Las
masas, cuyo nivel de vida ha elevado el capitalismo, abriéndoles las puertas al
ocio, quieren distraerse. La multitud abarrota teatros y cines. El negocio del
espectáculo es rentable. Los artistas y autores que gozan de mayor popularidad
perciben ingresos excepcionales. Viven en palacios, con piscinas y mayordomos;
no son, desde luego, prisioneros del
hambre. Hollywood y Broadway, los centros mundiales de la industria del
espectáculo, son, sin embargo, viveros de comunistas. Artistas y guionistas
forman la vanguardia de todo lo prosoviético.
Varias
explicaciones han sido formuladas para explicar el fenómeno. Casi todas ellas
contienen una parte de verdad, Olvídase, no obstante, por lo general, la razón
principal que impulsa a tan destacadas figuras de la escena y la pantalla hacia
las filas revolucionarias.
Bajo
el capitalismo, como tantas veces se ha dicho, el éxito económico es función
del aprecio que el soberano consumidor conceda a la actuación del sujeto. En
este orden de ideas, no hay diferencia entre la retribución que percibe por sus
servicios el fabricante y las que, por los suyos, obtienen productores,
artistas o guionistas. Pese a tal similitud, la apuntada realidad inquieta
mucho más a quienes forman el mundo de las tablas que a quienes producen bienes
tangibles. Los fabricantes saben que sus cosas se venden en razón a ciertas
propiedades físicas. Confían en que el público continuará solicitando tales
mercancías mientras no aparezcan otras mejores o más baratas, ya que no parece
probable varíen las necesidades que con estos artículos se satisfacen. Puede el
empresario inteligente prever, hasta cierto punto, la posible demanda de tales
bienes; y, con algún grado de seguridad, cábele contemplar el futuro. Pero ya
no sucede lo mismo en el terreno del espectáculo. La gente busca diversiones
porque se aburre; pero nada hastía tanto al espectador como lo reiterativo;
cambios, variedades, resultan imprescindibles; se aplaude lo novedoso, lo
inesperado, lo sorprendente. El público, caprichoso y versátil, desdeña hoy lo
que ayer adoraba. Por eso, a la escena y a la pantalla atemoriza tanto la
volubilidad de quienes, en taquilla, pagan. La
gran figura amanece un día rica y famosa; mañana, en cambio, puede hallarse
relegada al olvido; le atribula la ansiedad de que su futuro enteramente
depende de los caprichos y antojos de una muchedumbre sólo ansiosa de diversiones.
Teme siempre, como el célebre constructor de Ibsen, a los nuevos competidores;
a la vigorosa juventud que, un día inexorable, por desgracia, le arrumbará.
Difícil
resulta, desde luego, acallar tamaña inquietud. Quienes la padecen se agarran a
cualquier ilusión, por fantástica que sea. Llegan incluso a creer que el
comunismo les liberará de tanta tribulación. ¿No dicen, acaso, que el
colectivismo hará a todo el mundo feliz? Escritores eminentes ¿no proclaman a
diario que el capitalismo constituye la causa de todos los males y que, en
cambio, el laboralismo remediará cuantas desgracias hoy abruman al trabajador? Si actores y artistas, con
tanto ahínco, cuanto tienen dan, ¿por qué no debe considerárseles a ellos trabajadores también?
Cabe
afirmar, sin temor a caer en falsedad, que ninguno de los comunistas de
Hollywood y Broadway examinó jamás los textos teóricos del socialismo; y menos
aún se preocupó de echar ni un vistazo siquiera a los tratados de economía de
mercado. Precisamente por esto, todas esas glamour
girls, bailarinas y cantantes, todos esos guionistas y directores, que
tanto pululan, ilusiónanse pensando que sus particulares cuitas quedarán
remediadas tan pronto como los expropiadores
sean expropiados.
Hay
quienes responsabilizan al capitalismo de la estupidez y zafiedad de la
industria del espectáculo. No discutamos ahora el fondo del tema. Conviene, en
cambio, resaltar aquí que ningún otro sector apoyó al comunismo con mayor
entusiasmo que quienes precisamente intervienen en tan necias exhibiciones. Cuando el futuro historiador de nuestra época
pondere aquellos significativos detalles
a los que Taine tanto valor concedía, no dejará de notar el decisivo impulso
que el izquierdismo americano recibió de, por ejemplo, la mundialmente famosa cabaretera
popularizadora del strip-tease, la
que iba desnudándose, prenda a prenda, ante el público.
en La mentalidad anticapitalista, 1956
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