—Está afuera —dijo Robert Nye—. De hecho, siempre está ahí,
incluso cuando hace mal tiempo, cuando llueve.
—Entiendo —asintió su amigo Lindquist. Ambos abrieron la puerta
trasera y salieron al porche. El aire era cálido y estimulante. Se detuvieron e
inspiraron profundamente. Lindquist paseó la mirada a su alrededor—. Es un
jardín muy bonito, un auténtico jardín, ¿no es cierto? —meneó la cabeza—. No es
difícil comprenderla. ¡Mira todo eso!
—Ven —dijo Nye mientras bajaba los escalones hasta el sendero—,
seguro que está sentada al otro lado del árbol. Hay un viejo asiento en forma
de círculo, como los de antes. Estará en compañía de Sir Francis.
—¿Sir Francis? ¿Quién es? —Lindquist le siguió.
—Sir Francis es su pato, un pato blanco muy grande —se
internaron en el sendero y pasaron junto a unos macizos de lilas que alzaban
sus copas sobre los grandes armazones de madera.
Filas de tulipanes en flor crecían a ambos lados. Una
enredadera de rosas trepaba por el costado de un pequeño invernadero. Era un
placer para la vista de Lindquist: macizos de rosas, lilas, infinidad de
plantas y flores, un muro de glicina, un enorme sauce.
Y, sentada al pie del árbol, contemplando al pato blanco posado
en la hierba junto a ella, estaba Peggy. Lindquist se quedó clavado en su
sitio, fascinado por la belleza de la señora Nye. Peggy Nye era menuda, y tenía
el pelo suave, de color oscuro, y unos grandes ojos cálidos en los que aleteaba
una tristeza apacible y tolerante. Vestía un conjunto de color azul, abotonado
hasta el cuello, calzaba sandalias y llevaba flores en el pelo. Rosas.
—Querida —le dijo Nye—, mira quién está aquí. Te acuerdas de
Tom Lindquist, ¿verdad?
—¡Tom Lindquist! —exclamó al instante, levantando los ojos—
¿Cómo estás? Me alegro mucho de verte.
—Gracias —Lindquist se sonrojó de placer—. ¿Cómo van las cosas,
Peg? Veo que tienes un amigo.
—¿Un amigo?
—Sir Francis. Se llama así, ¿no?
—Ah, Sir Francis —Peggy rio, se agachó y acarició el plumaje
del pato. Sir Francis siguió buscando arañas en la hierba—. Sí, es un amigo
excelente. Anda, siéntate. ¿Vas a quedarte mucho tiempo?
—Por desgracia no —dijo su marido—. Se dirige a Nueva York por
asuntos de negocios.
—Exacto —asintió Lindquist—. Oye, tienes un jardín maravilloso,
Peggy. Recuerdo que siempre quisiste tener un jardín, lleno de pájaros y de
flores.
—Es muy hermoso. Solemos pasar aquí la mayor parte del tiempo.
—¿Solemos?
—Sir Francis y yo.
—Pasan muchas horas juntos —dijo Robert Nye—. ¿Un cigarrillo?
—tendió el paquete a Lindquist—. ¿No? —encendió uno para él—. Personalmente, no
me interesan en absoluto los patos, pero tampoco las flores y la naturaleza.
—Robert se queda en la casa y trabaja en sus artículos
—puntualizó Peggy—. Siéntate, Tommy —cogió al pato y lo colocó sobre su
regazo—, siéntate a nuestro lado.
—Oh, no, estoy bien aquí.
Contempló en silencio a Peggy, las flores, la hierba y el pato.
Una débil brisa agitó las filas de lirios blancos y púrpuras que había detrás
del árbol. Nadie habló. El jardín estaba fresco y tranquilo. Lindquist suspiró.
—¿Qué pasa? —preguntó Peggy.
—Todo esto me recuerda un poema —Lindquist se frotó la frente—,
de Yeats, me parece.
—Sí, eso es el jardín —aprobó Peggy —: pura poesía.
Lindquist se concentró.
—¡Ya lo tengo! —dijo con una carcajada—. Tú y Sir Francis, por
supuesto, ahí sentados. Leda y el cisne.
—¿A qué...? —Peggy frunció el ceño.
—El cisne era Zeus —prosiguió Lindquist—. Zeus tomó la forma de
un cisne para acercarse a Leda mientras ésta se bañaba. Le... mmm... hizo el
amor bajo la forma de un cisne. De su unión nació Helena de Troya, la hija de
Zeus y Leda. ¿Cómo es...? «Una súbita ráfaga de aire: aún batían las grandes
alas sobre la asombrada muchacha».
Se interrumpió. Peggy le miraba fijamente, con el rostro
encendido de rabia. Se levantó con brusquedad y apartó al pato de su camino.
Temblaba de furia.
—¿Qué ocurre? —preguntó Robert—. ¿Qué te pasa?
—¿Cómo te has atrevido? —espetó Peggy a Lindquist.
Dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas. Robert corrió
tras ella y la sujetó por el brazo.
—Pero ¿qué pasa? ¿Por qué estás tan afectada? ¡Sólo era un
poema!
—¡Déjame! —ella le apartó de un empujón. Nunca le había visto
tan encolerizada. Su rostro parecía de marfil, y sus ojos, piedras.
—Pero, Peg...
—Robert —dijo, mirándole a los ojos—. Voy a tener un hijo.
—¿Qué?
—Te lo iba a decir esta noche. Él lo sabe —apretó los labios—.
Lo sabe, por eso dijo esas cosas. Robert, ¡échale! ¡Échale, por favor!
—Claro, Peg, claro —asintió Nye mecánicamente—, pero ¿estás
segura? ¿De veras vas a tener un niño? —la rodeó con sus brazos—. ¡Es
maravilloso! Querida, es magnífico, nunca había oído nada tan maravilloso.
¡Dios mío! Es lo mejor que he oído en mi vida.
La condujo hasta el asiento con el brazo alrededor de su
cintura. De pronto, su pie tropezó con algo suave, algo que dio un brinco y
siseó de furor. Sir Francis se alejó contoneándose, a punto de volar, haciendo
chasquear el pico con irritación.
—¡Tom! —gritó Robert—. Escucha esto, tengo algo muy importante
que decirte. ¿Se lo puedo decir, Peg? ¿Te parece bien que lo haga?
Sir Francis siseó furiosamente a sus espaldas, pero, con la
excitación, nadie reparó en él, nadie en absoluto.
Nació un niño al que llamaron Stephen. Robert Nye volvió en
auto a casa desde el hospital, abismado en sus pensamientos. Ahora que ya había
nacido su hijo, recordó aquel día en el jardín, la tarde que Tom Lindquist fue
a visitarles y citó el verso de Yeats que tanto había encolerizado a Peg. Desde
entonces se estableció una corriente de fría hostilidad entre él y Sir Francis.
Nunca volvió a ver de la misma manera a Sir Francis.
Robert estacionó el auto frente a la casa y subió los peldaños
de piedra. De hecho, Sir Francis y él nunca se habían llevado bien desde el
primer día en que lo trajeron del campo. La idea partió de Peggy, cuando vio el
letrero de la granja.
Robert se detuvo en los escalones del porche. Cómo se había
enfadado ella con el pobre Lindquist. Claro que fue una falta de tacto por su
parte citar aquel verso, pero aun así... Meditó y frunció el entrecejo. ¡Fue
todo tan estúpido! Peg y él llevaban casados tres años. No había la menor duda
de que ella le quería, de que le era fiel. No tenían mucho en común, de
acuerdo. A Peg le gustaba sentarse en el jardín, leer, pensar, dar de comer a
los pájaros o jugar con Sir Francis.
Robert rodeó la casa y entró en el patio, en el jardín. ¡Claro
que ella le amaba! Le amaba y le era fiel. Era absurdo pensar que ella pudiera
considerar ni por un momento que Sir Francis fuera... Se paró al ver a Sir
Francis en el extremo del jardín, sujetando un gusano con el pico. Mientras
observaba, el pato blanco se tragó el gusano y siguió buscando insectos,
sabandijas y arañas en la hierba. El pato se quedó quieto de repente, como
augurando algo. Robert cruzó el jardín. Cuando Peg volviera del hospital
estaría muy ocupada con el pequeño Stephen. Ahora era la ocasión. Con tanto
trabajo olvidaría muy pronto a Sir Francis. Con el niño y todo...
—Ven aquí —dijo Roben, y agarró al pato—. Este ha sido el
último gusano que te comes en este jardín.
Sir Francis se debatió y picoteó frenéticamente, tratando de
escapar. Robert lo cargó hasta la casa. Sacó una maleta del armario e introdujo
al pato dentro. La cerró y se secó el sudor de la cara. ¿Qué iba a hacer ahora?
¿La granja? Sólo estaba a media hora de camino, si conseguía recordar el lugar
exacto.
Lo intentaría. Llevó la maleta al coche y la tiró en el asiento
posterior. Sir Francis graznó todo el rato, primero con rabia, y luego (cuando
circulaban por la carretera) cada vez con mayor desesperación y aflicción. Robert
se mantuvo en silencio.
Peggy, en cuanto comprendió que la ausencia de Sir Francis era
beneficiosa, no volvió a mencionarlo. Pareció aceptar la situación, aunque
estuvo muy callada durante una semana. Se recuperó gradualmente. Reía y jugaba
con el pequeño Stephen, lo sacaba al sol y lo acunaba en su regazo y le pasaba
los dedos por su pelo suave. «Es como plumón», dijo Peggy una vez. Robert
asintió, no muy de acuerdo. Más bien como pelusa del maíz, pensó, pero no dijo
nada.
Stephen creció lleno de salud y alegría, confortado por el sol,
rodeado por unos brazos tiernos y amorosos hora tras hora en el tranquilo
jardín, bajo el sauce. Al cabo de unos años se convirtió en un niño de carácter
dulce, un niño de ojos grandes y oscuros al que le gustaba mucho jugar solo,
apartado de los otros niños, a veces en el jardín, a veces en su habitación.
A Stephen le gustaban las flores. Cuando el jardinero plantaba,
Stephen le seguía y observaba con gran seriedad cómo introducía en la tierra
cada puñado de semillas, o los trozos de plantas envueltos en musgo que el sol
bañaba con su calor. No hablaba mucho. A veces, Robert dejaba de trabajar, se
asomaba a la ventana del living y, con las manos en los bolsillos, fumaba y
examinaba al silencioso niño que jugaba solo entre los arbustos y la hierba.
Cuando cumplió cinco años, Stephen ya empezó a interesarse por los cuentos que
contenían grandes libros planos que su madre le traía. Se sentaban en el
jardín, miraban las ilustraciones y reconstruían las historias. Robert,
malhumorado y taciturno, les observaba desde la ventana. Le habían dejado de
lado, abandonado. ¡Cómo odiaba quedarse al margen! Había deseado un hijo
durante tanto tiempo.
De nuevo le asaltó la duda. De nuevo se sorprendió pensando en
Sir Francis y en las palabras de Tom. Apartó el pensamiento de sí con rabia.
Sin embargo, sentía al niño tan alejado de él... ¿Habría alguna forma de ganar
su confianza? Robert meditó.
Una cálida mañana de otoño, Robert salió afuera y se quedó
junto al porche de atrás, aspirando el aire y mirando a su alrededor. Peggy
había ido a comprar y a la peluquería. No volvería hasta dentro de mucho rato. Stephen
estaba sentado frente a la mesita que le habían regalado para su cumpleaños.
Coloreaba dibujos con sus lápices. Estaba concentrado en su trabajo, absorto.
Robert caminó sobre la hierba húmeda hacia él. Stephen levantó la vista y dejó
los lápices. Sonrió tímida y amigablemente al hombre que se aproximaba. Robert
se detuvo junto a la mesita y le devolvió la sonrisa, algo vacilante e
incómodo.
—¿Qué pasa? —preguntó Stephen.
—¿Te importa que te haga compañía?
—No.
Robert se acarició el mentón.
—Oye, ¿qué haces? —preguntó a continuación.
—¿Hacer?
—Con los lápices.
—Estoy dibujando.
Stephen le mostró su obra, una gran forma amarilla parecida a
un limón. Ambos la miraron unos instantes.
—¿Qué es? —preguntó Robert—. ¿Un bodegón?
—Es el sol.
Stephen reemprendió su trabajo, con aquella atención tan
característica en él. Robert le contempló. ¡Con qué pulcritud trabajaba! Ahora
esbozaba algo de color verde. Árboles, probablemente. Quizá algún día sería un
gran pintor, como Grant Wood o Norman Rockwell. Un estremecimiento de orgullo
le recorrió.
—Te sale muy bien.
—Gracias.
—¿Quieres ser pintor cuando seas mayor? Yo también solía
dibujar. Hacía historietas para el periódico de la escuela y diseñé el emblema
de la fraternidad.
Hubo un silencio. ¿Habría heredado Stephen su habilidad?
Examinó los rasgos del niño. No se le parecía mucho; de hecho, no se le parecía
en nada. De nuevo la duda se infiltró en su mente. ¿Sería posible que...?
Aunque Peggy nunca habría...
—Robert —dijo el niño de súbito.
—¿Sí?
—¿Quién era Sir Francis?
Robert se sobresaltó.
—¿Quién? ¿A qué te refieres? ¿Por qué me preguntas eso?
—Sólo era una pregunta.
—¿Qué sabes de él? ¿Dónde oíste su nombre?
Stephen continuó trabajando un poco más.
—No lo sé. Creo que mamá lo mencionó una vez. ¿Quién es?
—Está muerto. Hace tiempo que murió. ¿Te lo dijo tu madre?
—Quizá fuiste tú. Alguien lo mencionó.
—¡No fui yo!
—Entonces —replicó Stephen con aire pensativo—, debí soñarlo.
Tal vez vino en sueños y me habló. Eso es: le vi en un sueño.
—¿Cuál era su aspecto? —preguntó Robert. Se humedeció los
labios, inquieto.
—Como esto —Stephen alzó su dibujo, el dibujo del sol.
—¿Qué quieres decir? ¿Amarillo?
—No, era blanco, como el sol al mediodía. Una forma blanca
terriblemente grande en el cielo.
—¿En el cielo?
—Volaba por el cielo, como el sol a mediodía, todo encendido.
En el sueño, quiero decir.
La incertidumbre y la tristeza deformaron las facciones de
Robert. ¿Se lo habría contado ella? ¿Le habría hecho una descripción, una
descripción idealizada? El Dios Pato. El Gran Pato del Cielo, que descendía
envuelto en llamas. Entonces, tal vez fue así. Tal vez no era él el padre del
niño. Tal vez... La duda era insoportable.
—Bien, no quiero molestarte más —dijo Robert.
Se volvió y empezó a caminar hacia la casa.
—Robert —dijo Stephen.
—¿Sí? —se volvió rápidamente.
—Robert, ¿qué vas a hacer?
—¿Qué quieres decir, Stephen? —vaciló Robert.
El niño levantó la vista de su dibujo. Su rostro estaba en
calma, inexpresivo.
—¿Vas a entrar en casa?
—Sí, ¿por qué?
—Robert, dentro de unos minutos voy a hacer algo secreto. Nadie
lo sabe, ni siquiera mamá. —Stephen titubeó y miró la cara del hombre—. ¿Te
gustaría... te gustaría hacerlo conmigo?
—¿De qué se trata?
—Voy a hacer una fiesta en el jardín. Una fiesta secreta, para
mí solo.
—¿Quieres que vaya?
El niño asintió. Una inmensa felicidad invadió a Robert.
—¿Quieres que vaya a tu fiesta? Una fiesta secreta, ¿verdad? No
se lo diré a nadie, ni siquiera a tu madre. ¡Claro que iré! —se frotó las manos
y sonrió, aliviado—. Me encantará ir. ¿Quieres que lleve algo? ¿Pastas, pastel,
leche? ¿Qué quieres que lleve?
—Nada —negó Stephen con la cabeza—. Ve adentro y lávate las
manos; cuando vuelvas todo estará preparado —se levantó y guardó los lápices en
la caja—. Pero no se lo digas a nadie.
—No se lo diré a nadie. Iré a lavarme las manos. Gracias,
Stephen, muchas gracias. Volveré en seguida.
Entró corriendo en la casa, con el corazón henchido de
felicidad. ¡Quizá el niño era de él, después de todo! Una fiesta secreta, una
fiesta secreta y privada. Y ni siquiera Peg estaba enterada. ¡Claro que era
hijo suyo!
De ahora en adelante haría compañía a Stephen cuando Peg
saliera, le contaría cuentos, sus recuerdos de la guerra en África del Norte. A
Stephen le gustaría. Su encuentro con el mariscal Montgomery, la pistola
alemana que se había quedado. Y sus fotografías. Peggy nunca le dejaba contar
cuentos al niño. ¡Pero lo haría, por Cristo! Fue a la pileta y se lavó las
manos. Sonrió. Era hijo suyo, y punto.
Oyó un ruido. Peggy entró en la cocina cargada de bolsas. Las
puso sobre la mesa con un suspiro.
—Hola, Robert —saludó—. ¿Qué haces?
Su corazón se encogió.
—¿Ya has vuelto? Es muy pronto. Creí que irías a la peluquería.
Peggy sonrió, liviana y bonita con su vestido verde, el
sombrero y zapatos de tacón alto.
—Iré. Solo quería pasar por la casa para dejar las compras.
—¿Sales otra vez?
—¿Por qué? Pareces nervioso. ¿Pasa algo?
—Nada —dijo Robert mientras se secaba las manos—. Nada en
absoluto —esbozó una sonrisa tonta.
—Llegaré tarde —Peggy se dirigió a la sala de estar—.
Diviértete durante mi ausencia. No dejes que Stephen se quede en el jardín
mucho rato.
—No, no te preocupes.
Robert esperó a oír el sonido de la puerta al cerrarse. Luego
corrió al porche trasero y bajó la escalera que conducía al jardín. Se internó
entre los macizos de flores. Stephen había despejado la mesita. En lugar de los
lápices y el papel había dos cuencos sobre sendos platos. Una silla estaba
preparada para él. Stephen le miraba venir por el césped hacia la mesa.
—¿Por qué te demoraste tanto? —preguntó Stephen, impaciente—.
Ya he empezado —estaba comiendo ávidamente, con los ojos brillantes—. No pude
esperar.
—Me parece muy bien —dijo Robert—. Estoy contento de que te
adelantaras —se sentó en la sillita—. ¿Está bueno? ¿Qué es? ¿Algo muy, muy
sabroso?
Stephen asintió sin dejar de masticar, sirviéndose con las
manos del cuenco que tenía frente a él. Robert sonrió y bajó la vista hacia su
plato. Abrió la boca, pero no consiguió articular palabra. Empujó la silla
hacia atrás y se puso en pie.
—Creo que no quiero —murmuró. Dio media vuelta—. Creo que
entraré en casa.
—¿Por qué? —se sorprendió Stephen, que dejó de comer.
—Nunca... nunca me gustaron los gusanos y las arañas —dijo
Robert.
Su sonrisa se desvaneció. Una infinita tristeza devoró su
corazón. Volvió lentamente hacia la casa.
en Cuentos completos 1, 1989
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