Fue
en el negro espejo del anarquismo donde el surrealismo se reconoció por primera
vez, mucho antes de definirse a sí mismo y cuando era apenas una asociación
libre de individuos, que rechazaban espontáneamente y en bloque las opresiones
sociales y morales de su tiempo. Entre las fuentes de inspiración en las que
bebíamos, en esa posguerra de 1914, y cuya fuerza de convergencia era
inconmovible, figuraba esta final de la “Balada de Solness”, de Laurent
Tailhade:
Arrebata
nuestros corazones en disparada, en harapos
¡Anarquía!
¡Oh portadora de luz!
¡Expulsa
la noche! ¡Aplasta a los gusanos!
¡Y
yergue al cielo, aunque sea con nuestros túmulos,
La
clara Torre que sobre el mar domina!
En
ese momento, el rechazo surrealista es total, absolutamente inapto para dejarse
canalizar en el plano político. Todas las instituciones sobre las que reposa el
mundo moderno y que acaban de resultar en la Primera Guerra Mundial son tenidas
por nosotros como aberrantes y escandalosas. Contra todo aparato de defensa de
la sociedad es que luchamos, para comenzar: ejército, “justicia”, policía,
religión, medicina mental y legal, enseñanza escolar. Todas las declaraciones
colectivas, así como los textos individuales del Aragon del pasado, de Artaud,
Crevel, Desnos, del Éluard de antaño, de Ernst, Leiris, Masson, Péret, Queneau
o los míos, testimonian la voluntad común de hacer que se los reconociera como
flagelos y, como tal, que fuesen combatidos. Sin embargo, para combatirlos con
alguna posibilidad de éxito, es preciso atacar su armadura, que, en último
análisis, es de orden lógico y moral:
la pretendida “razón” en uso y de etiqueta fraudulenta que recubre el “sentido
común” más desgastado, la “moral” falseada por el cristianismo con el objetivo
de desalentar cualquier resistencia contra la explotación del hombre.
Un
gran fuego se conserva bajo las cenizas –éramos jóvenes– y creo mi deber
insistir sobre el hecho de que ese fuego se avivó constantemente para liberarse
de la obra y de la vida de los poetas:
¡Anarquía!
¡Oh portadora de luz!
No se
llamen ya Tailhade, sino Baudelaire, Rimbaud, Jarry, a quienes todos nuestros
camaradas libertarios deberían conocer, así como deberían conocer también a
Sade, Lautréamont o el Schwob de El libro
de Monelle.
¿Por
qué no pudo, en ese momento, operarse una fusión orgánica entre elementos
anarquistas, propiamente dichos, y elementos surrealistas? Todavía, veinte años
después, me lo pregunto. No cabe ninguna duda de que la idea de la eficacia que
fuera el espejo de toda esa época decidió las cosas de otra forma. Lo que se
puede considerar como el triunfo de la Revolución Rusa y la realización de un
Estado obrero provocaba un gran cambio de visión. La única sombra del cuadro
–que se definiría como una mancha indeleble– residía en el aplastamiento de la
insurrección de Kronstadt, el 18 de marzo de 1921. Los surrealistas nunca
consiguieron pasar por alto aquello. Entretanto, hacia 1925, solo la III
Internacional parecía disponer de los medios deseados para transformar el
mundo. Podía creerse que las señales de degeneración y regresión ya fácilmente
observables en el Este todavía podían conjurarse. Los surrealistas vivieron,
entonces, en la convicción de que la revolución social extendida a todos los
países no podía dejar de promover un mundo libertario (algunos decían, un mundo
surrealista, pero es la misma cosa). Todos, inicialmente, juzgaban las cosas de
esa forma, incluso aquellos (Aragon, Éluard, etc.) que, más tarde, abandonarían
su ideal primero hasta el punto de hacer en el stalinismo una carrera
envidiable (a los ojos de los hombres de negocios). Pero el deseo y la
esperanza humanos jamás podrían estar a merced de aquellos que traicionan:
¡Expulsa
la noche! ¡Aplasta a los gusanos!
Es
bien sabida la rapiña despiadada que se hizo de aquellas ilusiones durante el
segundo cuarto de este siglo. Por una terrible ironía, el mundo libertario con
el cual se soñaba fue sustituido por un mundo en el que la más servil
obediencia es obligatoria, donde los derechos más elementales son negados al
hombre, donde toda la vida social gira en torno del policía y del verdugo. Como
en todos los casos en que un ideal humano llega a ese cúmulo de corrupción, el
único remedio es refortalecerse en la corriente sensible en la que se originó, remontarse a los principios que le
permitieron constituirse. Hoy más que nunca, en la propia finalidad de ese
movimiento se encontrará al anarquismo, y solamente a él, ya no la caricatura
que nos presentan ni la cosa hedionda que pretenden hacer de él, sino aquel que
nuestro camarada Fontenis describe como esa reivindicación moderna por la
dignidad del hombre (libertad y bienestar); es decir, un tipo de socialismo concebido
como “la expresión de las masas explotadas en su deseo de crear una sociedad
sin clases, sin Estado, donde todos los valores y aspiraciones humanos puedan
realizarse”.
Esa
concepción de una revuelta y de una generosidad indisociables una de la otra y,
a despecho de Albert Camus, ilimitables tanto
una como la otra, los surrealistas la hacen suya hoy, sin reservas.
Liberada de las brumas de muerte de estos tiempos, la consideran como la única
capaz de hacer resurgir, a ojos cada vez más numerosos,
¡La
clara Torre que sobre el mar domina!
en Surrealismo
y Anarquismo (Antología), 2005
Publicado originalmente en 1951
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