El veneciano Marco Polo en realidad era croata. Por eso le
simpatizaba tanto al sanremés Ítalo Calvino, que en realidad era cubano, aunque
antes de cumplir los dos años volvió con sus padres a San Remo, ciudad que por
entonces era tan poco italiana que los diarios de Niza llegaban cada mañana
antes que los de Milán o Turín.
Tan poco italiana era San Remo que el padre de Ítalo Calvino
cultivaba allí (en la Estación Experimental de Floricultura que fundó) pomelos
y paltas. Marco Polo volvió de la China con frutas igualmente exóticas, pero
los genoveses, que no querían nada a los venecianos y los acusaban de
mentirosos incorregibles, mandaron a Marco Polo a la cárcel, y allí él dictó un
detallado relato de sus viajes. En su lecho de muerte, cuando sus seres
queridos le rogaron que confesara si de verdad había llegado hasta la China y
tratado con el Khan (el honor de la familia estaba en juego), Marco Polo tuvo
tiempo de lanzar una última carcajada y decir: «Es todo cierto. Pero sólo conté
la mitad de lo que vi».
Cualquiera que haya leído Las
ciudades invisibles sabe que Ítalo Calvino reunió en ese libro la otra
mitad de los viajes de Marco Polo, tal como éste se los habría relatado al
Khan. Pero también Calvino se abstuvo de incluirlo todo. Dejó fuera cuatro
ciudades, que pertenecían a cuatro órdenes imperiales diferentes: el soviético
(con Moscú como epítome), el norteamericano (con Nueva York como síntesis), el
Japón (con Tokio como summa) y París, la ciudad europea por antonomasia.
A diferencia de Marco Polo, Ítalo Calvino no tuvo lecho de
muerte. Murió sentado, escribiendo, de un derrame cerebral que no le produjo
ningún sufrimiento pero lo privó de soltar una última sonrisa desde el lecho
antes de confesar a sus seres queridos dónde había dejado el relato de esas
cuatro urbes no incluidas en Las ciudades
invisibles. Por suerte, los seres queridos de Calvino, su esposa argentina
Chichita Singer, y la hija francesa de ambos, la bellísima Giovanna, reunieron
en un libro póstumo sus papeles autobiográficos, que titularon Eremita en París.
Y así fue como sus lectores pudimos saber dónde había camuflado Calvino el
relato de las últimas cuatro ciudades invisibles que el Khan habría querido que
Marco Polo le describiera.
Como se sabe, Calvino se hizo comunista con los partisanos de
las montañas del norte de Italia, a quienes se sumó cuando tenía 16 años.
Terminada la guerra, cuando hizo su primer viaje por los países socialistas (ya
había decidido ser escritor, por influjo del gran Cesare Pavese, quien también
le aconsejó que dejara testimonio de aquel viaje a Rusia), «anoté casi
exclusivamente observaciones mínimas de la vida cotidiana en el socialismo. Esa
manera no monumental de presentar la realidad soviética me parecía la menos
conformista y, al mismo tiempo, la más útil para transmitir lo que veía allá a
mi generación. Ese lenguaje no-oficial, que intenté que fuese sereno,
apaciguador, atemporal y hasta apolítico, era en realidad mi manera de
defenderme de una realidad a la que no sabía dar nombre, en la que presentía
drama, tensión, desgarramiento. Mientras recorría las ciudades socialistas me
sentía raramente a disgusto, extraño, hostil. Pero cuando el tren me devolvió a
Italia, me pregunté: en esta Italia ¿qué otra cosa podría ser, sino
comunista?».
Poco tiempo después, ya convertido en el autor de la exquisita
trilogía Nuestros antepasados
(conformada por El Vizconde Demediado,
El Barón Rampante y El Caballero Inexistente), Calvino
recibe una invitación para conocer Estados Unidos. Lo primero que pide es
conocer Wall Street. En una visita guiada a Merryll Lynch ve su primera
computadora («increíble que hayan inventado un cerebro electrónico y lo usen
para apostar en la Bolsa») y pronostica a sus amigos: «El día que surja una
generación que no coloque el dinero por encima de todo, Estados Unidos saltará
por los aires». En la fábrica de IBM se sorprende de que no haya sindicato y
sí, en cambio, fotos por todas partes del patrón de la empresa. En una visita
al Departamento de Estado, un jefe de relaciones públicas que le explica así su
rol: «Nuestra tarea es crear noticias y lograr que se publiquen. En la oficina
de al lado hay otra agencia cuya tarea es prevenir y reducir el impacto de
noticias desfavorables». El año es 1959. Los soviéticos ya han sofocado en
Hungría el sueño de un socialismo con rostro humano y Calvino es uno de los
tantos europeos de izquierda que han roto su carnet del PC. Cuando lo intiman
en un reportaje en Nueva York a que se defina políticamente, dice: «Me
considero un ciudadano ideal de un mundo basado en el entendimiento entre los
EE. UU. y la URSS. Si entre ambos pudieran ponerse de acuerdo para
resolver los problemas del mundo subdesarrollado, la pregunta que usted me ha
hecho sería ociosa».
Para Calvino había una relación directa entre su incapacidad
para vivir más de diez años en la misma ciudad y su necesidad de escribir
libros que fuesen lo más distintos posible entre sí («Además del libro que voy
a escribir, cada vez debo inventarme también al autor que lo escribe»). Después
de San Remo, Turín, Roma y Milán, Calvino se instala con su mujer y su hija en
París. Su departamento tiene acceso tan directo al aeropuerto de Orly que le
lleva menos tiempo llegar a Milán que hasta el centro de París en hora pico.
«Las ciudades se están transformando. Está muy próxima la época en que se podrá
vivir en Europa como en una única ciudad, en que los pequeños desplazamientos
tomen más tiempo que los viajes a otro país». Los viajes, el espíritu Marco
Polo, han quedado atrás. Calvino vivía en París como alguien vive en su casa en
el campo: retirado del mundo. La ciudad sólo le funcionaba ya como libro de
consulta: entrar en una vinería o quesería era como sumergirse en una enciclopedia
de quesos o vinos del mundo.
Esa actitud se hace patente cuando tiene la oportunidad de
conocer Japón, un par de años antes de morir. Las aglomeraciones, los
rascacielos, los adelantos tecnológicos, le llaman menos la atención que un
templo en las afueras de Tokio, que ofrecía una vista maravillosa sobre el mar
hasta que el gran maestro del té Rikyu hizo plantar dos setos que ocultaban
enteramente el paisaje y a sus pies hizo instalar un bebedero de piedra. Cuando
el visitante se inclinaba para tomar agua, primero veía su propio reflejo en el
agua que sostenían sus manos. Y al alzar la vista mientras bebía, encontraba el
único punto entre los dos setos que dejaba ver, en la lejanía, la inmensidad
del mar.
Al final de Las ciudades
invisibles, el Khan decía que todo relato era una distracción inútil ya que
la última ciudad que todos conoceríamos era el infierno. A lo que Marco Polo
contestaba: «El infierno no es algo que será. Ya existe aquí; lo habitamos
todos los días; lo conformamos todos juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La
primera, fácil, es aceptar el infierno, volverse parte de él hasta ya no verlo.
La segunda exige aprendizaje continuo: consiste en hallar quién y qué, en medio
del infierno, no es infierno, y darle espacio, y hacerlo durar mientras
vivamos».
en
El hombre que fue viernes, 2011
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