En 1948, el
asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán generó el Bogotazo, uno de los
estallidos paradigmáticos de las ciudades de la furia de América Latina: el
Cordobazo argentino en 1969, el Caracazo venezolano de 1989, el Santiagazo
chileno de 2019. Con el Bogotazo comenzó un período histórico que los
colombianos bautizaron con un nombre que lo dice todo: “La Violencia”.
En estos
días en que Colombia imita la protesta chilena, en su arista pacífica cantando
“El baile de los que sobran”, y también en su reguero de vandalismo contra el
transporte público, conviene dar vuelta la mirada y sacar lecciones de La
Violencia.
De la rabia
pura del Bogotazo se pasó al enfrentamiento entre milicias liberales y
conservadoras. Luego, la violencia mutó a agentes de terrorismo del Estado,
guerrillas marxistas como las FARC, bandoleros rurales, delincuentes comunes,
carteles de narcotráfico como los de Cali y Medellín, paramilitares de derecha
como las AUC, facciones irregulares del gobierno, tropas privadas, insurgentes
urbanos como el M-19…
Todos estos
conflictos tuvieron su origen en una sociedad que cayó en la trampa de
legitimar la violencia, primero porque había un crimen que vengar y una rabia
que expresar; luego, porque había un enemigo subversivo al que enfrentar o una
sociedad mejor que implantar; y también, porque había un jugoso negocio que
aprovechar.
Chile se
enfrenta a la misma trampa: creer que la violencia es una herramienta que puede
utilizarse a voluntad. Una llave que se abre para alcanzar ciertos objetivos
como la justicia social o la restauración del orden público, y que luego,
logrados ellos, se cierra sin más. Pero la violencia no es una llave; es un
Frankenstein que, una vez creado, toma vida propia. Deja de ser un instrumento
y se convierte en un fin en sí mismo.
La violencia
es una forma de vida que pervive luego de que su causa original se extingue.
Eso lo sabemos en América Latina, donde revolucionarios marxistas y represores
de dictaduras por igual terminaron reconvertidos, incluso aliados, como
secuestradores extorsivos, asaltantes de bancos o soldados del narcotráfico. Esta
violencia, por cierto, no salió de la nada: lleva décadas de lenta cocción
frente a nuestros ojos.
Hace tiempo
que las barras bravas subyugan barrios completos, dominan por el terror el
entorno de los estadios de fútbol, someten por el miedo a deportistas e hinchas
y secuestran el transporte público. Nada de eso habría sido posible sin su
relación de mutua conveniencia con actores del poder que han aprovechado a los
barristas como punteros de campañas políticas y aliados comerciales.
Ni hablar de
los tentáculos del narcotráfico, y su extendido dominio sobre zonas enteras de
Santiago, donde sustituye al Estado y al mercado como proveedor de seguridad y
empleo, con soldados adiestrados desde niños en el uso de la violencia. Desde
ahí construye vínculos con el poder, como vimos en la elección interna del
Partido Socialista.
Son negocios
que se nutren del abandono social. De la decadencia de instituciones que
proveían sentido de pertenencia, como las juventudes de partidos políticos o la
Iglesia Católica. Y del fracaso de la sociedad en ofrecer un futuro a los
adolescentes vulnerables.
Esa
violencia estructural, subterránea, explica los incendios y los saqueos, pero
no debe disculparlos. Esa delgada línea, entre entender un fenómeno y
justificarlo, parece más borrosa que nunca hoy. La barbarie policial que ha
dejado a más de 200 chilenos con lesiones oculares es otra expresión de una
sociedad brutalizada. Un general de Carabineros la justifica diciendo que, en
la represión como en la quimioterapia, “se matan células buenas y células
malas”. Es una
versión 2019 de la infame meta de “extirpar el cáncer marxista”. Cuando los
agentes del Estado ven al otro como una enfermedad o un parásito, su
enajenación social los convierte en un peligro.
No debemos
elegir entre mano dura y mano blanda, entre tolerar el vandalismo o violar los
derechos humanos. Lo que necesitamos para frenar la violencia es un Estado
eficiente en proveer seguridad, y eso no se consigue gaseando familias
completas, abusando de detenidos ni mutilando a manifestantes. Ese descontrol
policial solo logra que ciudadanos pacíficos vean a los agentes del Estado como
una amenaza, y no como garantes de la seguridad de todos. Y, de nuevo, sirve a
los vándalos para ganar legitimidad como reacción a estos abusos.
Llevamos ya
38 días de ese círculo vicioso en que la violencia estatal y la delincuencial
se potencian mutuamente. Al medio de este abrazo mortal, de inerme rehén, queda
la sociedad chilena. La violencia amenaza con pasar de un reventón puntual a
una enfermedad crónica. Una en que tanto la justicia social como el orden
público son arrastrados por el Frankenstein de la brutalidad.
en Diario La Tercera, 23 de noviembre de 2019
2 comentarios:
gracias Matamala por escribir lo que sabemos todos, excepto la reseña histórica de episodios violentos que según tu, marcan de alguna manera la historia de america latina. como dirian los gringos: so what?
Cuando se ven cantegriles, villas miserias, cayampas, es eso la violencia, pero como el autor no la sufre no la ve como violencia y la violencia que él ve y se espanta es una respuesta a años de marginalizacion. El problema está en la definicion, en el que abarca el termino de violencia, de quien es el discurso del análisis, mientras él no lo vea no va ha entender lo que pasa.
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