En mis momentos perdidos enseño a caminar a una estatua. Teniendo en cuenta su inmovilidad exageradamente prolongada, no es fácil. Ni para ella. Ni para mí. Una gran distancia nos separa, eso lo percibo. No soy lo bastante tonto como para no darme cuenta.
Pero no es posible tener todas las buenas cartas en su juego. Así que adelante.
Lo que importa es que su primer paso sea bueno. Para ella todo está en ese primer paso. Lo sé. Demasiado lo sé. De ahí proviene mi angustia. Me desempeño en consecuencia. Me desempeño como nunca lo hice.
Ubicándome a su lado de manera estrictamente paralela, con el pie levantado como ella y rígido como una estaca clavada en la tierra.
Ay, nunca es exactamente igual. O el pie, o la curvatura, o el porte, o el estilo, siempre hay algo que falla, y la partida tan esperada no puede efectuarse.
Por eso llegué casi a no poder caminar yo mismo, invadido por una rigidez, llena no obstante de impulso, y mi cuerpo fascinado me da miedo y ya no me conduce a ninguna parte.
en La vida en los pliegues, 1976
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