Viajaba
en Air France a Nueva York, vía París, cuando el avión chocó con una bandada de
gaviotas y tuvimos que aterrizar en Atenas. Al principio nos sentamos esperando
que nos informaran, mirando de vez en cuando al avión. Circulaban vagas
noticias. Algunos pasajeros empezaron a inquietarse temiendo perder sus
conexiones. Air France nos invitó a comer. Pero después de la comida no había
asientos suficientes, de modo que me senté en el suelo como las gitanas en
compañía de una encantadora pareja de hippies con los que había hecho amistad
durante el viaje. Él era músico y ella pintora. Recorrían Europa con sus
mochilas haciendo dedo. La chica era delgada y de aspecto
frágil y no me extrañó que él se quejara de que llevaba la mochila llena de
vitaminas. Estábamos sentados hablando de música, películas y libros, cuando se
nos acercó una anciana. Se parecía a mi abuela española. Iba vestida
completamente de negro, era vieja pero no estaba encorvada por la edad y su
rostro se hallaba tallado en madera, surcado de arrugas que se asemejaban a las
vetas de la madera. Me entregó una carta que llevaba en una bolsa de tela turca
atada alrededor de su cuello. Estaba escrita en perfecto francés. En ella, la
hija rogaba que se ayudara a su madre turca en todo lo posible. La hija iba a
recibir el doctorado de medicina en la Sorbona y no podía ir a recoger a su
madre para la ceremonia, de modo que la había confiado al cuidado de Air
France. Leí la carta y se la traduje a mis amigos hippies. Aunque no podíamos
hablar con la anciana era evidente que nació entre los cuatro una simpatía
sincera y calurosa. Ella quiso sentarse con nosotros. Le hicimos un sitio y me
alargó su mano vieja y arrugada para que se la cogiera. Estaba preocupada
porque no sabía qué había ocurrido. Se daba cuenta de que iba a llegar tarde a
su cita en París. Buscamos un pasajero turco que pudiera explicarle el retraso.
No había ninguno, pero encontramos una azafata de Air France que hablaba algo
de turco. Pensamos que la anciana preferiría quedarse con la azafata, pero una
vez que le dijeron qué ocurría, volvió para sentarse con nosotros. Nos adoptó.
Pasaron las horas. Nos dijeron que el avión no podía repararse y que la
compañía nos ofrecía unas horas de sueño en un hotel cercano y que estuviéramos
preparados para salir a primera hora de la mañana en otro avión. Así pues, nos
metieron a los cuatro en un taxi, lo que produjo tal inquietud en mi abuela
turca que no quiso soltarse de mi mano; pero su inquietud disminuía siempre que
miraba las facciones delicadas y los dulces ojos de la joven pintora, la sonrisa
y la dulzura del rostro del músico, y escuchaba, sin entender, mis
tranquilizadoras palabras en francés. En el hotel se negó a entrar sola en su
habitación por lo que dejé abiertas las puertas de comunicación y le expliqué
que yo estaba allí mismo, junto a ella. Estudió la proposición durante un rato
y finalmente consintió en meterse en la cama. Unas horas más tarde nos llamaron
y nos llevaron al avión. Como yo hacía transbordo en París, no pude llevarla a
casa de su hija. Tuve que buscar a una persona que quisiera hacerlo.
Preguntando entre los pasajeros encontré a una mujer que prometió llevarla en
taxi a la dirección de la carta. La anciana retuvo mi mano hasta el último
minuto. Después me besó ceremoniosamente, besó a mis amigos hippies y prosiguió
su camino. Como había estado en el pueblecito de pescadores de donde venía,
podía imaginarme su casita de piedra, su marido pescador y su hija enviada a
París para estudiar medicina, la que ahora alcanzaba el rango de doctora.
¿Llegaría a tiempo a una ceremonia que le tendrían que traducir? Me consta que
llegó sana y salva. Protegidas por sus nietos universales, las abuelas turcas
siempre viajan sin peligro.
en Ser mujer, 1983
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