martes, agosto 13, 2019

“Sensación del invierno en la tierra”, de Pablo de Rokha





Sobre el grande cementerio y las pardas, ruinosas techumbres del mundo, cantan los pianos de la lluvia, los pianos de la lluvia, melancólicos, la antigua canción de las goteras... - El otoño se fue deshojando flores amarillas y puñados de lágrimas.

El sueño inútil de la vida, como un colosal hongo, gravita chorreando enfermedades y agua, moho, sarmientos u horas dolientes.

Y los días deshechos, invertidos y cóncavos, suenan lo mismo que ataúdes desocupados... (-Evocad, mis amigos, evocad, evocad los rojos soles meridianos, ardientes, plenos, vastos, y sonreíd, sonreíd a la posibilidad de las cosechas que vienen saliendo de las brumas).

Al sol le duelen, le duelen los huesos, el pobre está resfriado y con reuma; a intervalos lleva el pañuelo a las narices, estornuda, y se abre a ras de lo infinito el fabuloso, el fabuloso, el fabuloso capullo del trueno; los charcos piojentos se entretienen copiando la figura del enfermo, ¡tan enfermo !, y su mirada gris enfría el horizonte.

Los pájaros vivos se caen muertos, muertos en las jaulas, el azul dinamismo infantil, la alegría del niño, vegetal e inminente, simplísima, juega con sus cadáveres al fútbol, y las estáticas, lúgubres viejas lamentables deshilan sueños de quince abriles.

Acurrucados fuman los tontos; en los patios unánimes del hospicio van emergiendo las callampas.

El público tirita, oblicuos, desconcertantes vientos muerden la estúpida ilusión orgánica, ¡ay!, ¡ay!, ¡ay!, la garúa siembra, siembra, siembra almácigos de alfileres y no acaba de atardecer y no acaba de atardecer... Los vagabundos calientan sus manos plebeyas en las «colillas» que escupe, gordo, vasto, bruto, el hombre rico, y unos chercanes proletarios cantan humildemente encima de un automóvil inservible.

Bajo el alero las golondrinas duermen, la enfermedad de vivir bosteza en las alcobas, los chicuelos pobres espantan el frío saltando grotescamente, -murciélagos, ratones entumidos.

Cual errabundas, fósiles, antepasadas monedas coloniales, las semanas ruedan inútilmente al fondo del tiempo -transitorio, fatal, amarillo baúl de viaje-, colma las avenidas el ruido otoñal de la pena, el ruido otoñal de la pena, y está lloviendo encima de nosotros; los vecinos aprietan contra el alma estéril el goloso y frutal recuerdo del verano, y miran llover... llover... llover...

Las calmosas bestias inferiores rumian en los pálidos jardines, pálidos, y los viejos, sordos, calvos, árboles mortuorios, anacrónicos, coronados de herrumbre amarillas, parecen mamarrachos o asesinos con la incógnita de las nieblas ambiguas vestidos; el musgo roe los caminos del parque, moroso y ocre, y va borrando líneas, recodos y huellas de mujeres tristes.

El país es un ancho, un ancho paraguas mojado, son turbios e insalubres los crepúsculos, la melancolía lloriquea en los tejados, lloriquea en los tejados y las ciudades están llenas de hojas, llenas de hojas, llenas de hojas...

Habitando solitas los oblicuos, polvorosos, nocturnos rincones -triangular, triangular concepción de los primeros miedos-, las arañas resumen el sentido del universo edificando castillos en el aire.

Sin embargo, el corazón del hombre, maduro y triste, guarda el aroma del queso rancio y los membrillos en agosto y su olor a despensa es confortable y bueno, confortable y bueno.

¡Oh!,  disperso mirar de las cosas, tiene la vagabunda, la vagabunda, la vagabunda actitud melancólica de quien contempla la humedad del tiempo tras los vidrios.

Sentimentales, fúnebres, los maridos regresan temprano al hogar; encienden las tranquilas, familiares lámparas y hojean periódicos atrasados; las mariposas vienen a jugar, a jugar con el corazón del fuego y se queman, mejor que papeles.

Humean los tejados monótonamente llorosos, el paisaje, la naturaleza tiene un gesto simplón, dormilón, tontón de libélula, y alguien entona cantos de ayer; las casas estilan igual que impermeables.

Cargamos a la espalda todo el dolor del hombre y, además el nuestro; ¡uy! ¡qué frío! -¡trae el brasero, las mantas y el vino, mujer!



en Los Gemidos, 1922











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