Era el tercer crimen de aquella
semana. Sobre la comunidad pesaba constantemente una terrible amenaza, pero
todos dejaban impasibles que estas cosas sucedieran, nadie hacía nada para evitarlo.
Estaban amarrados por una tensa corriente que les frenaba y les volvía
cobardes. Ni los más arrojados del grupo, los que siempre habían salido
adelante a jugarse la vida por la seguridad de las mujeres y de los débiles,
hacían nada ahora. Permanecían silenciosos, agazapados detrás de los árboles,
escondidos en sus casas, cuando a media noche llegaban los malvados a traer a
las víctimas, a llevarlas violentamente para no volver. Y después, las noticias
de los crímenes eran horribles: unas veces les torturaban con descargas
eléctricas hasta matarlas y otras, simplemente les hundían un cuchillo en el
cuello hasta que toda la sangre corría pesadamente.
La muerte estaba sobre ellos amarga e
inevitable como una tormenta sin principio ni fin. Madres y hermanas eran
golpeadas y vejadas al ser llevadas por los crueles, pero cobardemente ellos se
habían resignado a esperar su turno. Aquellos individuos estaban exterminados
desde antes de morir, y silenciosos y cabizbajos esperaban, sólo esperaban.
Pero una tarde dos hermanas débiles y
tímidas se resolvieron a evitar la muerte de su madre secuestrada la noche
antes por los malvados. Ellas nunca merecieron la confianza de los demás,
siempre fueron apartadas, declaradas incapaces de cualquier trabajo y rehuidas
hasta en el amor. Jamás se habían separado de su madre y ahora lejos de ella
sentían la angustia bullir como fiebre sobre sus cabezas. Y esto las impulsaba
a tomar una decisión, que ni ellos, los más valientes se habían atrevido a
tomar: libertar a la víctima, evitar el tercer crimen de aquella semana. La
idea fue dicha al principio con timidez, con miedo, tan sólo como un consuelo
recíproco, pero luego fue tomando forma, solidez, hasta proponerse llevarla a
cabo definitivamente, sin vuelta atrás. Si ellas se la hubieran comunicado a
los demás nadie les hubiera creído y en otras circunstancias hasta causaría
risa. Pero ellas callaron, a nadie revelaron sus propósitos, lo planearon todo
en el más absoluto secreto.
No iban a correr aquel inmenso
peligro por afán de gloria ni por demostrar a los demás que sí eran capaces de
algo grande. Sólo les movía lo terrible de aquella muerte, que las dejaría
desamparadas para siempre. No les importaba que supieran que ellas habían
rescatado a un miembro del grupo de manos de los asesinos, ni infundir ánimos.
La vida de su madre cautiva tenía más valor que toda la gloria del mundo. Y
desde el fondo de sus tímidos y temblorosos corazones saltaba su amor, flotaba
inmerso de ternura, en el recuerdo de los días vividos junto a aquella dulce
madre, que sabía protegerlas hasta con lo último de sus fuerzas.
Y débiles, temerosas e impotentes
para los demás, ellas iniciaban ahora su rescate. Y loco y descabellado su
plan, ellas iban a realizarlo a cualquier precio.
Esa noche discutieron por última vez,
dispusieron los detalles, sellaron su compromiso.
Cuatro horas de camino habían del
lugar donde vivían hasta el sitio donde ella iba a ser asesinada.
Emprendieron la larga caminata bajo
la media noche, porque tenían que estar allí para la madrugada, cuando fuera
llevada a la muerte. Desde su captura, no habían podido dormir. Primero, el
insomnio de la separación y luego, largas horas planeándolo todo, discutiendo
sus propósitos.
Sabían bien que la empresa era
difícil. Los hombres estaban armados de cuchillos, uno de ellos tenía revólver,
quizá rifles. Podría ocurrir que perdieran la vida las tres y nada se lograra
sino más muertes. Pero ahora nada podría ya detenerlas, ni la muerte misma
contra la que caminaban a luchar. “Salvarla”, “salvarla” era la palabra que
llenaba sus grandes corazones. Miedo y horror se depositaban en el fondo de
ellas y por momentos se agitaban mientras caminaban tratando de vencer sus
temores.
—¡Las luces hermana, las luces!
Abajo en el valle, brillaban las
luces del lugar del crimen. Eran dos o tres, amarillas y pequeñas en medio de
la oscuridad.
—Llegamos, hermana. ¿Vas a recordarlo
todo, todos los detalles?
—Sí, todos.
Y se decidieron a bajar.
—Quizá una de nosotras tenga que
morir, hermana…
Y la otra volvió la cabeza
lentamente.
—Ya lo sé. Pero quizá ella se salve…
Cada palabra de la una confortaba a
la otra. Entre las dos trenzaban ese duro lazo que las halaba hacia la madre en
peligro.
—No les daremos tiempo. Vamos a
entrar antes…
Lentamente iban acercándose a la casa.
En sus pies se pegaba el barro, tropezaban.
Con el miedo oculto en sus corazones
solitarios, llegaron. De adentro se oían las grandes voces de los hombres,
confusas y groseras.
—Allí están ya…
Y tendieron sus oídos.
—No, deben ser otros. A ella no tardarán
en traerla por este sendero…
Se decidieron a aguardar en silencio,
temblorosas, agitadas, ocultas en la sombra. Una se situó adelante, lista para
atacar a los malvados y la otra atrás, decidida al rescate, mientras la noche
se volvía menos espesa, más transparente. Sigilosamente habían tomado sus
posiciones, aguardando la llegada. Por debajo, estaba recogida toda su
debilidad de hembras, mientras hacia arriba, saltaba su instinto pero matizado
de temores.
De pronto, se oyó desde la casa un
horroroso alarido de muerte que se vino dando vueltas hacia sus oídos y como
alambre de púas rasgó sus orejas. Era un lamento agudo, poderoso, de herida
mortal.
Desde la oscuridad se llamaron
desesperadamente y se unieron frente a la puerta. Temblaban con un intenso miedo,
con el horror espantoso de que fuera tarde.
Cuando asomaron sus cabezas por la
puerta, vieron a la madre tendida en el suelo, con sus grandes ojos abiertos y
fijos, manando una sangre caliente y ardorosa por la terrible herida abierta en
la yugular. Ya no se estremecía, no gritaba, ni gemía siquiera. Rígida, estaba
muerta.
Cuando los hombres se dieron cuenta
de la presencia de ellas, se miraron asombrados. No intentaron nada, aunque el
asesino tenía en su mano el cuchillo cubierto con la sangre de la víctima.
Ellas bajaron sus cabezas y mientras unas lágrimas calientes y saladas corrían
por sus mejillas, dentro ahogaban un grito desolado. ¡Mamá! ¡Mamá!, quisieron
decir. Y abandonaron su primer empeño. ¿Para qué? Ella permanecía allí, muerta
ya, sin remedio.
Y de golpe vinieron a sus mentes los
recuerdos de las horas a su lado, del maternal cariño con que se acercaban a
calentar sus cuerpos, atendiéndolas cariñosa, solícita, madre al fin.
Torpemente se volvieron hacia atrás y
se perdieron en las sombras.
El aire azul de la noche subía
espléndido y musical hacia el cielo y alguien cortaba arriba guirnaldas y
racimos de estrellas.
Cuando subió la mañana el sol las
encontró de regreso mordiendo el zacate seco de la vera del camino. Solas,
tristes y huérfanas, las dos vacas hermanas llevaban nublados sus grandes
corazones por la sangre derramada que tanto amaban.
en Cuentos
completos, 1996
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