Supongamos
que en el último avatar, una pareja baila el tango del adiós. Con desmedida
fuerza la acaricio entre pieles amarillas. Caminamos por un parque, recogemos
flores, cantamos, me cuenta sus historias de la infancia, sus anhelos de vida,
entramos en un bar y pedimos dos martinis. Es extraño, pero no sabemos lo que
vino antes, tal vez no exista; tampoco sabemos lo que vendrá. Se aferra de mis
manos y me sonríe, entre lujuriosa y tierna. Su desnudo pie masajea mi tobillo.
Le digo alguna cosa y la imagino sobre mí, deslizándose en silencio; su lengua
acariciando mi vientre y más abajo, sus nalgas blancas como nieve, abiertas al
espacio y al deseo que intentamos sofocar en tan sólo un par de exiguas horas. Me
habla al oído, me dice el nombre de su hija, nombre de mujer, nuestra hija, ya
no importa: Catalina, Anastasia o Viracocha. Su cabello esconde cuerpos, vidas,
vientres; arcanos como dioses del antiguo Egipto que, en el baile apasionado,
muestran levemente el tono del apego, de imposible olvido.
en
Intitled, 2017
Pintura:
“American Gothic”, de Grant Wood, 1930
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