Tengo un amigo que vive una doble vida, no porque una mitad sea
secreta sino porque se reparte entre dos lugares donde se comporta de manera
muy diferente. En cualquiera de los lugares en los que esté, el recuerdo del
otro lo llena de añoranza; así, está perpetuamente obligado a tomar conciencia
de su propia imperfección, de su naturaleza incompleta.
El trabajo de mi amigo consiste en hilar (principalmente, en
volver a hilar) alfombras. Es una actividad rigurosa. Exige destreza,
paciencia, juicio estético y la disposición a renunciar a lo que se fabricó,
una vez terminado. Mi amigo le teme a su trabajo y lo ama al mismo tiempo. Lo
aterra y lo satisface, sobre todo porque los demás le prestan enorme atención a
lo que hace. O al menos eso es lo que cree él. Mi impresión es que cuando la
gente compra una alfombra, la mira por unos treinta segundos y, una vez en el
piso, solo la ven como una parte del aspecto general de la habitación en la que
se encuentra. Entonces, seguramente sus pies notarán su presencia (o posterior
remoción) antes de que sus ojos. Pero no puede negarse que las habilidades de
mi amigo son requeridas. Cobra veinticinco dólares la hora, o más, cuando
decide ponerlas en práctica.
Lans, 24/5/83
en
Veinte líneas por día, 2015
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