A principios del siglo XX adquirió
fama mundial un caballo alemán. Se le atribuía la capacidad de calcular. Fue
conocido como “El listo Hans”. A tareas sencillas de cálculo respondía
correctamente con la pezuña o la cabeza. Así, golpeaba ocho veces el suelo con
la pezuña cuando se le planteaba la pregunta: ¿Cuánto es tres más cinco? Para
esclarecer este suceso prodigioso se constituyó una comisión de científicos, en
la que había también un filósofo. La comisión llegó a la conclusión de que el
caballo no sabía calcular, pero estaba en condiciones de interpretar finos
matices en la expresión facial y corporal de la persona que tenía ante sí.
Registraba con sensibilidad delicada que el público presente adoptaba espontáneamente
una actitud tensa ante el golpe decisivo de herradura. Frente a esta tensión
perceptible, el caballo dejaba de golpear. Y así daba siempre la respuesta
correcta.
La parte verbal de la comunicación es
muy escasa. El núcleo de la comunicación está constituido por las formas no
verbales, tales como los gestos, la expresión de la cara, el lenguaje corporal.
Esas formas confieren a la comunicación su carácter táctil. Con la dimensión
táctil no nos referimos al contacto corporal, sino a la pluralidad de dimensiones
y estratos en la percepción humana, que no se reduce a lo visual, sino que
implica también la participación de otros sentidos. El medio digital despoja la
comunicación de su carácter táctil y corporal.
Por la eficiencia y comodidad de la
comunicación digital evitamos cada vez más el contacto directo con las personas
reales, es más, con lo real en general. El medio digital hace que desaparezca
el enfrente real. Lo registra como resistencia. Así pues, la comunicación
digital carece de cuerpo y de rostro. Lo digital somete a una reconstrucción
radical la tríada lacaniana de lo real, lo imaginario y lo simbólico. Desmonta
lo real y totaliza lo imaginario. El smartphone
hace las veces de un espejo digital para la nueva edición posinfantil del
estadio del espejo. Abre un estadio narcisista, una esfera de lo imaginario, en
la que yo me incluyo. A través del smartphone
no habla el otro.
El smartphone es un aparato digital que trabaja con un input-output pobre en complejidad. Borra
toda forma de negatividad. Con ello se olvida de pensar de una manera compleja.
Y deja atrofiar formas de conducta que exigen una amplitud temporal o una amplitud de mirada. Fomenta la visión a
corto plazo. Fomenta el corto plazo y la mirada de corto alcance, y ofusca la
de larga duración y lo lento. El me gusta sin lagunas engendra un espacio
de positividad. La experiencia, como irrupción de lo otro, en virtud de su negatividad interrumpe el narcisismo
imaginario. La positividad, que es inherente a lo digital, reduce la posibilidad
de tal experiencia. La positividad continúa lo igual. El teléfono inteligente, como lo digital en general,
debilita la capacidad de comportarse con la negatividad.
Antes percibíamos nuestro enfrente
—por ejemplo, la imagen— prestando más atención a la cara o a la mirada que
hoy, a saber, como algo que me mira, que se mantiene en su propio crecimiento,
en una autonomía, o en una vida propia; en síntesis, como algo que se mantiene enfrente, o que me graba desde ahí enfrente. Sin duda antes
el enfrente poseía más negatividad,
más contra que hoy. En la actualidad, desaparece cada vez más el rostro que
está enfrente, que me mira, me afecta o que sopla en contra. Antes había más
mirada, a través de la cual se anuncia el otro, como dice Sartre. Este no
refiere la mirada solo al ojo humano, además experimenta el mundo mismo como
dotado de mirada. El otro como mirada está en todas partes. Las cosas mismas
nos miran:
Sin duda, lo que más a menudo pone de manifiesto a una nada es la convergencia hacia
mí de dos globos oculares. Pero se daría igualmente con motivo de un roce de
ramas, de un ruido de pasos seguido de silencio, de una ventana que se
entreabre, del leve movimiento de un cortinaje.[1]
La comunicación digital es pobre en mirada. En un ensayo acerca del
décimo aniversario de Skype, observa el autor: El videoteléfono produce la
ilusión de una presencia y sin duda ha hecho más soportable la separación
espacial entre amantes. Pero se nota siempre la distancia, que permanece, quizá
con la mayor claridad en una pequeña descentración. Efectivamente, en Skype no
es posible mirarse el uno al otro. Cuando en la pantalla se mira a los ojos del
otro, este cree que su interlocutor mira ligeramente hacia abajo, pues la
cámara está instalada en el marco superior del ordenador. La bella peculiaridad
del encuentro inmediato, la de que ver a alguien es siempre equivalente a ser
visto, ha dejado paso a la asimetría de la mirada. [Gracias a Skype] podemos
estar cerca los unos de los otros las veinticuatro horas del día, pero dejamos
constantemente de mirarnos.[2]
El hecho de que tengamos que pasar de
largo sin mirarnos no es culpa exclusiva de la óptica de la cámara. Apunta más
bien a la falta de mirada por
principio, a la ausencia del otro. El
medio digital nos aleja cada vez más del otro.
La mirada es también una categoría
central de la teoría de la imagen de Jacques Lacan: «Ciertamente, algo que
tiene que ver con la mirada se manifiesta siempre en el cuadro».[3] La mirada
es el otro en la imagen, el cual me
mira, me aprehende y me fascina. Es el punctum,
que rasga el tejido homogéneo del studium. Como mirada del otro está
opuesta al ojo, que se deleita en la imagen. Perfora el encanto de los ojos y
cuestiona mi libertad. El creciente narcisismo de la percepción hace desaparecer
la mirada, hace desaparecer al otro.
El palpar con la punta de los dedos
en la pantalla táctil (touchscreen)
es una acción que tiene una consecuencia en la relación con el otro. Elimina
aquella distancia que constituye al otro en su alteridad. Se puede palpar la
imagen, tocarla directamente, porque ha perdido ya la mirada, la faz. Al tocar
con la yema de los dedos, yo dispongo del otro. Alejamos al otro con la punta
de los dedos para hacer aparecer allí nuestra imagen reflejada. Lacan diría que
la pantalla táctil se distingue de la imagen como pantalla (écran), que me blinda frente a la mirada
del otro y a la vez me deja traslucir para él. La pantalla táctil del teléfono
inteligente podría llamarse la pantalla transparente.
Carece de mirada.
No hay un rostro transparente. La
cara que apetecemos es siempre opaca. Opaco significa, literalmente, sombreado.
Esta negatividad del sombrear es constitutiva para el apetito. La pantalla transparente no admite ningún
apetito, pues en el apetito apetecemos al otro. Justo allí donde está la sombra
se da también el brillo. Sombras y brillo habitan el mismo espacio. Son lugares
del apetito. Lo transparente no brilla.
El brillo surge donde se rompe la luz.
Donde no hay ninguna refracción, ninguna fractura, no hay tampoco ningún Eros,
ningún apetito. La luz uniforme, lisa, transparente, no es ningún medio del
apetito. La transparencia significa el final del apetito.
Se dice que Leonardo da Vinci hizo la
siguiente observación sobre un retrato encubierto: «Non scoprire se libertá t’è
cara ché il volto mio è carcere d’amore» (No descubras si tienes en alta estima
la libertad, pues mi rostro es la cárcel del amor).[4] Esta sentencia expresa
una experiencia especial del rostro que hoy, en la época de Facebook, ya no es
posible. La cara, que se expone y solicita la atención, no es ningún semblante. En ella no mora ninguna mirada.
La intencionalidad de la exposición
destruye toda interioridad, aquella reserva que constituye la mirada: «Él no
mira nada: retiene hacia adentro su amor
y su miedo: la Mirada es esto».[5] La cara expuesta no es ningún semblante que
esté enfrente, que me atrae a su cauce y me encadena. Así, la cárcel del amor
cede el puesto a la caverna de la libertad.
Notas
[1] J. P. Sartre, El ser y la nada, Buenos Aires, Losada,
1966, p. 361.
[2] Süddeutsche Zeitung Magazin, cuaderno 12/2013.
[3] J. Lacan, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. El seminario.
Libro 11, Buenos Aires, Paidós, 2005, p. 108.
[4] Citado en H. Bredekamp, Theorie des Bildakts, Berlín, Suhrkamp,
2013, p. 17.
[5] R. Barthes, La cámara lúcida, op. cit., p. 191.
en En el enjambre, 2014
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