En la provincia de Yamashiro[1], ya
habían caído las hojas de los altos árboles keyaki. En los pueblos de las
montañas hacía frío y el ambiente era desolado. Había entre ellos uno llamado
Kosobe[2] en el que, desde mucho tiempo atrás, residía una familia. Esta
familia poseía tantos campos entre las montañas que vivía en la abundancia sin
preocuparse de si las cosechas eran buenas o malas.
Por eso, el amo, que era joven, podía
entregarse al placer de la lectura con total tranquilidad. No necesitaba
amistades. Por la noche encendía la lámpara colocada al lado de la ventana y
leía sin descanso. Un día, su madre le aconsejó: «¡Es hora de dormir! Las
campanadas de la noche han sonado hace tiempo. Mi padre decía siempre que a
quienes leen después de medianoche, los sesos se les secan y acaban cayendo
enfermos. Es fácil perder el juicio cuando uno es absorbido por el placer de
los libros». Desde entonces, el hijo, agradecido por el consejo materno, procuraba
irse a la cama antes de las diez.
Una noche en la que solo se escuchaba
el sonido de la lluvia, el amo desobedeció sin darse cuenta el consejo de su
madre y estuvo despierto hasta las dos de la madrugada. En ese momento cesó de
llover y el viento se calmó. La luna se asomó entre las nubes e iluminó la
ventana del cuarto con su luz. El hombre pensó: «Compondré un poema que
describa mis sentimientos de esta noche»; así que sacó su pincel y preparó la
tinta. Estaba reflexionando sobre un par de versos que le habían venido a la
mente, cuando, entre el canto de los grillos, se percató de un sonido metálico
e intermitente parecido al que produce el kane[3]. En ese momento cayó en la
cuenta de que había escuchado el mismo sonido en noches anteriores. Extrañado,
salió al jardín a investigar. Tras buscar unos instantes, le pareció que el
sonido salía de debajo de una roca situada en un rincón del jardín donde no
solía cortarse la hierba.
Al día siguiente por la mañana,
ordenó a los criados que cavaran bajo la roca. A casi un metro de profundidad,
toparon con una gran losa de piedra. Al moverla, se dieron cuenta de que cubría
una especie de ataúd. Cuando finalmente quitaron la losa y miraron dentro,
hallaron una extraña criatura que sostenía en sus manos un instrumento de
metal, como una campanilla de las usadas en los rezos, y lo hacía sonar a
intervalos. No parecía un ser humano y era tan delgado como el salmón seco. Una
larga cabellera le llegaba hasta las rodillas.
—¡Es tan ligero! No parece estar
corrompido —dijeron los criados mientras lo sacaban de allí.
Entre tanto las manos de la criatura
no dejaban de tocar el instrumento.
—Esto debe de ser lo que el budismo
denomina zenjo[4] —dijo el joven amo—. Se trata de una práctica ascética que
asegura el renacimiento en el paraíso. Nuestra familia ha vivido en este pueblo
durante diez generaciones y este monje debió de ser enterrado antes de que mis
ancestros se establecieran aquí. ¿Acaso su espíritu alcanzó la morada
celestial, como bien deseaba, pero su cuerpo se quedó anclado en este mundo?
¡Qué tenaz el movimiento de sus manos! Veamos si es posible devolverlo a la
vida.
El joven ordenó a sus criados que lo
llevaran dentro de la casa y lo vigilaran para que no mordiera ningún objeto.
Lo vistieron con ropa de abrigo para que no pasara frío y lentamente vertieron
agua templada entre sus labios. La criatura logró sorberla con dificultad.
Llegados a este punto, las mujeres y los niños de la casa tenían tanto miedo
que evitaban acercarse al extraño ser. Pero, como el joven amo trataba al bonzo
desenterrado con sumo cuidado, su madre comenzó a recitar oraciones a Buda cada
vez que su hijo le daba agua.
Transcurridos cincuenta días, el
cuerpo de la criatura empezó a recuperar la viveza y la temperatura. «¡Lo sabía!»,
pensó el joven amo. Entonces, lo atendieron con mayor cuidado aún hasta que un
día abrió los ojos. Sin embargo, parecía que el bonzo no distinguía los objetos
con claridad. Cuando le ofrecían caldo o arroz y lo acercaban a su boca, la
criatura se limitaba a sacar la lengua y lo saboreaba igual que hace un hombre
cualquiera. Una vez que su cuerpo fue recobrando masa muscular y ganando peso y
energía, empezó a mover los brazos y los pies. Poco a poco comenzó a oír. Si
soplaban vientos fríos, el monje parecía sufrir una desnudez total. Cuando le
dieron un viejo quimono forrado de algodón, se lo llevó a la frente con el
máximo respeto. Parecía feliz. Pronto empezó a comer por sí mismo. Como al
joven amo le parecía un monje, no le había servido pescado, pero, percatándose
de que deseaba probarlo, le dio uno. Se comió hasta las espinas.
Viendo que el bonzo había revivido,
el curioso joven le hizo varias preguntas, pero el hombre solo respondía: «De
nada me acuerdo». El dueño de la casa no se cansaba de preguntar: «Pero ¿no te
acuerdas de haber sido enterrado? ¿No recuerdas cuál era tu nombre religioso?».
Pero a todo contestaba: «No tengo ni idea». Al darse cuenta de que resultaba
inútil preguntar más, el joven le encargó la limpieza y el riego del jardín. El
bonzo desenterrado cumplía sus tareas con diligencia y responsabilidad.
¡No hay que fiarse de las enseñanzas
de Buda! Hacía más de cien años que este hombre había sido enterrado y había
pasado todo ese tiempo tocando aquel instrumento musical. ¡Qué absurdo que
hubiera quedado solo el cuerpo sin que se produjera ningún milagro!
Por todo ello, la madre cambió por
completo sus ideas respecto a la fe religiosa. «Durante todos estos años», se
lamentaba, «me he dedicado con devoción a socorrer a los demás llegando incluso
en ocasiones a malgastar la herencia de mi hijo. Ahora siento como si me
hubiera dejado embaucar en mi camino por zorros o tejones». La mujer empezó a
consultar a su docto hijo. También dejó de acudir al templo, excepto en los
días señalados para honrar las tumbas de los ancestros. A cambio, comenzó a ir
de excursión al campo y a divertirse en compañía de su nuera y de sus nietos.
También visitaba a sus parientes con más frecuencia y se preocupaba del
bienestar de sus criados, mostrándose solícita con ellos y haciéndoles regalos.
«Me he olvidado de aquellos principios budistas que tan importantes me
parecían; y ahora vivo más feliz», solía decir la mujer con aire sereno.
Pero regresemos al bonzo
desenterrado. De vez en cuando, por una razón o por otra, el monje se enojaba
de improviso y miraba con ojos airados[5]. Le pusieron el nombre de Nyujo no
Josuke[6], ya que era un hombre que había practicado el ascetismo zenjō. Al
cabo de cinco años de vivir en el pueblo, tomó por esposa a una viuda pobre de
la misma localidad. Pese a que el propio monje no sabía ni cuántos años tenía
ya, ¡no dejaba de desatender sus relaciones conyugales!
Y así comenzó a extenderse a pueblos
vecinos la noticia del bonzo: «¡Vaya, vaya! Ya hemos visto con nuestros propios
ojos cuál es la retribución de la que habla el budismo». Ante esta situación,
los bonzos de la comarca se sintieron insultados y, aunque en vano, hicieron
frente al rumor: «¡Es completamente incierto!». Pero pese a sus esfuerzos, los
feligreses dejaron de prestar atención a sus sermones.
La madre del amo, que tenía ya más de
ochenta años, se vio postrada en cama debido a una grave enfermedad. A punto de
dejar esta vida, la anciana se sinceró con el médico que la visitaba:
—Al fin he comprendido muchas cosas.
Aunque no sé cuándo moriré, estoy segura de que me queda poco tiempo. Gracias a
las medicinas que me habéis recetado, he podido vivir hasta hoy[7]. He tenido
la suerte de contar con vuestra sincera amistad durante muchos años. Quisiera
que, mientras la salud os lo permita, continuéis visitando esta casa con
frecuencia. Aunque mi hijo ya roza los sesenta años, sigue siendo tan
imprudente como un muchacho y eso me preocupa. Ofrecedle vuestros consejos para
que nuestra familia no caiga en la miseria.
—Es verdad que, pese a que ya pinto
canas, no tengo buena cabeza —habló el hijo, que también estaba presente—.
Sigues sin dejar de preocuparte por mí y de cuidarme como si aún fuera un niño.
Te estoy muy agradecido por ello, madre. Así que me esforzaré por ser diligente
en los asuntos familiares. Ahora solo te pido que recites tus oraciones para
afrontar con tranquilidad el momento final.
—¡Habéis oído lo que acaba de decir!
—replicó la madre—. Mi hijo es así de tonto. La verdad es que no creo que, por
rezar al Buda, vaya a renacer en el paraíso budista. Si acaso caigo en el
infierno y me reencarno en una bestia condenada al sufrimiento, ¡qué le vamos a
hacer! A mi modo de ver, los bueyes y los caballos no solo sufren, sino que
disfrutan de vez en cuando de los placeres de este mundo, y hasta son felices.
En realidad, la estancia de los hombres en este mundo no es un camino de rosas;
más bien, nuestra vida es más abrumadora que la de los bueyes o los caballos.
Por ejemplo, cuando el año llega a su fin, tenemos que teñir y lavar las ropas.
O cuando llega la hora de pagar tributos, hay que bregar con los lamentos y las
quejas de la gente. Es algo que no soporto. Ahora voy a cerrar los ojos y no
diré nada más.
Y tras haber anunciado que había
llegado su momento, la anciana murió.
Por su parte, aquel monje llamado
Nyujo no Josuke intentó ganarse la vida malamente en este mundo de pesares,
unas veces transportando un palanquín, otras cargando mercancías de aquí para
allá, como si fuera una bestia de carga o de tiro. Quienes conocían a Josuke o
habían oído de hablar del bonzo desenterrado, cuchicheaban entre sí y les
contaban a sus hijos la siguiente moraleja: «¡Escuchad! Es improbable alcanzar
el paraíso rezando al Buda. Es a nuestras propias obras a lo que tenemos que
entregarnos en cuerpo y alma». Y algunos otros rumoreaban en tono irónico: «Si
Nyujo no Josuke aún permanece en este mundo, será porque el matrimonio es un
lazo que dura dos vidas»[8].
Por cierto, que aquella viuda que se
había convertido en la esposa de Josuke, dicen que lloraba y se lamentaba cada
vez que veía a algún conocido: «¡Cómo he podido casarme con un hombre tan
perezoso! Era mucho más feliz cuando vivía sola, recogiendo espigas caídas[9].
¡Ah, si pudiera volver mi primer marido! Al menos no careceríamos de arroz,
cebada y quimonos para abrigarnos».
¡Qué extraño es el mundo en el que
vivimos!
Notas
[1] La parte sur de la actual
prefectura de Kioto.
[2] Entre las ciudades actuales de
Osaka y Kioto, en la actualidad es parte de la ciudad de Takatsuki, cuyo nombre
significa «árboles keyaki altos».
[3] Instrumento de percusión en forma
de disco plano de cobre. Se toca con palillos.
[4] Estado de trance que puede durar
meses e incluso años.
[5] No se espera que un hombre
religioso, y menos alguien que ha alcanzado la iluminación, se deje llevar por
la ira. Recordemos que el bonzo también había comido pescado, en contra de la
abstinencia de comer carne o pescado observada por la mayoría de los monjes
budistas.
[6] Nombre satírico con el que se
burla de la inutilidad del ascetismo zenjō practicado por el monje. El sufijo suke,
muy popular en nombres masculinos de plebeyos, es asociado jocosamente al
solemne concepto budista de nyujo o «entrada en trance religioso».
[7] Su pérdida de fe se revela por el
hecho de atribuir su longevidad al efecto de las medicinas y no al beneficio de
la práctica budista.
[8] Según un dicho japonés, el
vínculo entre marido y mujer durará dos vidas; entre señor y vasallo, tres. La
gente creía que Josuke habría estado casado en su vida anterior, antes de ser
monje, y que, por eso, a pesar de haber revivido, volvía a tener a la misma
mujer como esposa.
[9] A las viudas les concedían el
privilegio de recoger espigas caídas después de la cosecha.
en Cuentos de
lluvia de primavera, 1808 (Satori Ediciones, 2013)
Retrato de Ueda Akinari por Koga Bunrei
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