Cerebros como
computadores
El cerebro humano es casi infinitamente
maleable. La gente solía pensar que nuestro tejido mental, esa compacta red de
conexiones conformadas por cerca de cien mil millones de neuronas dentro de
nuestro cráneo, estaba ya en buena medida consolidada y fija para cuando
alcanzáramos la edad adulta. Sin embargo, estudiosos del cerebro han encontrado
que ese no es el caso. James Olds, profesor de Neurociencia y director del
Instituto Krasnow de estudios avanzados en George Mason University, dice que
incluso la mente adulta es “muy plástica”. “El cerebro —según Olds— tiene la
capacidad de reprogramarse por sí mismo al vuelo, y alterar por tanto su manera
de funcionar”.
Cuando recurrimos a lo que el sociólogo
Daniel Bell llama nuestras “tecnologías intelectuales”, es decir, aquellas
herramientas que amplían nuestras habilidades mentales antes que las físicas,
de manera ineludible empezamos a adoptar las cualidades de tales tecnologías.
El reloj mecánico, que entró a ser de uso común durante el siglo XIV,
constituye un ejemplo contundente. En su libro Technics and Civilization
[Técnicas y civilización], el historiador y crítico Lewis Mumford describe cómo
el reloj “disoció o desvinculó el tiempo del acaecer humano y contribuyó a
generar la creencia en un mundo independiente de secuencias matemáticamente
mensurables”. Así, el “marco general abstracto de un tiempo dividido” se
convirtió en “el punto de referencia tanto para la acción como para el
pensamiento”.
El tic-tac metódico del reloj contribuyó al
surgimiento de la mente y el hombre científico. Pero también nos despojó de
algo. Como observó el científico en informática del MIT, Joseph Weizenbaum, en
su libro de 1976, Computer Power and
Human Reason: From Judgment to Calculation [El poder del computador y la
razón humana: del juicio al cálculo], la concepción del mundo que surgió a
partir del uso extendido de instrumentos que miden el tiempo “sigue siendo una
versión empobrecida de la concepción más antigua, ya que descansa sobre la
negación de todas aquellas experiencias directas que eran la base, la esencia
misma de la vieja realidad”. Al optar por decidir a qué hora comer, trabajar,
dormir y levantarnos, dejamos de escuchar a nuestro cuerpo y empezamos a
obedecer al reloj.
El proceso de adaptación a las nuevas
tecnologías intelectuales se refleja en las cambiantes metáforas a las que
recurrimos para explicarnos a nosotros mismos. Con la llegada del reloj
mecánico, la gente empezó a pensar que sus cerebros funcionaban “como un
reloj”. Hoy, en la era del software, hemos empezado a pensar en el cerebro como
un aparato que funciona “como un computador”. Pero los cambios, nos advierte la
neurociencia, van mucho más allá de la mera metáfora. Gracias precisamente a la
plasticidad de nuestro cerebro, la adaptación también ocurre a nivel biológico.
Internet promete llegar a tener efectos de
largo alcance sobre la cognición. En un ensayo publicado en 1936, el matemático
británico Alan Turing comprobó que un computador digital, que por entonces sólo
existía como máquina teórica, podría programarse de manera que cumpliera las
funciones de cualquier artefacto capaz de procesar información. Y eso es lo que
estamos viendo hoy. Internet, un sistema informático muy poderoso, está
subyugando la mayoría de todas nuestras otras tecnologías intelectuales. Se
está convirtiendo en nuestro mapa y reloj, nuestra imprenta y máquina de
escribir, nuestra calculadora y nuestro teléfono, nuestra radio y televisión. Cuando
la red absorbe un medio, dicho medio se recrea a imagen y semejanza de la red.
Inyecta el contenido del medio a través de hipervínculos, anuncios parpadeantes
y otras baratijas digitales, rodeando así el contenido con el contenido de
todos los otros medios que ha absorbido. Un nuevo correo electrónico, por
ejemplo, puede anunciar su llegada mientras ojeamos los últimos titulares en el
portal de un diario. Y el resultado es que dispersa nuestra atención y disipa
nuestra concentración.
La influencia de la red no termina en los márgenes
de la pantalla. Al tiempo que nuestras mentes se ponen en sintonía con la
enloquecedora colcha de retazos que es internet, los medios tradicionales se
ven obligados a adaptarse a las nuevas expectativas de la audiencia. Los
programas de televisión agregan textos y anuncios móviles, y revistas y
periódicos reducen la longitud de sus artículos, introducen resúmenes
encapsulados y atiborran sus páginas con trocitos fragmentarios de información
fáciles de ojear a la ligera. Cuando, en marzo de este año, The New York Times
optó por dedicar la segunda y tercera páginas de todas sus ediciones diarias a
resúmenes de artículos interiores, su director de diseño, Tom Bodkin, explicó
que dichos “atajos” le brindaban al lector agobiado por la prisa una
“degustación” rápida de las noticias del día, evitándole así el “ineficaz”
método de pasar unas cuantas páginas y leer los artículos enteros. Los viejos
medios no tienen más remedio que jugar siguiendo las reglas de los nuevos medios.
Nunca antes un sistema de comunicación ha
desempeñado tantos papeles en nuestra vida —o influido tanto en nuestra manera
de pensar— como lo hace hoy internet. Con todo, y a pesar de lo mucho que se ha
escrito sobre la red, muy poco se ha ponderado el asunto de cómo nos está
reprogramando. La ética intelectual de la red es, en este sentido, extremadamente
poco clara.
¿Inteligencia
artificial?
Google ha declarado que su misión es
“organizar toda la información del mundo y hacerla universalmente accesible y
útil”. Pretende desarrollar “el buscador perfecto”, el cual define como una
cosa capaz de “entender de manera exacta qué queremos decir y darnos de vuelta
exactamente lo que queremos”. Para Google, la información es una especie de
materia prima que puede explotarse y procesarse con eficacia industrial. A
mayor número de fragmentos de información a los que podamos acceder, y a la
mayor rapidez con la que podamos extraer su esencia, más productivos seremos.
¿Dónde termina todo esto? Sergey Brin y
Larry Page, los talentosos jóvenes que fundaron Google mientras terminaban sus
doctorados en ciencias informáticas en Stanford, hablan con frecuencia de su
deseo de convertir su buscador en una inteligencia artificial, una especie de
máquina a lo HAL [1], que pueda conectarse a nuestro cerebro. “El buscador último,
supremo, el no va más de los buscadores, sería como la gente inteligente… o
quizá más inteligente”, dijo Page en una alocución hace un par de años. En una
entrevista en 2004 para Newsweek, Brin dijo: “Con seguridad que, si tuviéramos
toda la información del mundo directamente conectada a nuestro cerebro, o a un
cerebro artificial más inteligente que el nuestro, estaríamos mejor”.
Con todo, su suposición más bien facilista de
que “estaríamos mejor” si nuestro cerebro tuviera un complemento, o si fuera
reemplazado por una inteligencia artificial, resulta inquietante. Sugiere creer
que la inteligencia es el producto de un proceso mecánico, una serie de pasos
que pueden ser aislados, medidos y optimizados. En el mundo al que accedemos
cuando estamos en línea, hay poco espacio para el matiz de la contemplación. En
Google, la ambigüedad no constituye un umbral para el conocimiento y la intuición,
sino que se convierte en un virus que debe ser remediado y expulsado.
Quizá soy un exagerado: después de todo, así
como se da la tendencia a glorificar a ultranza el progreso tecnológico,
también se da la tendencia contraria a esperar lo peor de cada nueva
herramienta o máquina. En el Fedro de Platón, Sócrates lamenta el desarrollo de
la escritura. Temía que, a medida que la gente empezara a confiar y depender de
la palabra escrita como sustituto del conocimiento que solía tener en su cabeza
“[esta misma gente] dejaría de ejercitar la memoria y pronto se tornaría
olvidadiza”; y debido a que estaría en capacidad de “recibir una buena cantidad
de información sin la debida instrucción, se consideraría muy entendida siendo,
en el fondo, una masa ignorante”. Es decir, “serían seres llenos de presunción
de sabiduría, pero no de sabiduría auténtica”. Sócrates no estaba equivocado:
la nueva tecnología sí tuvo a menudo los efectos que él temía. Pero fue un poco
miope: no pudo anticipar las muchas maneras en las que la escritura y la
lectura contribuirían a la divulgación de información, a propagar nuevas ideas
y a extender el conocimiento humano (si bien no necesariamente la sabiduría).
La llegada de la imprenta de Gutenberg en el
siglo XV, desató otra ronda de pánico. Al humanista italiano Hieronimo
Squarciafico le preocupaba que el fácil acceso a los libros condujese a la
pereza intelectual e hiciese que los hombres “estudiasen menos”, debilitando
así sus facultades mentales. Otros alegaban que los libros y pasquines impresos
y baratos minarían la autoridad religiosa, mancillarían el trabajo de
estudiosos y escribas, y propagarían la sedición y el libertinaje. Una vez más,
como señala el profesor Clay Shirky de la Universidad de Nueva York, “la
mayoría de los argumentos en contra de la imprenta fueron acertados, incluso clarividentes”.
Pero, una vez más, también, los profetas del juicio final no fueron capaces de
ver ni imaginar la miríada de bendiciones que la palabra impresa iba a repartir
y suministrar.
De manera que sí, más vale mostrarse
escéptico con mi escepticismo. Quizá quienes hoy desestiman a los críticos de
internet como nostálgicos, terminen por tener la razón y así, a partir de
nuestras hiperactivas mentes saturadas de datos, tal vez surja una nueva edad
dorada de descubrimiento intelectual y sabiduría universal. Con todo, repito
una vez más, la red no es el alfabeto y, aunque quizá reemplace a la imprenta,
produce algo completamente distinto. El tipo de lectura en profundidad que se
promueve mediante una secuencia de páginas impresas es valiosa no solo por el
conocimiento que adquirimos de las palabras del autor sino por las vibraciones
y resonancias intelectuales que tales palabras desencadenan dentro de nuestra
mente. En los silenciosos espacios que la sostenida y concentrada lectura de un
libro posibilita, realizamos nuestras propias analogías, sacamos nuestras
propias conclusiones, originamos nuestras propias ideas. La lectura profunda,
como alega Maryanne Wolf, no se puede distinguir del pensamiento profundo.
Aquella escena de 2001 no me abandona, me
ronda. Y lo que la hace tan conmovedora y tan extraña es la emotiva reacción
del computador ante el desmantelamiento de su mente, su entendimiento: su
desesperación a medida que sus circuitos van desplomándose, su desconsolada
súplica infantil al astronauta: “Lo estoy sintiendo. Tengo miedo” y su
posterior retorno a lo que no podemos menos que llamar: “estado de inocencia”.
La intensa emanación de emociones de HAL contrasta con la fría insensibilidad
que caracteriza a los personajes humanos de la película. En el universo de
2001, la gente se ha hecho tan parecida a las máquinas, que el personaje más
humano termina siendo una máquina. He ahí la esencia de la oscura profecía de
Kubrick: en tanto empezamos a depender de los computadores para entender el
mundo, es nuestra propia inteligencia la que se achata, convirtiéndose en
inteligencia artificial.
Nota:
[1] HAL: AL 9000, cuyo nombre
es un acrónimo en inglés de Heuristically Programmed Algorithmic Computer
(Computador Algorítmico Programado Heurísticamente), es una supercomputadora
ficticia de tipo mainframe
(computadora madre, o central), que aparece en la novela 2001: Una odisea en el espacio, escrita por Arthur C. Clarke en
1968, cuya versión fílmica fue dirigida por Stanley Kubrick.
en
http://www.revistaarcadia.com [Consultado
el 16 oct. 2017]
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