Sobre
el grande cementerio y las pardas, ruinosas techumbres del mundo, cantan los
pianos de la lluvia, los pianos de la lluvia, melancólicos, la antigua canción
de las goteras... - El otoño se fue deshojando flores amarillas y puñados de
lágrimas.
El
sueño inútil de la vida, como un colosal hongo, gravita chorreando enfermedades
y agua, moho, sarmientos u horas dolientes.
Y
los días deshechos, invertidos y cóncavos, suenan lo mismo que ataúdes
desocupados... (-Evocad, mis amigos, evocad, evocad los rojos soles meridianos,
ardientes, plenos, vastos, y sonreíd, sonreíd a la posibilidad de las cosechas
que vienen saliendo de las brumas).
Al
sol le duelen, le duelen los huesos, el pobre está resfriado y con reuma; a
intervalos lleva el pañuelo a las narices, estornuda, y se abre a ras de lo
infinito el fabuloso, el fabuloso, el fabuloso capullo del trueno; los charcos
piojentos se entretienen copiando la figura del enfermo, ¡tan enfermo !, y su
mirada gris enfría el horizonte.
Los
pájaros vivos se caen muertos, muertos en las jaulas, el azul dinamismo
infantil, la alegría del niño, vegetal e inminente, simplísima, juega con sus
cadáveres al fútbol, y las estáticas, lúgubres viejas lamentables deshilan
sueños de quince abriles.
Acurrucados
fuman los tontos; en los patios unánimes del hospicio van emergiendo las
callampas.
El
público tirita, oblicuos, desconcertantes vientos muerden la estúpida ilusión
orgánica, ¡ay!, ¡ay!, ¡ay!, la garúa siembra, siembra, siembra almácigos de
alfileres y no acaba de atardecer y no acaba de atardecer... Los vagabundos
calientan sus manos plebeyas en las «colillas» que escupe, gordo, vasto, bruto,
el hombre rico, y unos chercanes proletarios cantan humildemente encima de un
automóvil inservible.
Bajo
el alero las golondrinas duermen, la enfermedad de vivir bosteza en las
alcobas, los chicuelos pobres espantan el frío saltando grotescamente,
-murciélagos, ratones entumidos.
Cual
errabundas, fósiles, antepasadas monedas coloniales, las semanas ruedan
inútilmente al fondo del tiempo -transitorio, fatal, amarillo baúl de viaje-,
colma las avenidas el ruido otoñal de la pena, el ruido otoñal de la pena, y
está lloviendo encima de nosotros; los vecinos aprietan contra el alma estéril
el goloso y frutal recuerdo del verano, y miran llover... llover... llover...
Las
calmosas bestias inferiores rumian en los pálidos jardines, pálidos, y los
viejos, sordos, calvos, árboles mortuorios, anacrónicos, coronados de herrumbre
amarillas, parecen mamarrachos o asesinos con la incógnita de las nieblas
ambiguas vestidos; el musgo roe los caminos del parque, moroso y ocre, y va
borrando líneas, recodos y huellas de mujeres tristes.
El
país es un ancho, un ancho paraguas mojado, son turbios e insalubres los
crepúsculos, la melancolía lloriquea en los tejados, lloriquea en los tejados y
las ciudades están llenas de hojas, llenas de hojas, llenas de hojas...
Habitando
solitas los oblicuos, polvorosos, nocturnos rincones -triangular, triangular concepción
de los primeros miedos-, las arañas resumen el sentido del universo edificando
castillos en el aire.
Sin
embargo, el corazón del hombre, maduro y triste, guarda el aroma del queso
rancio y los membrillos en agosto y su olor a despensa es confortable y bueno,
confortable y bueno.
¡Oh!, disperso mirar de las cosas, tiene la
vagabunda, la vagabunda, la vagabunda actitud melancólica de quien contempla la
humedad del tiempo tras los vidrios.
Sentimentales,
fúnebres, los maridos regresan temprano al hogar; encienden las tranquilas,
familiares lámparas y hojean periódicos atrasados; las mariposas vienen a
jugar, a jugar con el corazón del fuego y se queman, mejor que papeles.
Humean
los tejados monótonamente llorosos, el paisaje, la naturaleza tiene un gesto
simplón, dormilón, tontón de libélula, y alguien entona cantos de ayer; las
casas estilan igual que impermeables.
Cargamos
a la espalda todo el dolor del hombre y, además el nuestro; ¡uy! ¡qué frío! -¡trae
el brasero, las mantas y el vino, mujer!
en Los Gemidos, 1922
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