martes, julio 10, 2018

“La vez que Agapito sudó”, de Bernardo Navia





No es posible—, dijeron los demás niños del barrio.  —No es posible. Tiene que haber algún modo, no puede ser que nunca sude, creo que debemos ayudar de alguna manera, tal vez se enferme si no logra sudar aunque sea un poquito.

Y así era. Mi amigo, Agapito del Carmen Rodríguez Rodríguez nunca, nunca sudaba. Aunque corriera por millas, o aunque estuviera, si así pudiera, las veinticuatro horas del día bajo el sol, nunca sudaba. Jamás.

Pero si he de ser sincero me parece que esto no era un gran problema para mi amigo porque, según me dijo él mismo un día:

—Bernardo, ¿qué mejor que no ensuciar ropa, o que no oler mal, o no tener mucha sed, o no andar con la incómoda sensación de pegajosidad que da el sudor sobre la piel?

La mayoría de las veces Agapito agradeció el hecho de no tener que bañarse y poder dormir cómodamente bajo las sábanas, mientras los demás muchachos nos dábamos vueltas y más vueltas tratando de conciliar el sueño en las calurosas noches tropicales de Mayagüez. ‘La mayoría de las veces’, porque hubo ocasiones, sin embargo, en que Agapito se sentía un poco fuera de lugar por poseer esas características tan secas de sus fuentes.

Permítanme continuar recordando.

El tiempo no detiene su marcha y las cabezas de los compañeros de Agapito crean callosidades de tanto pensar en la forma de hacerlo sudar: lo obligan a correr hasta que el pobre cae sin sentido del puro agotamiento, entonces van hasta donde yace medio desmayado y lo palpan por todas partes, hasta en sus resquicios más íntimos, donde seguro han de encontrar aunque sea una minúscula gota de sudor, buscan, buscan, pero nada. Se miran entre ellos desilusionados. ¿Cómo es posible? Ni un poquito siquiera.

En otra ocasión, recuerdo, lo fuerzan a permanecer todo el día bajo el sol abrasador que dora las arenas de esa playa en Rincón. Por la noche corren con él a un hospital: una insolación extrema, anuncia el médico; pero de sudor, nada...

El tiempo siguió corriendo y la verdad es que nunca supe si fue por la fuerza de la costumbre de intentar convencer a Agapito de que él era anormal, o si fue por una elección propia, el hecho es que mi amigo seguía siendo tan tímido de hombre como lo fue de niño, y esto sirvió para convencer a los demás que fue precisamente esta razón la que desencadenó los acontecimientos finales el memorable día en que Agapito, por fin, logró sudar.

Sí, gran día. Triste día.

Claro que al principio la idea solo parecía un chiste, pero con el tiempo fue tornándose casi en la única alternativa que quedaba por probar y llegó el momento en que todos estuvieron de acuerdo en llevar a cabo el plan. Todos menos uno: Agapito, por supuesto.

—¡No, no voy a hacer eso! ¿Cómo se les ocurre? Esas cosas son demasiado serias para mí como para andar jugando con ellas. Y encima con motivos tan tontos como este.
—¿Cómo que tontos?—, replicaron todos. Además nos parece a nosotros que ya eres lo suficientemente hombre como para poder hacerlo.
—¡Pero es que yo no pu...!
—¡Ah, ya cállate! Contigo siempre la misma historia—, lo interrumpió Samuel. —Después de todo Goyita no está nada de mal, y hay que aprovechar que se ofreció voluntariamente para poder colaborar con tu cura.

Nunca supe si fue por sus propias agallas o si fue por alguna jugada a traición de parte de algunos de los muchachos; el hecho es que Agapito se encuentra de pronto, un par de noches después, frente a frente con Goyita. Estaba muy nervioso pero no sudaba.

¡Pobre! Todavía hoy me lo imagino: “¿Qué hago ahora, qué?”.

Fue ella la que se encargó de aliviar un poco la tensión, me consta. Con una sensual música de fondo y con provocativos movimientos que ha aprendido durante los años que ha estado ejerciendo ese oficio, se comienza a desvestir rítmicamente y a atraer a Agapito hacia ella.

Él se decidiría por fin, he supuesto todos estos años, y con manos temblorosas comenzaría a desvestirla de las últimas prendas y las más íntimas, enfrentándose a ese universo de maravillas desconocidas para Agapito hasta ese entonces. Exploraría tímidamente aquellas vegetaciones que, aunque han sido miles de veces recorridas por manos ajenas, anónimas, desconocidas, lograrían excitarlo y comenzaría a poner en práctica los rudimentarios conocimientos técnicos que, supongo, poseería en aquella ciencia; no sin antes (me lo sigo figurando) haber hecho un angustioso llamado a todas sus fuerzas para no perder la conciencia de estar vivo.

En realidad, ahora que lo pienso bien, se me ocurre que fue Goyita la que haría todo  el trabajo: buscando, recorriendo, tomándole las manos a Agapito y llevándoselas a las zonas más vertiginosas. Gemidos, rotaciones, música, contactos o el calor insoportable que se encierra en la pequeña habitación o qué sé yo qué otras cosas, lo cierto es que de pronto, y por primera vez en su vida, mi amigo, Agapito del Carmen Rodríguez Rodríguez, habría comenzado a sudar. Abundante. Copioso. Imparable.

Pareciera de pronto como si todas sus fuentes que hasta entonces habían permanecido en completa inutilidad se hubieran puesto de acuerdo para reventar al mismo tiempo y abrirse paso a través de todos los poros y perforaciones de su cuerpo.

Goyita se asusta. Cree, por un instante, que se ha roto el techo y el agua acumulada en las canaletas entra a la habitación. Pero no, es el sudor de Agapito, que a medida que se acerca al momento mágico, corre a torrentes increíbles por su espalda, su pecho, sus piernas.

“Se va a deshacer”, piensa Goyita en algún momento, pero abandona esa idea mientras lo comienza a apretar con fuerza alrededor de la cintura, y casi enseguida le da la sensación de que Agapito está perdiendo consistencia muscular. Su sudor empapa las sábanas que se tornan pesadísimas. Se acercan rítmicamente al clímax y Goyita, gimiendo, abre los brazos en el preciso momento en que Agapito ha parecido perder todo peso y solidez. Ya no se escuchan ni sus gemidos ni su respiración entrecortada, sólo se oye un lejano gorgoteo, como el sonido que hace una olla con agua hirviendo.

Fue entonces cuando Goyita abrió los ojos y con horror contempló cómo Agapito, convertido ya en una suave e inexorable poza, se deslizaba gota a gota hacia el suelo de la miserable habitación, cuyas agrietadas losetas lo absorbieron ávidamente.



en Sobre destinos, ciudad y Dios, 2018

Ars Communis Editorial











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