Estaban ante la Vida dos hombres, que eran otras tantas víctimas suyas.
—¿Qué quieren de mí? —les preguntó.
Uno de ellos contestó con voz lenta:
—Me rebelo ante la crueldad de tus contradicciones; mi espíritu se esfuerza en vano por penetrar el sentido de la existencia y mi alma está invadida por las tinieblas de la duda. Sin embargo, la razón me dice que el hombre es el ser más perfecto del mundo…
—¿Qué reclamas? —interrumpió impasible la Vida.
—Quiero la dicha… Y para poder realizarla, es preciso que concilies los dos principios opuestos que comparten mi alma, poniendo de apoyo mi «yo quiero» con tu «tú debes».
—No tienes nada que desear sino aquello que debes hacer por mí —contestó la Vida con dureza.
—No, yo no puedo desear ser tu víctima. ¿Porque yo quisiera dominarte, estoy condenado a vivir bajo el yugo de tus leyes?
—Modera tu énfasis —le dijo el que estaba más cerca de la Vida. Pero sin fijarse en sus palabras, el otro prosiguió:
—Yo quiero tener el derecho de vivir en armonía con mis aspiraciones. No quiero ser hermano ni esclavo de mi prójimo por deber; seré su hermano o su esclavo a mi gusto, obedeciendo a mi voluntad. Yo no quiero que la sociedad disponga de mí como de una piedra inerte que ayuda a edificar las prisiones de su ventura. Soy hombre, soy alma, soy espíritu y debo ser libre.
Espera —dijo la Vida con una sonrisa helada—. Has hablado bastante y ya sé todo lo que podrías añadir. ¡Pides tu libertad! ¿Por qué no la ganas? ¡Lucha conmigo! ¡Vénceme! Hazte mi señor, y yo seré tu esclava. No sabes con qué tranquilidad me someto siempre a los triunfadores. ¡Pero es necesario vencer! ¿Te sientes capaz de luchar conmigo para librarte de tu servidumbre? ¿Estás seguro del triunfo? ¿Confías en tu fuerza?
Y el hombre contestó:
—Me has arrastrado a un conflicto interior con mi propio yo; has afilado mi juicio, que, a la manera de una hoja mortífera, se hunde en lo más profundo de mi ser, aniquilándolo.
—Háblale con más valor, no te quejes —observó su compañero.
Pero el otro continuó:
—¡Ah, si la tiranía me concediese una tregua! Déjenme gozar de la dicha.
La Vida volvió a sonreír con su sonrisa de hielo.
—Dime: al dirigirte a mí, ¿exiges o pides un favor?
—Pido un favor—contestó el hombre como un eco.
—Imploras como un mendigo solemne; pero has de saber, pobre hombre, que la Vida no da limosnas. Has de saber que un ser libre no pide nada; se apodera por sí mismo de mis dones… Tú no eres más que el esclavo de mi voluntad. Sólo es libre aquel que sabe renunciar a todos los deseos para dedicarse enteramente a conseguir el fin elegido. ¿Has comprendido? Márchate.
El hombre había comprendido y se tendió, como un perro dócil, a los pies de la Vida, para recoger humildemente las migajas de su festín.
Entonces las miradas de la Vida se dirigieron dulces hacia aquel que no había hablado aún y cuyas facciones estaban llenas de bondad.
—¿Qué pides?
—No pido nada; exijo…
—¿Qué exiges?
—¿Dónde está la justicia? Dámela. Más tarde sabré conseguirlo todo… Por el momento sólo quiero la justicia. He esperado mucho tiempo con paciencia, con razones, sin el menor descanso. He esperado… pero llegó la hora. ¿Dónde está la justicia?…
—Hazla tuya —contestó la Vida impasible.
en Dinamita Cerebral, 1913
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