Parafraseando a Séneca, Oscar Wilde –ese hombre tan citado-
decía que el público tiene una “necesidad insaciable por conocerlo todo, excepto
lo que merece la pena”. Quizá eso explique el cansancio o la reticencia de
algunas estrellas de la música pop a someterse a los dictados comerciales. El
éxito da jugosos beneficios pero también es muy probable que, de una forma u
otra, acabe matando al artista.
El pasado 26 de febrero se dio a conocer la noticia de que Mark
Hollis, exlíder de Talk Talk había fallecido. El comunicado se hizo a través de
la cuenta de Twitter de un pariente. Nadie sabía nada de él, ni siquiera sus
excompañeros de grupo. Llevaba años apartado de todo. Su último disco apareció
en 1998. Mark Hollis seguía la línea que ya había adoptado Talk Talk en sus
últimos años: una obra hermosa hecha por un autor que no necesitaba gustar al
primero que la escuchara. Disolvió Talk Talk para poder tener una vida junto a
su familia. Pero años antes de tomar esa decisión, el grupo ya había abandonado
las canciones comerciales que les hicieron únicos -“Such a shame”, “It’s my life”-
a principios de los ochenta, en pos de discos refinados que le daban la espalda
al gran público.
La segunda vida de Scott
Walker
Hollis no fue el primero en renunciar a la inercia del éxito.
El primer Bartleby fue Scott Walker.
A mediados de los sesenta formó parte de The Walker Brothers, trío que llegó
a rivalizar en poularidad con los Beatles. Un día Scott se hartó de los
gritos de las fans y de ser una simple pieza en una cadena de producción millonaria.
Desapareció y cuando volvió lo hizo con una serie de discos en solitario que
cada vez se fueron vendiendo menos. A Scott le había dado por versionar sin
tregua a un cantautor belga llamado Jacques Brel y el existencialismo había
anegado su obra. Cuando regresó a la luz pública en 1995, tras años de
silencio, lo hizo con Tilt, un álbum
más cercano a la música clásica que al pop. Pese a todo, comparado con los
discos que ha ido haciendo en años posteriores, Tilt es una obra que casi podría considerarse comercial, o al menos
accesible para el común de los mortales.
La eterna retirada de David
Sylvian
Al igual que Scott Walker, David Sylvian era el prototipo de
ídolo guapo y rubio que las fans adoraban. El exlíder de Japan fue uno de los
rostros masculinos más bellos del pop británico de los tempranos 80. Cuando el
grupo dejó de existir en 1983, tras haber cosechado algunos éxitos importantes
haciendo una música que no era en absoluto convencional, Sylvian optó por
experimentar, abandonando cualquier intento de seguir gustando a las masas. Mantuvo
su imagen emblemática, el dandy de
melena rubia y aspecto casi místico. Pero a medida que transcurrió el tiempo,
su obra fue endureciéndose. Hace años que se autoedita. Sus álbumes no
contienen ni una sola concesión a lo que se entiende por canción convencional.
No es de extrañar que, en algún momento, Sylvian llegara a citarse con Walker
con la intención de trabajar. La propuesta jamás se materializó. Los outsiders no suelen aventurarse en
mundos ajenos, ni siquiera en los de otros outsiders.
El exilio voluntario de
Marc Almond
Marc Almond se encontró con el éxito de bruces. En 1981, “Tainted
love” puso a Soft Cell en el número uno de las listas de medio planeta. Ya nada
fue lo mismo para un dúo que provenía de un entorno underground. No es que
despreciaran el éxito, al contrario. Almond siempre tuvo un excelente sentido
melódico, y en pleno auge del tecnopop, Soft Cell fue pionero en el arte de
vender pop hecho con máquinas a millones de personas. El problema vino cuando
el dúo descubrió que la industria era insaciable y que, una vez que descubre
que puede extraer mucho dinero de un artista, no tiene miramiento alguno.
Tampoco ayudó mucho descubrir que el público que te conoce por una canción,
siempre quiere escuchar esa canción y otras canciones que se parezcan a esa.
Tan sólo dos años más tarde de aquel triunfo monstruoso, el dúo estaba acabado.
Y Almond, que por cierto era un gran admirador de Scott Walker, eligió hacer la
música que le apetecía en lugar de hacer la que le apetecía escuchar a los
demás. Sus incursiones musicales, hay que decirlo, fueron tan valientes como
visionarias. Cantó chanson e incluso
flirteó con el flamenco en una época en la que el concepto “músicas del mundo”
aún no estaba homologado y Serge Gainsbourg todavía no era visto como un dios. Los
Bartleby del pop (herederos del
escribiente Bartleby, ese personaje del mítico cuento de Herman Melville
decidido a mantenerse al margen del mundo, contestando a todos los que lo
incitaban a abandonar su pasividad: “preferiría no hacerlo”) quizá sean ya
una especie en extinción, como lo son otras especies que tienen sus raíces en
el siglo XX y no encajan en los volátiles esquemas del siglo XXI.
El silencio de Portishead
Para encontrarse con casos recientes hay que regresar a finales
los 90 y conjurar a Portishead. Banda señera del llamado trip hop, modernizaron la balada y lo hicieron tan bien que el
público se volcó hacia ellos. El resultado fue una década de silencio creativo
que, cuando se rompió, fue para romper también con lo que el trío había hecho
hasta entonces. De eso hace ya otros diez años.
Y ya que hablábamos de Mark Hollis, no podemos olvidarnos de
Paul Buchanan, o mejor dicho , de The Blue Nile, autores de “Stay” y “Tinseltown
in the rain”. Su caso es similar al de Talk Talk. Nunca vendieron tanto como
estos, pero cuando eligieron entre los estribillos amables y hacer lo que les
venía en gana, eligieron lo segundo. El cielo de la música emocionante e
imprevisible salió ganando. Hace siete años, Paul Buchanan publicaba Mid Air, un disco en solitario hecho con
canciones minimalistas y frágiles. Cuando alguien es capaz de hacer discos así,
las cifras de venta son algo secundario.
en
El Periódico, España, marzo 2019
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