jueves, mayo 11, 2017

“Hermanastras”, de Lina Meruane






La pequeña esfera de vidrio que me sirve de ojo rueda por encima del papel, se topa con una piedra sobre el cemento. Todo lo que me rodea parece haberse detenido; el tiempo no es más que una habitación con las persianas bajas, una tarde opaca, taciturna como el encierro en que habitas.

Solo el polvo que se deposita en mi ajado vestido azul y se cierne también sobre mis brazos, sobre mis dedos cortos y sus falanges sin uña, me permite calcular las semanas transcurridas, una tras otra sumándose en meses. He perdido la felicidad de esas mañanas en que entrabas por la puerta sobándote las manos y te sentabas en el taburete de madera para escoger tus herramientas. Quizá si hubieras imaginado nuestra vida de otra manera, desde el momento en que me diseñaste y limaste mis facciones, no te hallarías ahora tan lejos.

Me he resignado a la estrechez de esta boca que impide hasta el más leve gesto con los labios, y a mi lengua rígida condenada al sigilo. Contenida como estoy destinada a ser, complaciente, perpetua en la sonrisa, debiera contentarme. Debiera dejar de pensar en esto, en todos nuestros infinitos tropiezos. Todos inevitables. Porque habría sido incomprensible que no cometieras errores en mí, la primogénita.

En la serie de muñecas que me siguieron fuiste afinando el pulso, perfeccionándote. Y yo las observaba, a tus niñas. Las vigilaba con rencor: eran cada una más bella que la anterior, sus bocas cinceladas, sus narices discretas, y largas pestañas que hacían sombra al iris de sus rostros impávidos. Les ajustabas vestidos a sus cuerpos más y más estilizados, vestidos orlados y de distintos colores para evitar confundirlas. Solo tú y yo éramos capaces de distinguir sus diferencias; para tus clientes eran todas idénticas, indistinguibles unas de otras salvo por el tinte particular de sus trajes. Las sentabas junto a mí sobre la larga repisa de tu taller y ellas se quedaban ahí, tiesas. Eran tantas, y tan excesivo el desamparo que yo sentía entre ellas, que alguna vez llegué a desear ser otra gemela de madera con la cabeza llena de virutilla.

La desazón duraba un par de martillazos. Te veía afanado en la nueva copia de la misma muñeca y me alegraba de ser la matriz original, la única de proporciones alteradas, carente de la simetría y la artificiosa perfección de las otras. Mi deseo seguía creciendo amordazado tras la curva de tu espalda. No dejaba de observarte sin interrumpir esa obstinación tuya por la repetición.

En cada réplica fui aprendiendo a leer tus emociones, mínimas, ocultas en los cortes del pequeño serrucho, en el medido golpeteo del martillo; la torsión de los alicates enlazando miembros; y el movimiento del cepillo hacia adelante, hacia atrás, concentrado como estabas en aquellos antebrazos.

Que nunca me tocaras, nunca, pese a que suavizabas la piel de cada hermana reciente con la lija escondida entre tus dedos, era algo que debí dilucidar con cuidado. Hubo días en que pude intuir tu añoranza: la vi en tu manera de secarte la frente, de quedarte un momento como perdido entre los leños con la vista fija en el sucio vestido que apenas cubría mis rodillas, en mis piernas torneadas colgando de la repisa.

Sucedía con frecuencia.

Hasta que una tarde se asomó una niña por la puerta entreabierta. La miraste sorprendido, el brillo de tus ojos resplandeciendo entre canas que eran todavía un lujo entre tu pelo. Pero tú no le hablaste y yo no entendí por qué no le preguntabas qué hacía en ese momento ahí, en nuestro taller, apuntándome con el dedo. Te diste vuelta, y sin decir una palabra, sonriendo como un idiota, la levantaste hasta la repisa y dejaste que asiera mi pantorrilla. Quería saber mi nombre y se lo susurraste al oído y la niña comenzó a reír; alzó sus brazos diciendo que lo había adivinado con solo mirarme: Manekine.

Manekine, repitió. Y tú me alcanzaste para ella, y acariciaste mis orejas de palo dispuesto a entregarme sin siquiera un regateo. Pero te interrumpió la voz de una mujer: Mané, dijo, ven acá, deja eso. Entró por la misma puerta y te arrebató a la niña. Del hombro la arrastró hacia la calle mientras nosotros nos quedábamos ahí, cegados por la oscuridad que nos había echado encima la tarde.

Ibas a decirme algo en la oscuridad, palabras que nunca pronunciaste. El índice de aquella niña parecía seguir ahí, levantado entre nosotros, apuntándome al rincón, señalando mi espacio dentro de la caja de vidrio donde a continuación volviste a ponerme. Y dejaste que mis ojos se fueran opacando bajo el polvo que iría cubriendo la superficie. El tedio. Los días sucediéndose. Las tardes, las noches y sus monótonos amaneceres. Y tú siempre regresando armado de herramientas, de retazos plásticos, de metal y de tela. Tú, sentado en el taburete, con la espalda inclinada sobre esas niñas que te llevarías al mercado. Una. Otra. Niñas perfectas e incontables.

Esa rutina cotidiana solo fue interrumpida otra vez, recuerdo, una mañana en que exhibías tu calvicie mientras con una aguja de fierro le injertabas pelo a una cabeza.

Sucedió entonces.

El movimiento, un ruido sin origen discernible.

Las muñecas comenzaron un estrafalario contoneo, hombro contra hombro, con tanta fuerza que la pared también comenzó a moverse, y las sillas, y la misma mesa donde trabajabas. La agitación llegó hasta mí y por un momento me pareció divertido. Pero aquella rebeldía no tenía límite y pronto debiste levantarte intentando detener la inminente caída.

Yo estaba demasiado arriba y no viste mi celda de cristal, que se fue desplazando, imperceptible, hacia el borde de la repisa. Miré hacia abajo y adiviné la dureza del cemento: lo siguiente fue el vidrio molido bajo mis rodillas, el polvo que flotaba en el halo de luz y ese agradable olor a aserrín, a látex, a barniz y a aguarrás: casi lo había olvidado.

Perdí el ojo izquierdo en la caída, la bolita rodó por el suelo. Con el derecho pude ver que mis extremidades estaban en su lugar. Tú habías desaparecido bajo una horda de brazos, de piernas, de cabezas sin torso. Te imaginé mutilado, un enorme muñeco hecho pedazos. Pero pronto comenzaste a moverte debajo de ellas; apareció tu mano, podías mover los dedos. Habías sobrevivido casi intacto y te sacudiste la ropa maldiciendo al terremoto y lamentándote de sus estragos. Todavía con los dedos parchados, fuiste poniendo cada pieza en su lugar. Recompusiste sin apresuramiento. Te afanaste en detalles.

Que dilataras la espera, que aplazaras el momento en que repararías la pérdida de mi ojo era otro gesto imperdonable. Me dejaste para el final, te dedicaste a mi vista cuando ya estabas exhausto. Volví a la repisa con una mirada que nunca sería la misma. Y fueron esos los ojos que te vieron sacarme del hacinamiento para entregarme: Tómala, Mané, es para ti, tú la elegiste, le indicaste a esa joven de ojos aún más negros que los míos. Al verlos recordé un momento ya sepultado por el tiempo y una mano de niña crispada en mi pierna. La dueña de esa mano llevaba mi nombre y ahora me arrebataba de sus dedos y me ponía entre sus brazos como una madre: es hora de dormir, dijo.

Y si antes me había perturbado estar entre tantas muñecas, lo que sucedió entonces fue caer a un abismo. Me acostó en su cama y no hubo cómo zafarse de esas manos húmedas que me atrapaban, ahogándome en su pecho blando; ni manera de escapar a la humillación a la que me sometía al apretar mi boca contra la punta de sus pezones para empaparme con su fastidioso lamento por la madre muerta bajo los escombros.

Su sueño era mi única paz.

Amanecía con la tragedia entre las cejas y partía a encerrarse contigo en el taller dejándome a mí entre las sábanas revueltas. Yo imaginaba sus manos peinando tu cabellera desordenada, enarbolando una y otra vez ese mi querido padre. Mi querido, pensaba yo, mío, y se me saltaba un ojo de vidrio.

Demasiado pronto, todavía de duelo, ella improvisó una fiesta. Recuerdo que me trasladó a la sala, que me sentó sobre la mesa junto a un vaso angosto lleno de margaritas y un pequeño espejo frente al que recitó una oración con las palmas entrelazadas. Luego se encerró en la cocina a preparar la cena.

La ocasión coincidía con una gran fecha, o al menos eso dijo cuando te llamó a presidir la mesa. Se acomodó a tu lado, y a mí junto a ella. Brindaron casi sin mirarse y comieron lentamente, concentrados en el cordero y las verduras guisadas, masticando en absoluto silencio; una sonrisa apenas sugerida en los labios.

Noté que estabas sonrojado. En qué estarías pensando, pensé, me apuraba saberlo. Antes de que el reloj comenzara sus maitines de medianoche, antes de levantarte de la mesa, le preguntaste por qué Manekine no comía si estaba todo delicioso. Era una cortesía que ella aprovechó para asegurar que me habías malcriado, que yo despreciaba su comida. Ella corregiría mis caprichos. Eso dijo y entonces mi ojo rodó lejos. Tuerta como había quedado, vi que le acariciabas la mejilla y te levantabas de la mesa mientras ella reponía el vidrio en su órbita. Nos quedamos mirando fijamente el umbral vacío de la puerta.

Pronto regresaste. Traías un pequeño bulto envuelto en papel color paquete de vela, amarrado con cintas. Era para ella. Y lo abrió sin prisa, con una sonrisa de muñeca tonta en los labios. Metió sus manos dentro del envoltorio y fue deslizando su contenido, con estudiada demora, hacia afuera, hasta sacarlo: muy azul, conmovedoramente azul y largo y sedoso: un vestido con una hilera de piedritas también azules en el ruedo, en las mangas, en el cuello. Le habías cosido un precioso vestido, la habías mirado de esa manera que solo yo creía merecer.

Amortiguó la sorpresa cubriendo su boca con la servilleta de tela y se levantó de la silla tras lanzarme al suelo. Bajo la mesa y su largo mantel, la perspectiva era mínima. Adiviné que te besaría cuando vi que se empinaba levantando los talones, y la escuché agradecer el regalo, papá, y correr fuera de la sala. Oí el descorche de una botella y poco después sus exagerados gritos diciendo es hermoso, bellísimo.

La música era suave y alegre. Resguardada en mi nuevo ángulo, yo controlaba el movimiento de sus pies: ustedes bailaban. Bailaban, no parecían cansarse. Me mareaban las vueltas de sus pies, los pasos dobles, las carcajadas borrachas. La música los seguía a donde ustedes iban. Bailaban olvidados de todo; y olvidándolo todo se besarían.

Aunque tal vez me equivocara. Tal vez solo se detuvieron los pies y dejaron de reírse: tal vez fue solo eso. En ese nuevo silencio la música resultaba estridente. No podía verlos pero no hacía falta.

Ahora todo parece diferente, tan lejos de ese instante en que dejé de espiarlos: mis lágrimas eran gruesas y turbias como vidrio fundido, eran lágrimas que iban cubriendo el pasado, el antiguo rincón de la repisa en el interior de la caja transparente, tus brazos rompiendo la madera para sacarme de ahí dentro, tus manos ásperas lijando mi piel. El disco dejó de girar, la aguja volvió a su posición inicial. Veía sus piernas enredadas, los pies de ella desnudos y descalzos entre los tuyos. Ya se habían dormido sobre el sillón, pero yo no iba a perderme el final de la fiesta.

Quería bailar, yo también, divertirme.

Un, dos, tres; un dos, y el mantel se deslizó ante mí, arrastrando consigo las servilletas, tantos cubiertos untados de grasa, las copas todavía llenas de alcohol y el candelabro de hierro con sus velas encendidas. Fueron cayendo con un golpe seco, chorreando vino y esperma sobre la alfombra. La sala se iluminó para mí como si la casa entera se hubiera prendido para verme aparecer vestida con mi traje de fiesta. Lo había logrado. Y tú dormías abrazado a ella mientras el humo llenaba la sala: el fuego estaba por todas partes.

Todavía bajo la mesa te oí gritar ahogado, toser palabras. Mané, Manekine, dónde estás. Aquí estoy, padre, aquí, te decía confundida mi voz en el crepitar de los resortes de las muñecas, en el chasquido de sus labios de madera. Se iba consumiendo todo. Las llamas me iban cercando, iban salpicándome de ardiente saliva. Iban desnudando mi metálico esqueleto de niña.

Ahora el viento se cuela por todos los rincones y va cubriendo de polvo nuestros recuerdos. Pero yo sigo esperándote aquí mismo, esperando que regreses a restituirme este ojo fundido por el fuego.



en Las infantas, 1998






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