—No es posible—, dijeron los demás
niños del barrio. —No es posible. Tiene
que haber algún modo, no puede ser que nunca sude, creo que debemos ayudar de
alguna manera, tal vez se enferme si no logra sudar aunque sea un poquito.
Y así era. Mi amigo, Agapito del
Carmen Rodríguez Rodríguez nunca, nunca sudaba. Aunque corriera por millas, o
aunque estuviera, si así pudiera, las veinticuatro horas del día bajo el sol,
nunca sudaba. Jamás.
Pero si he de ser sincero me parece
que esto no era un gran problema para mi amigo porque, según me dijo él mismo
un día:
—Bernardo, ¿qué mejor que no ensuciar
ropa, o que no oler mal, o no tener mucha sed, o no andar con la incómoda
sensación de pegajosidad que da el sudor sobre la piel?
La mayoría de las veces Agapito
agradeció el hecho de no tener que bañarse y poder dormir cómodamente bajo las
sábanas, mientras los demás muchachos nos dábamos vueltas y más vueltas
tratando de conciliar el sueño en las calurosas noches tropicales de Mayagüez. ‘La
mayoría de las veces’, porque hubo ocasiones, sin embargo, en que Agapito se
sentía un poco fuera de lugar por poseer esas características tan secas de sus
fuentes.
Permítanme continuar recordando.
El tiempo no detiene su marcha y las
cabezas de los compañeros de Agapito crean callosidades de tanto pensar en la
forma de hacerlo sudar: lo obligan a correr hasta que el pobre cae sin sentido
del puro agotamiento, entonces van hasta donde yace medio desmayado y lo palpan
por todas partes, hasta en sus resquicios más íntimos, donde seguro han de
encontrar aunque sea una minúscula gota de sudor, buscan, buscan, pero nada. Se
miran entre ellos desilusionados. ¿Cómo es posible? Ni un poquito siquiera.
En otra ocasión, recuerdo, lo fuerzan
a permanecer todo el día bajo el sol abrasador que dora las arenas de esa playa
en Rincón. Por la noche corren con él a un hospital: una insolación extrema,
anuncia el médico; pero de sudor, nada...
El tiempo siguió corriendo y la
verdad es que nunca supe si fue por la fuerza de la costumbre de intentar
convencer a Agapito de que él era anormal, o si fue por una elección propia, el
hecho es que mi amigo seguía siendo tan tímido de hombre como lo fue de niño, y
esto sirvió para convencer a los demás que fue precisamente esta razón la que
desencadenó los acontecimientos finales el memorable día en que Agapito, por
fin, logró sudar.
Sí, gran día. Triste día.
Claro que al principio la idea solo
parecía un chiste, pero con el tiempo fue tornándose casi en la única
alternativa que quedaba por probar y llegó el momento en que todos estuvieron
de acuerdo en llevar a cabo el plan. Todos menos uno: Agapito, por supuesto.
—¡No, no voy a hacer eso! ¿Cómo se
les ocurre? Esas cosas son demasiado serias para mí como para andar jugando con
ellas. Y encima con motivos tan tontos como este.
—¿Cómo que tontos?—, replicaron
todos. Además nos parece a nosotros que ya eres lo suficientemente hombre como
para poder hacerlo.
—¡Pero es que yo no pu...!
—¡Ah, ya cállate! Contigo siempre la
misma historia—, lo interrumpió Samuel. —Después de todo Goyita no está nada de
mal, y hay que aprovechar que se ofreció voluntariamente para poder colaborar
con tu cura.
Nunca supe si fue por sus propias
agallas o si fue por alguna jugada a traición de parte de algunos de los
muchachos; el hecho es que Agapito se encuentra de pronto, un par de noches
después, frente a frente con Goyita. Estaba muy nervioso pero no sudaba.
¡Pobre! Todavía hoy me lo imagino:
“¿Qué hago ahora, qué?”.
Fue ella la que se encargó de aliviar
un poco la tensión, me consta. Con una sensual música de fondo y con
provocativos movimientos que ha aprendido durante los años que ha estado
ejerciendo ese oficio, se comienza a desvestir rítmicamente y a atraer a
Agapito hacia ella.
Él se decidiría por fin, he supuesto
todos estos años, y con manos temblorosas comenzaría a desvestirla de las
últimas prendas y las más íntimas, enfrentándose a ese universo de maravillas
desconocidas para Agapito hasta ese entonces. Exploraría tímidamente aquellas
vegetaciones que, aunque han sido miles de veces recorridas por manos ajenas,
anónimas, desconocidas, lograrían excitarlo y comenzaría a poner en práctica
los rudimentarios conocimientos técnicos que, supongo, poseería en aquella
ciencia; no sin antes (me lo sigo figurando) haber hecho un angustioso llamado
a todas sus fuerzas para no perder la conciencia de estar vivo.
En realidad, ahora que lo pienso
bien, se me ocurre que fue Goyita la que haría todo el trabajo: buscando, recorriendo, tomándole
las manos a Agapito y llevándoselas a las zonas más vertiginosas. Gemidos, rotaciones,
música, contactos o el calor insoportable que se encierra en la pequeña
habitación o qué sé yo qué otras cosas, lo cierto es que de pronto, y por
primera vez en su vida, mi amigo, Agapito del Carmen Rodríguez Rodríguez,
habría comenzado a sudar. Abundante. Copioso. Imparable.
Pareciera de pronto como si todas sus
fuentes que hasta entonces habían permanecido en completa inutilidad se
hubieran puesto de acuerdo para reventar al mismo tiempo y abrirse paso a
través de todos los poros y perforaciones de su cuerpo.
Goyita se asusta. Cree, por un
instante, que se ha roto el techo y el agua acumulada en las canaletas entra a
la habitación. Pero no, es el sudor de Agapito, que a medida que se acerca al
momento mágico, corre a torrentes increíbles por su espalda, su pecho, sus
piernas.
“Se va a deshacer”, piensa Goyita en
algún momento, pero abandona esa idea mientras lo comienza a apretar con fuerza
alrededor de la cintura, y casi enseguida le da la sensación de que Agapito
está perdiendo consistencia muscular. Su sudor empapa las sábanas que se tornan
pesadísimas. Se acercan rítmicamente al clímax y Goyita, gimiendo, abre los
brazos en el preciso momento en que Agapito ha parecido perder todo peso y
solidez. Ya no se escuchan ni sus gemidos ni su respiración entrecortada, sólo
se oye un lejano gorgoteo, como el sonido que hace una olla con agua hirviendo.
Fue entonces cuando Goyita abrió los ojos y con horror contempló cómo
Agapito, convertido ya en una suave e inexorable poza, se deslizaba gota a gota
hacia el suelo de la miserable habitación, cuyas agrietadas losetas lo
absorbieron ávidamente.
en
Sobre destinos, ciudad y Dios, 2018
Ars
Communis Editorial
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