Escuché esta historia no hace mucho
por boca de N., una enfermera. N. se muestra, ante todo, como una mujer
bastante tenaz. Una persona cuyos colmillos se vislumbran afilados detrás de
unos labios resecos. En aquel entonces convalecía, con gastroenteritis, en el
primer piso de la posada donde se alojaba mi hermano pequeño. Aunque ya llevaba
con diarrea una semana, esta no mostraba signos de que fuera a remitir. Así que
N., quien en principio había venido por mi hermano, se esforzó en cuidarme a
mí.
Una tarde lluviosa de mayo, mientras
cocía el okayu[1] en un pequeño cazo
de barro, N. me contó con despreocupación la siguiente historia:
Una noche de primavera de cierto año,
la señorita N. terminó en casa de la familia Noda, en Ushigome, tras una
conferencia de enfermeras. No había ningún varón al frente de la familia Noda.
Allí se encontraban una mujer mayor que llevaba el pelo al estilo kirigami, una
chica joven y soltera, su hermano pequeño y, por último, una criada. Cuando la
señorita N. llegó a esa casa, sintió una extraña sensación depresiva. Quizá
fuera porque tanto la joven como su hermano habían contraído tuberculosis. O
quizá fuera por el pequeño y raquítico jardín, que rodeaba una habitación
exterior de cuatro tatamis y medio[2] e independiente del resto de la casa,
invadido por la maleza. De hecho, la densa hierba, en expresión de N.,
«sobresalía como bambú negro perforando un porche».
La mujer mayor llamaba a la muchacha
«señorita Yuki», y el hermano era sencillamente Seitarō. La señorita Yuki
parecía poseer un ánimo dotado de mayor iniciativa, hasta el punto de que,
cuando N. le tomaba la temperatura, esta le sorprendía revisando el termómetro
por su propia cuenta. Seitarō, por el contrario, no suponía el menor trabajo
para N. No solo obedecía siempre a lo que se le ordenaba, sino que se sonrojaba
cada vez que tenía que hablar con ella. La anciana parecía estimar en mayor
medida a la señorita Yuki que a Seitarō. A pesar de que era este quien estaba
peor de salud.
—No recuerdo haberte criado así de
débil.
La vieja siempre se quejaba de manera
parecida cuando acudía a aquella habitación exterior donde descansaba Seitarō.
A pesar de ello, Seitarō, ya próximo a cumplir los veintiuno, rara vez ofrecía
réplica. Por el contrario, fijaba la vista al techo y cerraba los ojos
avergonzado. Y su rostro se desvanecía, transparente, blanco. Decía N. que
mientras le cambiaba las compresas, a veces apercibía las sombras de la maleza
circundante apropiándose de aquellas mejillas.
Una noche, poco antes de las diez, N.
acudió a un vecindario bien iluminado y alejado dos o tres manzanas para
comprar algo de hielo. Al regresar, mientras ascendía por el desierto camino de
la colina que conducía a la residencia, algo agarró a N. por detrás. Por supuesto,
se asustó. Pero lo que más le sorprendió fue que cuando retrocedió, encogida de
miedo, y se giró para encarar a la persona sobre sus hombros, el rostro que
alcanzó a entrever en la oscuridad no era otro que el de Seitarō. Y no solo era
el rostro. El pelo corto, el kimono azulado con motas blancas, todo remitía a
Seitarō. Pero no había manera de que Seitarō, quien dos días antes había
sufrido una hemorragia en los pulmones, pudiera andar de un lado para otro. Sin
mencionar que de ninguna forma él se aprestaría a aquella pantomima.
—¡Señorita, dame algo de dinero! —le
conminó con voz aniñada, si bien aún agarrándola con resolución.
Era algo tan poco propio de él, que
N. se preguntó si verdaderamente era su voz. N., con valentía, le replicó al
tiempo que apresaba la mano de su asaltante con su mano izquierda:
—¿Qué es esta falta de respeto? Soy
parte de esa casa, así que si me hablas así llamaré al guarda.
Sin embargo, su oponente continuó
repitiendo como si nada: «¡dame algo de dinero!». Tras recuperar despacio su
posición, N. volvió a contemplar al muchacho. Los rasgos faciales todavía se
correspondían, sin lugar a dudas, con aquellos que adornaban la timidez
enfermiza de Seitarō. Una súbita ansiedad abrumó a N. y, sin dejar escapar la
mano, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Señor guarda! ¡Ayuda, por favor!
Al oír los gritos de N., el chico
intentó liberarse de ella. Al mismo tiempo, N. lo soltó. Entonces él escapó,
corriendo torpemente, como alma que lleva el diablo. N., perdiendo el aliento
(más adelante se daría cuenta de que tenía varios paquetes de hielo anudados al
pecho), se precipitó a la entrada de la residencia de los Noda. Al asomar su
cabeza en la sala de estar se avergonzó ligeramente ante la vieja, que tenía el
periódico vespertino desplegado frente a ella.
—¿Qué te ha pasado, N.? —le preguntó
la vieja con tono de reproche. No se debía solo a que se había asustado por el
ruido de los pasos apresurados de N., sino porque N. se reía mientras su cuerpo
no dejaba de temblar.
—Nada, es solo que cuando volvía por
la colina alguien me gastó una broma.
—¿Alguien?
—Sí, alguien me agarró por detrás y
me dijo: «¡señorita, dame algo de dinero!».
—Ah sí, ahora que me acuerdo, por
esta zona hay un gamberro malcriado, llamado Kobori o algo así, que aterroriza
al vecindario.
En ese momento una voz se impuso
desde la habitación de al lado. Era, claro, la señorita Yuki. Reconvenía tanto
a N. como a la vieja con una brusquedad inesperada:
—Madre, ¿podrían bajar un poco la
voz?
N., ligeramente ofendida por las
palabras de la señorita Yuki —no, no era ofensa sino más bien desdén—,
aprovechó la oportunidad para levantarse y salir de la sala de estar. Pero el
rostro del asaltante que tanto se parecía a Seitarō aún permanecía frente a sus
ojos. No, no su rostro. El contorno y la silueta de la propia cara de Seitarō.
Cinco minutos después, N. regresó al
porche y recogió las bolsas de hielo para llevarlas a la habitación exterior.
¿Podría ser que Seitarō no estuviera allí, que hubiera muerto incluso? N. no
podía despreocuparse del todo de tales pensamientos. Pero cuando llegó allí y
miró dentro, Seitarō dormía apaciblemente bajo la tenue luz de la lámpara. Su
rostro era tan pálido como de costumbre. Como si estuviera hecho para que la
maleza que crecía en tomo al jardín proyectara sombras en él.
—Vamos a cambiar esa bolsa de hielo
—dijo N., no sin antes mirar detrás de ella.
Una vez que N. hubo terminado de
relatar su historia, la miré y le dije con malicia:
—Mmm… oiga, sobre ese tal Seitarō. A
usted le gustaba ese joven, ¿no es así?
La respuesta de N. fue instantánea, y
más nostálgica de lo que hubiera pensado en un primer momento:
—Sí, así es.
Notas
[1] Okayu es un tipo de arroz cocido en agua con distintas legumbres.
Generalmente, se sirve caliente y espeso.
[2] Tatami es una estera rectangular, generalmente hecha de paja de
arroz y juncos.
1926
en Kaiki,
cuentos de terror y locura (Antología), 2017
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