(1951-2019)
Hay lo que hay, y es todo:
un hotel en Santa Ana, Uruguay,
con el Río de la Plata sin lodo -lo esencial
es que haya playa y árboles y plantas,
más pájaros que cantan-. Casi solas
miramos las olas que el viento sur levanta. Nada hay,
ningún quehacer salvo mirar, ver
y ponerle apellido a cada cosa, por no saber
cómo se llama: arbusto de jardín o pajarito
de pecho anaranjado. Y para leer, si caminamos
sólo están los nombres de las casas
–De enero a enero, Rincón soleado–,
la patente de un auto que pasa
y la caprichosa signatura
de alguna nube oscura que inventa un contraluz.
Eso, o en tu caso, entregarse a Proust,
flotar a la deriva en agua extraordinaria,
precaria y transitoria aunque segura
–la historia de la literatura–
y cruzarse a otra orilla desde ésta,
perfumada de eucaliptus y de gramilla verde
recién cortada, y hacerse vieja en otra parte
donde lo que se pierde acaba por ser
pura ganancia.
en Lugares amenos, 2016
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