gémayel, recién elegido presidente de la República del Líbano. Pero no podrían definirse esos fracasos como pérdidas a menos de considerar que Indonesia y el Líbano debían pertenecer, en virtud de un derecho natural, al campo soviético. Notemos, además, que provinieron de iniciativas locales, accidentales y poco típicas, no de la política extranjera occidental, tal como se concibe en las capitales en que se decide. En el informe de los retrocesos puede incluirse igualmente la dificultad cada vez mayor que experimenta Moscú para llevar a la Internacional Comunista por donde quiere. Los partidos que, como el Partido Comunista francés, ladran congruentemente cada vez que Moscú les silba son cada vez más escasos y, sobre todo, se vuelven cada vez más marginales. La tendencia a la baja de su índice electoral constituye uno de los fenómenos interesantes del decenio 1975-1985. La amenaza dirigida por Breznev a un jefe comunista occidental al que perturbaba la entrada de los tanques rusos en Praga en 1968: «Tenemos los medios de reducirles a ustedes al estado de grupúsculos», esa amenaza se ha realizado o está en vías de realización en numerosos países, pero no por las razones que Breznev imaginaba. Sin embargo, si los partidos comunistas no obedecen ya a la manera de una orquesta, como en la gran época del IComintern, algunos de ellos siguen encargados de misiones precisas y preciosas. Basta ver el arte segurísimo con que el partido francés ha aprovechado su presencia en el Gobierno, desde 1981, para apoderarse de los resortes de mando en las administraciones, las empresas, los medios de información, y, sobre todo, para empujar pacientemente a Francia a un aislacionismo económico que, propinando un golpe a la Comunidad Europea, haría realidad uno de los propósitos más antiguos de Moscú. Además, lo hemos comprobado con frecuencia en este libro, los métodos empleados por Moscú para actuar sobre la opinión y los gobiernos de los grandes países industrializados y del Tercer Mundo se han modernizado. Adoptan menos cada vez esos canales demasiado chillones que son los partidos comunistas y cada vez más correas de transmisión más finas, menos sospechosas, frecuentemente invisibles.

El desmoronamiento del prestigio político y humano del comunismo como modelo de sociedad ha constituido, indiscutiblemente, para la Unión Soviética y los demás países socialistas, la pérdida de una baza capital que había abierto vigorosamente el camino a la ideología comunista o simpatizante entre las dos guerras y hasta 1970 aproximadamente. No aludo a las atrocidades cometidas por el comunismo: sólo moderadamente habían afectado hasta entonces a la irradiación socialista. Me refiero, sobre todo, al fracaso económico del socialismo, al derrumbe de la esperanza, de la promesa de felicidad, de justicia, de igualdad. La URSS ha conseguido incluso ser, desde 1970, el único país industrializado en que la mortalidad infantil aumenta regularmente. No sólo la opinión pública está hoy poco informada de la realidad comunista, no sólo los manuales escolares franceses o italianos cesan de difundir la pintura censurada, falsificada y embellecida de la historia soviética o china, gracias a la cual sus autores habían engañado cínicamente a generaciones de niños y de adolescentes, sino que las leyendas que magnificaban los socialismos tercermundistas no han resistido al espectáculo de los boat-people vietnamitas y cubanos. En la sociedad francesa, por ejemplo, la imagen de la Unión Soviética nunca ha sido tan mala después del final de la segunda guerra mundial. Testigo: un sondeo realizado en diciembre de 1982 por la Sofres. A la pregunta: «El balance del sistema socialista tal como funciona en la URSS y en las democracias populares, ¿le parece positivo o negativo?», el 69% respondía «más bien negativo» y el 11% «más bien positivo», cuando las respuestas a la misma pregunta, diez años atrás, eran el 43% de «negativo» y el 28% de «positivo». A la pregunta: «Haciendo el balance de estos últimos años, ¿diría usted que la Unión Soviética desea sinceramente la paz o no?», el 50% respondía no y el 29% sí, lo que muestra que las poblaciones, en su masa, son más clarividentes que muchos políticos. La comparación no ya con 1972, sino con junio de 1980, por tanto seis meses después de la invasión de Afganistán, ya tenida en cuenta, daba el 46% para los «no» y el 24% para los «sí». En el intervalo, el 9% de indecisos habían salido de su indiferencia. Tanto en su sistema social como en su política extranjera, el comunismo encuentra, por tanto, una reprobación cada vez mayor. Por eso, sin duda, los dirigentes comunistas ya no cuentan mucho con la miel para atrapar a sus futuras víctimas (salvo, tal vez, en ciertas regiones del Tercer Mundo aún mal informadas), no buscan ya seducir manipulando la impostura de ideales de izquierda, y se limitan a utilizar de ahora en adelante la fuerza pura sin máscara. Contrariamente a las clases dirigentes occidentales, atormentadas de remordimientos y mala conciencia, la clase dirigente soviética se desembaraza de toda mala conciencia y utiliza con serenidad imperturbable la fuerza bruta, tanto para conservar su poder en el interior como para ampliarlo fuera de sus fronteras. En su libro, Michael Voslensky ha puesto en evidencia este aspecto externo, el peligro que la Nomenklatura hace correr a la paz mundial, su orgullo, su agresividad, su xenofobia, sus ambiciones planetarias. La eficacia de la máquina de conquistar soviética se advierte en el hecho de que, a pesar de los fracasos del comunismo en todos los demás dominios, continúa funcionando.

Porque estoy de acuerdo en tomar en consideración los fracasos comunistas. El inventario de esos fracasos es tan impresionante que es precisamente lo que me espanta: un sistema que ha podido hacerse tan fuerte a pesar de tantas derrotas, un sistema que domina cada día más el mundo cuando nadie lo quiere, al menos una mayoría, en los países en que trata de penetrar, y del que todo el mundo, salvo la Nomenklatura, quisiera desembarazarse en los países donde se ha instalado, ese sistema debe contener un principio de acción y de acaparamiento superior a todo lo que se conoce. El comunismo y el imperio soviético son fenómenos sin precedentes históricos. Ninguno de los conceptos clásicos que sirven para hacer inteligible el pasado sirven para interpretar el imperialismo comunista. Este imperialismo no sigue, en modo alguno, la curva en campana de los expansionismos del pasado, lo cual no impide que las democracias sigan confiando en su declive espontáneo o su moderación voluntaria. Cuanto más dura el comunismo soviético, más expansionista se vuelve, y más difícil de dominar. Los otros comunismos, sobre todo Cuba, Vietnam, Corea del Norte, por anémicas que sean sus economías, han manifestado una propensión idéntica a conquistar. Incluso si es cierto que el comunismo presenta síntomas de corrupción y sufre reveses, de ello no se sigue que se adentre por la vía pacífica. A buen seguro, pocos imperios han conocido, salvo en su fase de disgregación, tantas revueltas nacionales y populares como el imperio soviético desde 1953. Pero las han soportado y dominado sin desunirse. Y estos apuros no han debilitado en modo alguno su impulso expansionista, todo lo contrario. Incluso, con frecuencia, todo un reinado o un fragmento de él está jalonado por fracasos graves, como fue el caso de Stalin entre 1925 y 1930, o bajo Kruschev, que por un momento pareció que iba a convertirse en el sepulturero del imperio; y durante los años que siguieron a su caída: ruptura con China, pérdida de Albania, neutralidad de Corea del Norte en la pugna soviético-china, revueltas populares en Polonia, en Hungría, en Checoslovaquia; cierto distanciamiento por parte de Rumanía, fin del monolitismo en el movimiento comunista internacional. Sin embargo, el expansionismo del imperio y el incremento de su poderío militar nunca han sido mayores que en esos años y los siguientes. Cuanto más nos acercamos al fin de siglo, más se convierte el imperialismo comunista en el problema principal de nuestro tiempo. Incluso es la amenaza que pesa sobre la libertad del mundo que mayor duración ha tenido en el siglo XX, y que dura todavía. Los otros totalitarismos, los fascismos, las dictaduras, han naufragado en la derrota o se han desgastado con el tiempo. En los países en que desgraciadamente todavía hoy han sufrido o sufren dictaduras no comunistas se producen frecuentes cruces entre la dictadura y la democracia o, al menos, de formas mitigadas de dictadura (o de democracia). Únicamente el totalitarismo comunista es a la vez duradero e inmutable.

Ante la pregunta: «¿Cuál es la solución para los pueblos no comunistas?», me siento tentado a recurrir directamente, por última vez, a Demóstenes: «Hay gentes —decía— que creen turbar al que sube a la tribuna preguntándole: ¿qué hay que hacer? A éstos les daré la respuesta que me parece más equitativa y verdadera: no hacer lo que hacéis actualmente». La réplica es menos corta de lo que parece, incluso para el mundo de hoy. En efecto, ¿qué soluciones tenemos a nuestra disposición? La primera, la prolongación de la tendencia actual dará la victoria al totalitarismo, cuyas debilidades y fracasos internos no bastarán, la experiencia lo ha probado, para que cese de avanzar. Una segunda solución se fundaría en la esperanza de que el comunismo va a cambiar completamente solo de método si le reconocemos un lugar al sol y si mostramos con concesiones que nosotros no tenemos manifiestamente ninguna intención de atacarle. Esta segunda fórmula, que planeaba sobre la coexistencia pacífica y la distensión, ha probado sobradamente su nocividad para que no volvamos a ella; o al menos, porque no la hemos abandonado, para que no contemos con ella para salvamos. Equivale en la práctica a eludir la guerra aceptando a la larga la servidumbre o la subordinación. En cuanto a una eventual tercera solución, el horroroso «retorno a la guerra fría», con que regularmente nos asordan, no existe, porque, como hemos visto, la guerra fría no ha existido jamás; o al menos, jamás ha sido otra cosa que una versión menos pronunciada de la distensión, y, en cualquier caso, no ha cumplido su programa teórico de «contención». De hecho, el cálculo egoísta de la distensión, por el que las democracias han pensado trocar el sojuzgamiento definitivo, ordenado oficialmente por tratado, de los pueblos sometidos a la dictadura comunista contra nuestra seguridad, ese cálculo ha fracasado. Hemos abandonado efectivamente a sus amos a los pueblos sometidos. Bukovsky ha encontrado en su camino un símbolo abrumador de esta complicidad. Cuenta en Y el viento vuelve a soplar: «El chequista que me ha quitado las esposas hace observar, para mi edificación: “A propósito, estas esposas son americanas”. Y me muestra el sello. Como si yo hubiera tenido que esperarle a él para saber que Occidente, desde los inicios del poder soviético o poco menos, no nos suministra esposas, tanto en sentido propio como en sentido figurado…». Esa complicidad, no obstante, no nos ha proporcionado la seguridad que esperábamos. Jamás han sido más vulnerables las democracias, nunca han estado más desamparadas y más expuestas a los golpes del imperialismo comunista como al término del período llamado de distensión. Particularmente trágicos han sido los años 1980-1983, que han visto la angustia sembrada en el campo occidental por los asuntos afgano y polaco y la aceptación progresiva, pero irresistible, por parte de las democracias, sobre todo de la RFA, de la superioridad soviética en armamentos nucleares de alcance medio, ante el lenguaje cada día más conminatorio, más impúdico de altivez y de brutalidad adoptado para su uso por el Kremlin.

Entonces, ¿la guerra? Espíritus ponderados llevan su pesimismo hasta estimar que Occidente ha avanzado tan lejos en la vía de la docilidad que ya no puede pararse sin correr el riesgo de la guerra. Por mi parte, he llegado a la convicción contraria, a la convicción de que el chantaje del apocalipsis nuclear de los soviéticos no es sincero, y sólo se intensifica de año en año en razón de las enormes ventajas que siempre les ha proporcionado y continúa proporcionándoles. Pero el régimen no estaría en condiciones de resistir a una guerra. Por eso me parece ilusorio contar con que el sistema totalitario se disgregue por sí mismo en tiempos de paz, y por eso me parece probable, y debe parecer probable a los dirigentes comunistas, que las poblaciones esclavizadas no consentirían sacrificarse a las ambiciones maníacas de la Nomenklatura. Los heridos soviéticos de la guerra de Afganistán son cuidados, no sin motivo, en los hospitales de la Alemania Oriental y no en la URSS. Durante la invasión nazi de 1941 estratos sustanciales de la población vieron en la guerra la ocasión del revolverse contra el régimen por motivos que no tenían nada que ver con simpatías por el fascismo, como Solzhenitsyn lo ha explicado y demostrado con la ayuda de los ejemplos más convincentes. Si el sistema comunista es casi imposible de desmantelar desde el interior en tiempo normal, con la ayuda de una disidencia, o incluso de sublevaciones que reúnan a multitudes gigantescas (la historia de las democracias populares lo prueba tristemente), el sistema se volvería frágil en caso de guerra, precisamente debido a esas famosas debilidades de las que hacemos mal esperando milagros en tiempos de paz, pero cuyas facultades eruptivas harían estragos en el prodigioso desorden que difundiría un conflicto generalizado en una sociedad ya ineficaz y desordenada cuando una situación de urgencia no la abruma.

Si los soviéticos quieren conservar su superioridad nuclear sobre la Europa occidental, es precisamente para poder ejercer sobre ella una presión más fuerte sin verse arrastrados a una guerra general y obteniendo poco a poco que los Estados Unidos se desentiendan del continente europeo. Hay que admitir que los europeos hacen cuanto está en su mano para llevar a los norteamericanos a esa retirada. Pero la certeza de que una guerra general y nuclear ya no podría producirse no impediría a los soviéticos recurrir, en un futuro más o menos lejano, a operaciones militares clásicas. Diría incluso que esa certeza les incitaría a ello. Los comunistas siempre han hecho triunfar sus múltiples expediciones militares locales partiendo del principio de que los occidentales serían incapaces de contrarrestarlos con medios convencionales, al tiempo que dejaban de lado a priori la respuesta nuclear. Este principio será todavía más verdadero cuando la inferioridad nuclear occidental se haya incrementado. En el estado presente de las fuerzas, los soviéticos no pueden permitirse en modo alguno correr el riesgo de una guerra general.

Una vez bien comprendido este dato, el segundo artículo de una política extranjera digna de ese nombre consistiría en no admitir ninguna intrusión soviética sin proceder a represalias inmediatas, sobre todo económicas, y a no conceder nada sin contrapartidas evidentes, equivalentes y palpables. Creo haber proporcionado suficientes ejemplos a lo largo de estas páginas de casos en que hemos hecho exactamente lo contrario para no tener que repetirme. Dicho en otros términos, nuestra política debería consistir en practicar y exigir una verdadera distensión, en sus dos sentidos y no únicamente en provecho sólo de la Unión Soviética. En realidad, nuestros medios son numerosísimos en los campos del comercio, de la propaganda, de la acción contra los servicios secretos o los agentes de influencia y, sobre todo, contra el expansionismo comunista en el Tercer Mundo. Debemos rehusar sistemáticamente todo lo que los comunistas piden, incluidas las conferencias de supuestas negociaciones sobre el desarme, mientras la Unión Soviética prosiga su expansión. ¿Por qué no haber exigido la evacuación inmediata y total de Afganistán como condición previa a todo inicio de conversaciones sobre la reducción del número de misiles de alcance medio en Europa? ¿Cómo ningún estadista occidental ha pensado en hacerlo en 1982 o 1983, ni ha osado adoptar esa posición que, sin embargo, responde a la técnica diplomática más clásica? Son los soviéticos los que desean hablar, desde principio del decenio de los ochenta, a propósito de los euromisiles; son ellos los que piden, no los occidentales. ¿Qué hemos hecho en esta situación de ventaja? La respuesta es sencilla: nada. ¿Cómo la hemos utilizado? La respuesta es idéntica: nada de nada. El enderezamiento de la política extranjera de los países no comunistas debería tener y puede tener un objetivo preciso: hacer comprender de una vez por todas a los soviéticos que la continuación o la reanudación de las negociaciones y de las concesiones sobre cualquier tema tiene por condición previa e irrevocable el abandono definitivo del imperialismo comunista en todos los países del mundo.

Esta nueva diplomacia, o para ser más exactos, este retorno a una diplomacia normal supondría en los occidentales una reconversión intelectual casi total, una comprensión por fin real del fenómeno comunista, apoyada por una no menos nueva armonización y coordinación de sus políticas. Lo que equivale a decir que si esta nueva diplomacia me parece posible en sí misma, me parece poco verosímil debido a la frivolidad intelectual, a la indecisión y al desacuerdo que reina entre quienes deberían ponerla en práctica.

No quiero ser pesimista ni optimista. Levanto acta de unos hechos. Lo que hemos comprobado es pesimista, no tiene por qué serlo quien hace la comprobación. El destino de la democracia en el mundo actual se decidirá en el curso de los últimos años de este siglo. Quiero decir nuestro destino, porque si la historia tiene por marco los milenios, la vida no tiene por marco más que un pequeño número de años, y, para citar la frase de Achim de Arnim, «cada hombre recomienza la historia del mundo, cada hombre la termina».



en Cómo terminan las democracias, 1983












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