Se puede pensar que
una banda de forajidos que se propone someter al mundo no necesita de teorías
filosóficas sino de garrotes explosivos y campos de concentración: es de
esperar que el movimiento nazi constituya una enseñanza para los que así
piensan. Harold Laski nos dice que el nazismo no tiene un sistema teórico; si
por sistema teórico se entiende un edificio conceptual coherente y que aspire a
la verdad. Quizá tenga razón, pero no veo por qué ha de restringirse la
definición de ese modo: una doctrina teórica puede ser contradictoria, puede
ser falsa, puede ser sofística y puede ser criminal: no por eso deja de ser una
doctrina. Hay que recordar que los nazis llegaron al poder por convicción y
que, a pesar de sus luchas callejeras con los socialistas y comunistas,
obtuvieron la enorme mayoría del electorado a base de propaganda, es decir, a
base de ideología. Se ha dicho que sin una teoría revolucionaria no puede haber
una acción revolucionaria. Parece inútil agregar que tampoco es posible
instaurar el reinado de la barbarie sin una doctrina de la barbarie.
No sabemos si esto
lo sabían los capitanes del capital financiero que fomentaron el nazismo, con
la creencia de que así resolverían sus problemas. Pero lo sabían, con
seguridad, varios de los sujetos freudianos y adlerianos que se reunían en la
cervecería de Munich -se puede quemar a Freud y Adler y, sin embargo,
constituir sus ejemplos-. Rosenberg y Goebbels y algún otro miembro de esa
banda de psicópatas que formaron la guardia vieja del nazismo sabían que el
pueblo debe ser conquistado teóricamente; y que antes que los palos están los
sistemas de filosofía, sobre todo si se trata de alemanes contemporáneos. El
garrote es una excelente cosa; pero si se lo puede enarbolar y descargar según
los postulados de un sistema filosófico, mejor.
No debe de haber
necesitado mucho el doctor Rosenberg para lucubrar la ideología del movimiento:
ahí estaban las doctrinas racistas del conde de Gobineau, los restos sueltos o
falsificados de Nietzsche, escorias sacadas -justa o injustamente- de la República de Platón y de Heidegger;
viejos cuentos raciales, políticos y económicos, todos destinados a rebajar la
dignidad del hombre, a convertirlo en una bestia obediente, apta para servir
los designios del fascismo; y todo mezclado, a la alta temperatura, con tratado
de Versalles y bajas pasiones.
Así fue elaborada
la ideología de la barbarie, eso que el doctor Ernst Krieck, profesor de
filosofía y pedagogía de la Universidad de Heidelberg, denominó concepción obligatoria del mundo. La
libertad de pensamiento y de crítica, la ciencia y la filosofía en libre
expansión son revolucionarias por esencia, porque para ellas no hay una
concepción del mundo sagrada e inalterable, y menos una concepción basada en la
mentira y el sofisma. ¿Cómo ha de extrañar que el nazismo impusiera a sangre y
fuego un sistema sagrado e indiscutible? ¿Y cómo ha de extrañar que el diálogo
socrático, esencia misma del pensamiento occidental, fuera suplantado por el
Ausrichtung del profesor Krieck, por el adiestramiento que lleva a la filosofía
los métodos de cuartel?
El mariscal Göring
dijo alguna vez esta frase que pasará a la historia: “Cuando oigo la palabra
cultura, saco el revólver”. Se podrá decir lo que se quiera contra este
aforismo, pero no se le puede negar una concisión clásica y una notable
consecuencia. Cuánto más repugnante nos resultan aquellos que justificaron esa
abominación de la cultura mediante productos culturales.
Será bueno recordar
los nombres de los que cometieron esta especie de parricidio: Ernst Krieck,
profesor de filosofía y pedagogía de la Universidad de Berlín; Karl Larenz,
profesor de derecho; el doctor y profesor Möller von der Bruck; y, en fin, el
increíble, el insuperable profesor de filosofía de la cultura de la Universidad
de Marburgo, el doctor E. H. Jaensch, que exclamó en uno de sus trabajos: “Es
lamentable que nosotros, los profesores, no hayamos podido tomar parte en las
refriegas en que, antes de la toma del poder, los muchachos pardos abrían con
sus vasos de cerveza las cabezas de los socialistas, demócratas y judíos”. Este
teórico del cachiporrazo perpetró un monumental estudio tipológico: El
antitipo.
El antitipo es el
hombre de la clase S, el hombre débil, desorientado, corrompido y disolvente;
es el execrable producto de la mezcla de razas, de la masonería, del judaísmo y
del asfalto. Este producto debe ser aniquilado sin piedad por el tipo J, el
superhombre, aurora y ejecución de una Nueva Humanidad cuyas notables virtudes
no deben extrañar, pues resultan de la suma de los subtipos J2 y J3 . La lucha
debe ser particularmente implacable contra el S2, el subtipo más pernicioso y
degenerado, pues suma a las calamidades del S el entendimiento y la razón.
en
Uno y el Universo, 1945
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