Fragmento
Adán Buenosayres acarició in
mente aquellas figuras de su niñez: ni las viejas imágenes ni los
conflictos nuevos arraigaban en aquel trabajado comienzo de su día, sobre todo
ahora que la pipa Eleonore, fumada en ayunas, lo embarcaba en la sutil, en la
nobilísima, en la poética embriaguez del tabaco. «¡Gloria al Gran Manitú»,
recitó en su alma, «porque ha dado a los hombres la delicia del Oppavoc!» Más
aún, al influjo de la hoja sagrada su yerta voluntad parecía reanimarse:
consideró nuevamente los objetos de su cuarto, y esta vez la granada y la rosa
le merecieron un interés que llegaba casi hasta el elogio (splendor formae!); luego volvió sus oídos al fragor de la calle,
pero inclinado ahora no sabía él a qué suerte de benevolencia. Y en este punto
su atención fue solicitada por algo tremendo que ahora se debatía en el
interior de la casa. ¡Irma! Era Irma que, desertando la calle Monte Egmont,
trepaba la escalera entre un escándalo de baldes y un meneo de escobas: Adán la
oyó silbarle al canario marchito, alabar al gato prudente, reírse del cepillo
calvo, maldecir al plumero rabón; luego reconoció el vaivén de sus chancletas
en el escritorio, y por fin el agrio lamento de los muebles que Irma castigaba
sin piedad. ¡Ciertamente, Irma era un grito desnudo toda ella! Pero un grito de
dieciocho años... Y Adán le había dicho que sus ojos eran iguales a dos mañanas
juntas, o tal vez la besó: estaban en primavera, y el fuerte olor de los
paraísos quizá les había encabritado la sangre, a ella que estiraba las cobijas
de su cama, encorvándose toda como un arco vivo, y a él que había olvidado su
lectura para mirar lo que deseaba ella que viese sin que dejara él de imaginar
que no quería ella, ni sospechase que ella quería que no sospechara él que ella
quería que viese, ¡oh, Eva! Y Adán siguió la línea de sus brazos desnudos que
al tenderse mostraban dos vellones de negrura, o vio el arranque de sus muslos
verdimorenos como la piel de las manzanas; y de pronto había sentido que una
bruma espesa, levantándose de su ser, le borraba memoria y entendimiento, hasta
dejarle sólo una voluntad de agresión que lo empujaba temblando hacia Irma. Y
como los ojos de Adán preguntaran «¿sí?», ella respondió «sí» con los ojos.
Después era como extraviar este mundo (olvidarlo y olvidarse), para volverlo a
encontrar en seguida (recordarlo y recordarse), pero un mundo ya sin lustre y
sucio de groseras melancolías, como si el alma hubiese perdido en su naufragio
la visión de la gracia inteligible que ilumina las cosas. Por último se habían
alejado uno del otro, sin mirarse ni hablarse: Adán la oyó reír en la escalera
y chacharear después abajo, como si nada hubiese ocurrido; y él se quedó allí
saboreando su vergüenza, su remordimiento inútil, su ira contra sí mismo por
haberse dejado enredar otra vez en el famoso truco de la Natura (¡salud, viejo
Schopenhauer!). ¡Claro! La Natura especulaba con el deshonor del pobre monstruo
que, destinado en su origen a la beatitud paradisíaca, se había venido
escandalosamente al suelo y se chamuscaba, como los insectos nocturnos, en
cualquier vislumbre o simulacro de su felicidad primera. ¡Lo cuerdo habría sido
negarse a los llamados exteriores, como Rosa de Lima! Suspenso y aterrado, Adán
había leído la historia de su batalla con el mundo y aquel proceso de
autodestrucción que la rosa limeña iba imponiendo a su envoltura mortal. Y en
una medianoche, cerrando el triste libro y acudiendo a los nunca ociosos
telares de su imaginación, Adán había evocado la imagen de Rosa en su cámara de
tortura: suspensa del madero que había erigido en su habitación y en el que se
crucificaba ella para imitar a su dolorido Amante; sintiendo en sus tendones
rotos y en sus huesos desencajados la pesadez de una carne que, con ser tan
poca ya, no había logrado vencer aún las leyes de su miseria; rendida la cabeza
entre cuyo pelo, ¡tan hermoso antes!, la corona de puntas metálicas hacía
correr una sangre nueva sobre los viejos coágulos; puesta su mirada en la
yacija de cascotes y vidrios rotos que ya le aguardaba y que había deseado ella
para sus juegos nupciales: así velaba Rosa en la profunda noche de América, y
hasta su desvelo llegaban quizá las pulsaciones de la casona dormida: el
trabajoso aliento de su padre, o el refunfuño de aquella madre que hasta en
sueños le reprochaba su locura celeste, o el bullir de sus hermanitas que
soñaban acaso en amoríos. Pero ella no los escuchaba, demasiado absorta en el
trabajo de su destrucción: se destruía en sí para reconstruirse en el Otro, y
tal era su labor de aguja, su bordado de sangre...
El estruendo brutal de algo que se derrumbaba en el escritorio
lo arrancó violentamente de sus abstracciones. Adán oyó gritar a Irma la más
redonda y enérgica de las obscenidades, cortada en su raíz por cierto alarido
humano que se levantó de pronto en la habitación contigua:
—¡Mujer infernaaal!
Reconoció entonces la voz de Samuel Tesler y oyó en seguida los
tres puñetazos que el filósofo daba en la pared medianera para exigirle
testimonio y solidaridad contra los excesos de Irma. «La bacante ha despertado
a Koriskos —observó Adán—; Koriskos tiene razón contra la bacante». Respondió
entonces con los tres puñetazos de ordenanza, y al punto la voz del filósofo,
que había seguido maldiciendo, se replegó sobre sí misma, decayó como un
viento, hasta morir en suaves y adormilados gruñidos. Atento aún al susurro del
otro, Adán Buenosayres abandonó heroicamente sus colchones, fue a la ventana y,
abriéndola toda, permitió que una luz torrencial invadiera su cuarto. Luego,
fiel a una venerable costumbre de los poetas líricos, volvió a la cama y se dio
a respirar el aire fuerte del otoño. Desde la calle Monte Egmont no subía ya el
aroma de los paraísos, como en la bárbara primavera de Irma (y Adán le había dicho
que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas, o quizá la besó), sino el
aliento del otoño pesado de semillas y fragante de hojas muertas. Mejor era el
olor de las rosas blancas, porque las rosas blancas le hablarían siempre de
Solveig Amundsen. Aquella tarde vio cómo se inclinaba ella en la penumbra del
invernáculo: había rosas blancas, y estaban como ebrios con el olor de las
rosas, y ella también era una rosa blanca, una rosa de terciopelo mojado; y su
voz debía de tener algún parentesco íntimo con el agua, pues era húmeda y de
clarísimas resonancias, como la del aljibe, allá en Maipú, cuando la piedra
caía y levantaba músicas recónditas. Estando solos él y ella en el vivero de
las flores, aquel recinto los aproximaba como nunca; y ésa fue su gran oportunidad
y su riesgo inevitable, porque Adán, junto a ella, sintió de pronto el
nacimiento de una congoja que ya no lo abandonaría, como si en aquel instante
de su mayor acercamiento se abriese ya entre ambos una distancia irremediable,
a la manera de dos astros que al tocar el grado último de su cercanía tocan ya
el primero de su separación. En aquella luz de gruta que, lejos de roerlas,
conseguía exaltar las formas hasta el prodigio, la de Solveig Amundsen había
cobrado para él un relieve doloroso y una plenitud cuya visión lo hacía temblar
de angustia, como si tanta gracia sostenida por tan débil soporte le revelase
de pronto el riesgo de su fragilidad. Y otra vez habían empezado a redoblar en
su alma los admonitorios tambores de la noche, y ante sus ojos alucinados vio
cómo Solveig se marchitaba y caía, entre las rosas blancas, mortales como ella.
en
Adán Buenosayres, 1948
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