jueves, noviembre 16, 2017

“¿Será que Google nos está volviendo estúpidos?”, de Nicholas Carr




 
Cerebros como computadores
El cerebro humano es casi infinitamente maleable. La gente solía pensar que nuestro tejido mental, esa compacta red de conexiones conformadas por cerca de cien mil millones de neuronas dentro de nuestro cráneo, estaba ya en buena medida consolidada y fija para cuando alcanzáramos la edad adulta. Sin embargo, estudiosos del cerebro han encontrado que ese no es el caso. James Olds, profesor de Neurociencia y director del Instituto Krasnow de estudios avanzados en George Mason University, dice que incluso la mente adulta es “muy plástica”. “El cerebro —según Olds— tiene la capacidad de reprogramarse por sí mismo al vuelo, y alterar por tanto su manera de funcionar”.
Cuando recurrimos a lo que el sociólogo Daniel Bell llama nuestras “tecnologías intelectuales”, es decir, aquellas herramientas que amplían nuestras habilidades mentales antes que las físicas, de manera ineludible empezamos a adoptar las cualidades de tales tecnologías. El reloj mecánico, que entró a ser de uso común durante el siglo XIV, constituye un ejemplo contundente. En su libro Technics and Civilization [Técnicas y civilización], el historiador y crítico Lewis Mumford describe cómo el reloj “disoció o desvinculó el tiempo del acaecer humano y contribuyó a generar la creencia en un mundo independiente de secuencias matemáticamente mensurables”. Así, el “marco general abstracto de un tiempo dividido” se convirtió en “el punto de referencia tanto para la acción como para el pensamiento”.
El tic-tac metódico del reloj contribuyó al surgimiento de la mente y el hombre científico. Pero también nos despojó de algo. Como observó el científico en informática del MIT, Joseph Weizenbaum, en su libro de 1976, Computer Power and Human Reason: From Judgment to Calculation [El poder del computador y la razón humana: del juicio al cálculo], la concepción del mundo que surgió a partir del uso extendido de instrumentos que miden el tiempo “sigue siendo una versión empobrecida de la concepción más antigua, ya que descansa sobre la negación de todas aquellas experiencias directas que eran la base, la esencia misma de la vieja realidad”. Al optar por decidir a qué hora comer, trabajar, dormir y levantarnos, dejamos de escuchar a nuestro cuerpo y empezamos a obedecer al reloj.
El proceso de adaptación a las nuevas tecnologías intelectuales se refleja en las cambiantes metáforas a las que recurrimos para explicarnos a nosotros mismos. Con la llegada del reloj mecánico, la gente empezó a pensar que sus cerebros funcionaban “como un reloj”. Hoy, en la era del software, hemos empezado a pensar en el cerebro como un aparato que funciona “como un computador”. Pero los cambios, nos advierte la neurociencia, van mucho más allá de la mera metáfora. Gracias precisamente a la plasticidad de nuestro cerebro, la adaptación también ocurre a nivel biológico.
Internet promete llegar a tener efectos de largo alcance sobre la cognición. En un ensayo publicado en 1936, el matemático británico Alan Turing comprobó que un computador digital, que por entonces sólo existía como máquina teórica, podría programarse de manera que cumpliera las funciones de cualquier artefacto capaz de procesar información. Y eso es lo que estamos viendo hoy. Internet, un sistema informático muy poderoso, está subyugando la mayoría de todas nuestras otras tecnologías intelectuales. Se está convirtiendo en nuestro mapa y reloj, nuestra imprenta y máquina de escribir, nuestra calculadora y nuestro teléfono, nuestra radio y televisión. Cuando la red absorbe un medio, dicho medio se recrea a imagen y semejanza de la red. Inyecta el contenido del medio a través de hipervínculos, anuncios parpadeantes y otras baratijas digitales, rodeando así el contenido con el contenido de todos los otros medios que ha absorbido. Un nuevo correo electrónico, por ejemplo, puede anunciar su llegada mientras ojeamos los últimos titulares en el portal de un diario. Y el resultado es que dispersa nuestra atención y disipa nuestra concentración.
La influencia de la red no termina en los márgenes de la pantalla. Al tiempo que nuestras mentes se ponen en sintonía con la enloquecedora colcha de retazos que es internet, los medios tradicionales se ven obligados a adaptarse a las nuevas expectativas de la audiencia. Los programas de televisión agregan textos y anuncios móviles, y revistas y periódicos reducen la longitud de sus artículos, introducen resúmenes encapsulados y atiborran sus páginas con trocitos fragmentarios de información fáciles de ojear a la ligera. Cuando, en marzo de este año, The New York Times optó por dedicar la segunda y tercera páginas de todas sus ediciones diarias a resúmenes de artículos interiores, su director de diseño, Tom Bodkin, explicó que dichos “atajos” le brindaban al lector agobiado por la prisa una “degustación” rápida de las noticias del día, evitándole así el “ineficaz” método de pasar unas cuantas páginas y leer los artículos enteros. Los viejos medios no tienen más remedio que jugar siguiendo las reglas de los nuevos medios.
Nunca antes un sistema de comunicación ha desempeñado tantos papeles en nuestra vida —o influido tanto en nuestra manera de pensar— como lo hace hoy internet. Con todo, y a pesar de lo mucho que se ha escrito sobre la red, muy poco se ha ponderado el asunto de cómo nos está reprogramando. La ética intelectual de la red es, en este sentido, extremadamente poco clara.

¿Inteligencia artificial?
Google ha declarado que su misión es “organizar toda la información del mundo y hacerla universalmente accesible y útil”. Pretende desarrollar “el buscador perfecto”, el cual define como una cosa capaz de “entender de manera exacta qué queremos decir y darnos de vuelta exactamente lo que queremos”. Para Google, la información es una especie de materia prima que puede explotarse y procesarse con eficacia industrial. A mayor número de fragmentos de información a los que podamos acceder, y a la mayor rapidez con la que podamos extraer su esencia, más productivos seremos.
¿Dónde termina todo esto? Sergey Brin y Larry Page, los talentosos jóvenes que fundaron Google mientras terminaban sus doctorados en ciencias informáticas en Stanford, hablan con frecuencia de su deseo de convertir su buscador en una inteligencia artificial, una especie de máquina a lo HAL [1], que pueda conectarse a nuestro cerebro. “El buscador último, supremo, el no va más de los buscadores, sería como la gente inteligente… o quizá más inteligente”, dijo Page en una alocución hace un par de años. En una entrevista en 2004 para Newsweek, Brin dijo: “Con seguridad que, si tuviéramos toda la información del mundo directamente conectada a nuestro cerebro, o a un cerebro artificial más inteligente que el nuestro, estaríamos mejor”.
Con todo, su suposición más bien facilista de que “estaríamos mejor” si nuestro cerebro tuviera un complemento, o si fuera reemplazado por una inteligencia artificial, resulta inquietante. Sugiere creer que la inteligencia es el producto de un proceso mecánico, una serie de pasos que pueden ser aislados, medidos y optimizados. En el mundo al que accedemos cuando estamos en línea, hay poco espacio para el matiz de la contemplación. En Google, la ambigüedad no constituye un umbral para el conocimiento y la intuición, sino que se convierte en un virus que debe ser remediado y expulsado.
Quizá soy un exagerado: después de todo, así como se da la tendencia a glorificar a ultranza el progreso tecnológico, también se da la tendencia contraria a esperar lo peor de cada nueva herramienta o máquina. En el Fedro de Platón, Sócrates lamenta el desarrollo de la escritura. Temía que, a medida que la gente empezara a confiar y depender de la palabra escrita como sustituto del conocimiento que solía tener en su cabeza “[esta misma gente] dejaría de ejercitar la memoria y pronto se tornaría olvidadiza”; y debido a que estaría en capacidad de “recibir una buena cantidad de información sin la debida instrucción, se consideraría muy entendida siendo, en el fondo, una masa ignorante”. Es decir, “serían seres llenos de presunción de sabiduría, pero no de sabiduría auténtica”. Sócrates no estaba equivocado: la nueva tecnología sí tuvo a menudo los efectos que él temía. Pero fue un poco miope: no pudo anticipar las muchas maneras en las que la escritura y la lectura contribuirían a la divulgación de información, a propagar nuevas ideas y a extender el conocimiento humano (si bien no necesariamente la sabiduría).
La llegada de la imprenta de Gutenberg en el siglo XV, desató otra ronda de pánico. Al humanista italiano Hieronimo Squarciafico le preocupaba que el fácil acceso a los libros condujese a la pereza intelectual e hiciese que los hombres “estudiasen menos”, debilitando así sus facultades mentales. Otros alegaban que los libros y pasquines impresos y baratos minarían la autoridad religiosa, mancillarían el trabajo de estudiosos y escribas, y propagarían la sedición y el libertinaje. Una vez más, como señala el profesor Clay Shirky de la Universidad de Nueva York, “la mayoría de los argumentos en contra de la imprenta fueron acertados, incluso clarividentes”. Pero, una vez más, también, los profetas del juicio final no fueron capaces de ver ni imaginar la miríada de bendiciones que la palabra impresa iba a repartir y suministrar.
De manera que sí, más vale mostrarse escéptico con mi escepticismo. Quizá quienes hoy desestiman a los críticos de internet como nostálgicos, terminen por tener la razón y así, a partir de nuestras hiperactivas mentes saturadas de datos, tal vez surja una nueva edad dorada de descubrimiento intelectual y sabiduría universal. Con todo, repito una vez más, la red no es el alfabeto y, aunque quizá reemplace a la imprenta, produce algo completamente distinto. El tipo de lectura en profundidad que se promueve mediante una secuencia de páginas impresas es valiosa no solo por el conocimiento que adquirimos de las palabras del autor sino por las vibraciones y resonancias intelectuales que tales palabras desencadenan dentro de nuestra mente. En los silenciosos espacios que la sostenida y concentrada lectura de un libro posibilita, realizamos nuestras propias analogías, sacamos nuestras propias conclusiones, originamos nuestras propias ideas. La lectura profunda, como alega Maryanne Wolf, no se puede distinguir del pensamiento profundo.
Aquella escena de 2001 no me abandona, me ronda. Y lo que la hace tan conmovedora y tan extraña es la emotiva reacción del computador ante el desmantelamiento de su mente, su entendimiento: su desesperación a medida que sus circuitos van desplomándose, su desconsolada súplica infantil al astronauta: “Lo estoy sintiendo. Tengo miedo” y su posterior retorno a lo que no podemos menos que llamar: “estado de inocencia”. La intensa emanación de emociones de HAL contrasta con la fría insensibilidad que caracteriza a los personajes humanos de la película. En el universo de 2001, la gente se ha hecho tan parecida a las máquinas, que el personaje más humano termina siendo una máquina. He ahí la esencia de la oscura profecía de Kubrick: en tanto empezamos a depender de los computadores para entender el mundo, es nuestra propia inteligencia la que se achata, convirtiéndose en inteligencia artificial.

Nota:

[1] HAL: AL 9000, cuyo nombre es un acrónimo en inglés de Heuristically Programmed Algorithmic Computer (Computador Algorítmico Programado Heurísticamente), es una supercomputadora ficticia de tipo mainframe (computadora madre, o central), que aparece en la novela 2001: Una odisea en el espacio, escrita por Arthur C. Clarke en 1968, cuya versión fílmica fue dirigida por Stanley Kubrick.


en http://www.revistaarcadia.com [Consultado el 16 oct. 2017]








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